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Un idioma sin K

El cristinismo como enfermedad terminal del kirchnerismo

La última etapa K, dominada por Cristina Fernández y La Cámpora, estuvo marcada por una fórmula inédita para la política: a mayor poder construido, menor legitimidad social.

Fervor. Con las presiones camporistas, avaladas por Cristina Fernández, el peronismo vivió la mayor controversias internas desde 1983.
| Cedoc<br>

El 21 de enero pasado se cumplieron 92 años del fallecimiento del líder de la Revolución, Rusa, Vladimir Lenin. Entre sus obras más destacadas el fundador del Estado soviético fue autor de la publicación La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, un tratado político trascendente para sus contemporáneos que adquiere una notoria actualidad en la nueva Argentina gobernada por Mauricio Macri a dos meses de su llegada a la Presidencia.

Nuestra historia reciente nos muestra el ejercicio de una práctica política en permanente estado de ebullición donde la afirmación del recordado revolucionario ruso invita a repensar los vericuetos del futuro peronista. Somos protagonistas por estos días de realineamientos y rupturas dentro de la oposición peronista donde –sin todavía poder responder un añejo acertijo acerca de si el Frente para la Victoria o el kirchnerismo es más grande que el Partido Justicialista o viceversa y a juzgar por los comportamientos de algunos dirigentes– el cristinismo, parece estar configurándose irreversiblemente en la amenaza de ser, parafraseando a Lenin, la enfermedad terminal del kirchnerismo.
Si arriesgamos una conversación imaginaria con aquellos referentes del PJ que se alejan de Cristina por considerarla responsable de la debacle justicialista, la explicación más pragmática de tamaño diagnóstico seguramente se aferraría a la sucesión de errores de cálculo y a la apuesta por batallas innecesarias, además de exponer la necesidad de construir un nuevo liderazgo en respuesta al mensaje de las urnas.
 
Una llave. Independientemente del contexto en el que el manifiesto de Lenin vio la luz, muy lejano tanto el plano espacio-temporal como en el ideológico, la definición del izquierdismo como la enfermedad infantil del comunismo nos brinda una llave para entender en toda su dimensión los acontecimientos políticos de los últimos días.

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A la distancia, la tesis del autor comunista nos permite poner sobre la mesa un instrumento de análisis para comprender por qué un movimiento político puede experimentar divergencias en su interior, con sectores propios que por diversas razones optan por radicalizarse y terminan por colocar en peligro de extinción a la misma fuerza partidaria que los vio nacer.

En este sentido, tampoco podemos perder de vista que los comportamientos tendientes a llevar al límite los principios directrices y fundacionales del PJ, y del propio kirchnerismo, se le han atribuido a la falta de experiencia o imprudencia de la nueva dirigencia, un aspecto no menor que también está presente en las contradicciones internas del peronismo del siglo XXI.

Nadie puede discutir que el crecimiento de La Cámpora durante el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner provocó una fractura invisible y latente dentro del partido de Gobierno por entonces. La organización, con el aval de la ex Presidenta, avanzó sin freno ni medir demasiado la temperatura de la realidad logrando una fórmula inédita para la política: A mayor poder construido menor legitimidad social. De esta manera, la organización juvenil fue el exponente de una de las mayores controversias dentro del peronismo en los 32 años de la vuelta de la democracia, una puja que periodísticamente se tradujo en “jóvenes vs. viejos”, pero que implicó mucho más para los destinos del partido.

En términos de proyección política el resultado de la forzada alquimia produjo una combinación altamente destructiva: el peronismo sufrió una de las derrotas electorales más duras de toda su historia, se quedó “sin caja”, ideológicamente a la deriva y aun sin definiciones claras respecto al escenario político más próximo.

Si bien es cierto que el kirchnerismo primero (2003-2010), y el cristinismo después (2010-2015),  luego de 12 años de gobierno han venido sufriendo el desgaste natural de la gestión, ni el más pesimista de los argentinos podía anticipar cómo se fue dilapidando el caudal de votos y aceptación popular del Frente para la Victoria. Y más aún con la enorme construcción política que significó el ciclo iniciado por Néstor Kirchner que finalizó con su muerte en 2010.

La dificultad mayor del cristinismo (posterior a 2011) parece haber sido la aceleración del nunca menos cuando gran parte de la sociedad esperaba moderación, institucionalidad o corregir algunas determinaciones. Sin embargo, se tuvieron muchas oportunidades para recalcular y cambiar la estrategia, pero no se supo o no se quiso hacer (seguramente el paso del tiempo nos permitirá conocer más los por qué de este comportamiento).

Basta con analizar el calendario electoral más reciente para darse cuenta que el mismo derrotero eleccionario enviaba señales de alerta a Balcarce 50 sin aparente acuse de recibo. Además de perder la contienda electoral nacional, y de las derrotas en distritos clave como la provincia de Buenos Aires donde el peronismo no resignaba una elección a gobernador desde 1983, el Frente para la Victoria ha perdido algo más que votos, se olvidó de su propia identidad.

Si nos detenemos por un momento a observar la foto de los búnkeres de los candidatos presidenciales –contra todos los pronósticos– podía encontrarse en el reducto de Cambiemos un colorido político –y no sólo por el color de los globos– de mayor amplitud y diversidad de vertientes ideológicas que en el comando vecino. Paradójicamente, Macri se quedó con casi todo lo que supo tener el kirchnerismo, y no sólo en referencia al sillón de Rivadavia o Buenos Aires, sino que también se ha quedado con la transversalidad del Frente para la Victoria de antaño.

A la manera del propio frente kirchnerista de otras épocas, Mauricio Macri supo aglutinar detrás de su candidatura a dirigentes radicales, peronistas, sindicalistas y socialistas amalgamando una fuerza nacional que le ha permitido obtener la territorialidad que le faltaba en un principio y la diversidad en el encuentro de fuerzas políticas que se unieron con un objetivo común: terminar con la hegemonía kirchnerista.

Hasta su consultor estrella, Jaime Duran Barba, manifestó en declaraciones públicas que Cristina era de derecha y que Macri estaba a su izquierda entendiendo que quien estaba empíricamente más cerca de los sectores populares era el segundo, dentro de lo que podríamos definir como nuevos significantes y representaciones del espectro político que llegaron para quedarse (y el que no comprenda este cambio de lógica tanto en la construcción de poder como en el vínculo entre liderazgos y electorados, tendrá poco vuelo en los próximos años).

Del lado de enfrente, el kirchnerismo no terminó nunca de definir su esencia y dejó muy solo a Daniel Scioli quien logró un desempeño electoral que superó las expectativas a pesar del viento en contra, pero que no le alcanzó debido a la imposibilidad de dirimir la disputa interna entre peronismo y camporismo con la que cargó hasta el último día de la campaña y que recién hoy –a casi tres meses del cierre de la elección– aparenta resolverse.

Desafío. La mesa está servida y todavía quedan algunas sillas vacías. Ahora el mayor desafío para Macri, y para la política en general, es recuperar el sentido común. Recuperar la racionalidad, que por cierto, es un lugar donde el peronismo siempre se movió con comodidad.

Mal que le pese a muchos, quizás en esta vuelta al diálogo y a poner los pies en la tierra esté la explicación del quiebre producido por un grupo de legisladores del bloque de diputados nacionales que llegó al Congreso bajo el rótulo del Frente para la Victoria, y que hoy ya son otra cosa. Sin saber aún con claridad con qué rumbos, la dirigencia ha decidido definitivamente comenzar a hablar con otros códigos.

De lo que estamos seguros es que más allá de cualquier interés particular, debemos volver a poner la mirada en las necesidades de la gente que en su mayoría ha vuelto a dar su confianza frente al cambio prometido. Los primeros 50 días de la presidencia de Macri, que según las primeras encuestas tienen una aceptación cercana al 60%, han ido en esta dirección, con una firme intención de aportar a las formas de comunicar una nueva racionalidad y sentido común frente a la discrecionalidad y autoritarismo del anterior gobierno.

Así las cosas, mientras seguimos estudiando al peronismo en todas sus variantes, la tragedia argentina se encuentra formateando su nuevo relato, el del sentido común post kirchnerismo cristinista, donde un nuevo justicialismo díscolo asoma con la vocación de jugar un papel protagónico en la flamante distribución del poder. Y donde los guionistas y principales actores –que seguramente han desempolvado la biblioteca y releído con una sonrisa aquellas preocupaciones de Lenin– al parecer ya tienen claro quién es el malo de la película y la enfermedad a curar, y han comenzado a ensayar un nuevo lenguaje para transitar por el nuevo cauce de la política argentina, un idioma sin K.

 

 *Titular de la cátedra La Comunicación como Herramienta Política (UBA).