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El delito se cobró más de 70 mil víctimas en tres décadas

Para muchos, es la mayor deuda pendiente: la protección de la vida, la libertad y el patrimonio de los ciudadanos. Miles son las víctimas de la inseguridad, junto con sus familiares y allegados que reclaman justicia y que los hechos delictivos no se cobren más muertes. Con las crisis económicas que sufrió el país en 1989 y 2001, la seguridad escalo en la sociedad y comenzó a ser considerada un problema que, a fuerza de repercusión, pasó a ocupar un lugar central en la agenda política. Las respuestas de los diferentes gobiernos.

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La política en la Argentina no ha sido capaz de utilizar la recuperación y consolidación de la democracia producida en los últimos treinta años para cumplir con un requisito esencial de la existencia de toda comunidad política: la protección de la vida, la libertad y el patrimonio de los ciudadanos, por un lado, y del orden público y las instituciones fundamentales del Estado de Derecho, por el otro.
En efecto, cualquiera que camine por alguna zona “inconveniente” del conurbano bonaerense o del Gran Rosario puede comprender, más allá de cualquier conceptualización teórica, lo vulnerable que la vida, la libertad o el patrimonio pueden llegar a ser. Asimismo, aquel que recorra el noroeste argentino puede advertir hasta qué punto redes más o menos organizadas de contrabando, tráfico de personas y de drogas dictan las reglas de juego, por encima y en amenaza directa a las autoridades estatales.
En estos treinta años, aproximadamente 70 mil personas (según el Registro Nacional de Reincidencia y Estadística Criminal y la Dirección de Política Criminal y estimaciones desde 2009 a 2012 ante la falta de datos nacionales) fueron asesinadas en Argentina. 70 mil proyectos de vida fueron arrancados de esta tierra sin que, en la gran mayoría de los casos, siquiera la Justicia haya reparado esa pérdida. Más de 70 mil familias fueron transformadas por obra del drama. Esto sin que el grueso de la política argentina, sus intelectuales orgánicos, sus juristas reconocidos internacionalmente y sus activistas sociales más respetados atinaran –en todos estos treinta años– a liderar una respuesta efectiva a semejante catástrofe humana, social y política. Así pues, la democracia argentina tiene una deuda con una “mayoría silenciosa”: las víctimas del delito.

Origen y evolución del problema de la seguridad
Mientras que la seguridad se convierte en un problema público a mediados de los años 90, sus raíces hay que buscarlas en la década del ochenta. En efecto, es en esta década donde el delito y la violencia experimentan un crecimiento significativo. La tasa general de delitos se incrementa un 60% al tiempo que la de homicidios lo hace en un 80% entre 1983 y 1989. La “década perdida” en lo económico y social lo fue también en los estándares de seguridad.
Los dos grandes picos de criminalidad y violencia que se experimentaron en estos treinta años coinciden con las dos grandes crisis socioeconómicas y políticas del período: la crisis hiperinflacionaria de 1989 y la de la convertibilidad en 2001. Sucede que el nivel general de delitos es muy sensible a la evolución de la economía. Este es un factor que condiciona a aquél. Períodos de expansión económica tienden a mantener o hasta hacer decrecer el delito mientras que las recesiones, y mucho más las crisis, tienden a incrementarlo. Ciertamente, la capacidad que tiene la economía formal para ofrecer un camino de progreso material a los individuos influye en sus decisiones.
Así, la década del 90 significó, al comienzo, una recuperación importante de los niveles de seguridad de la población de la mano de la estabilización macroeconómica post crisis. Pero culmina con la mayor de las crisis socioeconómicas y –por tanto– de criminalidad y violencia que vivió la Argentina en su historia reciente. A pesar del crecimiento económico experimentado en buena parte de la década, dicho crecimiento se produjo de la mano de una transformación del mercado de trabajo que implicó niveles de desempleo, subempleo y precarización laboral tremendos. He aquí el segundo de los factores condicionantes del delito: el desempleo en los hombres jóvenes.
Cada una de las dos grandes crisis socioeconómicas de este período fijó un nuevo piso (más alto) de criminalidad. Los períodos de estabilización que se dieron (post-1989 y post-2001) significaron una disminución del delito, pero sólo temporal y aun por encima de los años previos a cada crisis. Es decir, la recuperación de los primeros años del 90 lleva a un piso de delitos que está por encima del promedio de los ochenta, al tiempo que la recuperación que se da a partir del 2003 nos deja un nivel de delitos que se encuentra por encima del promedio de los 90. Las dos grandes crisis de este período han dejado sus huellas en la seguridad.
Adicionalmente, el derrotero económico argentino en estos treinta años no ha sido sólo un juego de números. Por el contrario, ha trastrocado (negativamente) las bases de toda sociedad: la familia, la escuela y la comunidad, otro grupo de factores explicativos de la criminalidad.

En efecto, los delitos y las violencias tratan sobre comportamientos humanos. Dichos comportamientos no se producen en el vacío, sino en un medio social que los moldea y orienta. Los ámbitos en donde se produce esa socialización han sufrido como nadie los avatares de la economía argentina en democracia. Un asistente social, un maestro de escuela pública o un párroco de cualquier barrio promedio del conurbano bonaerense, el Gran Rosario o el Gran Mendoza puede ser testigo de esta transformación producida en los cimientos mismos de nuestra sociedad. El delito y la violencia en la Argentina no es producto de la casualidad ni de la fatalidad.
En este contexto, no es casualidad tampoco que la gente, además de estar más insegura, se sienta más insegura. A mediados de los 90 el grueso de la población comenzó a preocuparse por el delito, reclamando de los gobiernos una solución a un problema que percibían importante. La demanda por seguridad se cuela entonces en las encuestas de opinión, compartiendo los primeros lugares, o con el desempleo, o con la inflación, según los años. Resulta sorprendente cómo durante tanto tiempo una demanda ciudadana tan intensa, concreta y estable no logró despertar la atención de la dirigencia política. Ante esta apatía, y el agravamiento de la situación, dos fenómenos paralelos se produjeron: la población comenzó a percibirse en riesgo y se difundió el temor. Preocupación por el delito, percepción de riesgo y temor son realidades nuevas y diferentes que vinieron de la mano del delito y la violencia en estos treinta años de democracia.
Así entonces, en la joven democracia argentina la seguridad se fue transformando en un problema público de singular entidad y con significativas consecuencias políticas, sociales y económicas. Frente a estos hechos, tan categóricos como alarmantes, ¿cuál ha sido la actitud de la política?

La respuesta de la política argentina al problema
A lo largo de estos treinta años, la política argentina reaccionó al problema de la seguridad de manera distinta, según sectores y momentos, pero con un patrón común: rodear el problema, nunca enfrentarlo. En este sentido, tres etapas pueden distinguirse.
En los primeros diez años de democracia, la seguridad no era un problema público y, por tanto, no tenía lugar en la agenda. No es que no existiesen delitos ni violencias. Como se explicó, el problema comienza a incubarse precisamente en estos años. Pero la población no percibía todavía que esos delitos y violencias fueran un problema que requería una respuesta (política pública) específica del Gobierno. En otras palabras, no demandaba una atención especial de la política. Y la política, reducida a la administración de la coyuntura, no advirtió el problema que se estaba gestando. En la Argentina, todos los problemas públicos son de coyuntura.
En esta primera etapa, la agenda estaba dominada por la consolidación del Estado de Derecho y, por tanto, centrada en el problema de las relaciones cívico-militares. Esto llevó a una de las pocas “decisiones de Estado” que registra nuestra joven democracia: las leyes de Defensa nacional (1988) y de Seguridad interior (1991).
La Ley de Seguridad interior, publicada en enero de 1992, bien podría ser el inicio de la segunda etapa. No obstante su importancia institucional, su valor radica más en generar un ámbito propio para la seguridad interior, distinto al castrense, que en sentar las bases para enfrentar al nuevo problema del delito y la violencia. En otras palabras, vale más por los problemas del pasado que resuelve que por los del futuro.
Esta segunda etapa se caracteriza porque la seguridad comienza a gestarse como problema público. Esto significa que los liderazgos políticos, las gestiones de gobierno y hasta la misma actividad política comenzaron progresivamente a ser juzgados por su desempeño en materia de seguridad. Frente a ello, la reacción de la política se redujo a ciertas reformas legales e institucionales (nuevo Código Procesal Penal de la Nación, Ley de Ejecución Penal, creación constitucional del Ministerio Publico de la Nación, nuevo Código Contravencional y de Faltas en la Ciudad de Buenos Aires), por un lado, y en un empleo más decidido y contundente del recurso policial-penal (creación de la Secretaría de Seguridad Interior, traspaso de la Gendarmería Nacional y la Prefectura Naval del Ministerio de Defensa al de Interior), por otro.
A pesar de la mentada “modernización del Estado”, las instituciones fundamentales de justicia y seguridad siguieron organizadas y funcionando con leyes orgánicas que tienen en promedio 50 años de antigüedad. Además, las restricciones fiscales de los noventa impactaron negativamente en la capacidad operativa de las fuerzas policiales y de seguridad (dotación de efectivos, equipamiento, entrenamiento, tecnología, etc.). Esta combinación de factores, en un escenario de incremento de la criminalidad y la violencia y de preocupación creciente de la población, hizo eclosión hacia finales de la década.
Así, la tercera etapa puede identificarse con la crisis política-institucional desatada por el asesinato de José Luis Cabezas. La naturaleza de este crimen y su impacto social llevó a que por primera vez el problema de la seguridad sea incorporado en la agenda de gobierno, se genere un consenso multipartidario en torno a una política para enfrentarlo y se implemente una reforma estructural del sistema de justicia y seguridad de la provincia de Buenos Aires. Proceso similar sucedió en Mendoza a propósito del asesinato del joven Sebastián Bordón. Lamentablemente, una combinación de errores serios en el diseño y la implementación de las políticas reformistas junto con una inmadurez y estrechez de mente grave de la dirigencia política hicieron que el compromiso por enfrentar seriamente el problema se diluya apenas cambió la coyuntura que lo encumbró. El resultado fue que tres años después de lanzarse la reforma, el homicidio se duplicó en la provincia de Buenos Aires. Lo mismo sucedió en Mendoza.
Un hecho y sus diferentes repercusiones en tres sectores

A resultas de ello, la actitud de la política en esta etapa con respecto al problema de la seguridad giró en torno a tres sectores.
Por un lado, existe la convicción silenciosa, pero ampliamente generalizada en buena parte de la dirigencia política que este es un problema sin solución. Al menos en el corto plazo, que –al parecer– es el único plazo que cuenta. Entonces, en muchos momentos de esta tercera etapa, la política sólo se concentró en administrar la coyuntura, dar “señales” de gestión, reducir el problema a una mera “sensación de inseguridad” y culpar a los medios por ella, entre otros gestos que no hacen más que “patear el tema para adelante”. Esto llevó a agravar exponencialmente el problema.
Otro sector de la política creyó que el problema reclama un endurecimiento penal y el retorno a una situación ideal perdida en la que la Policía disponía de atribuciones para “controlar la calle”. Ignoran estos sectores que los términos de dicha ecuación cambiaron radicalmente: ni la Policía ni la calle “es lo que era”. De hecho, en la etapa kirchnerista se produjo un fenomenal incremento en la dotación de las policías y en la inversión en su equipamiento. Al mismo tiempo, la tasa de encarcelamiento (cantidad de presos cada 100 mil hab.) de la Argentina creció el 30%, es decir, hoy hay proporcionalmente más presos en todo el país y no por ello una retracción en el nivel de delitos.
Finalmente, un tercer sector ha pensado que el problema de la seguridad se encuentra íntimamente conectado al funcionamiento del sistema policial. Ello llevó a “alquilarle” los ministerios y secretarías de seguridad a ciertos grupos que partiendo de la creencia que el mayor riesgo que pesa sobre un individuo es el poder organizado –esto es, el Estado–, llevaron adelante una agenda de políticas focalizada en reformar el aparato policial a los efectos de asegurar la protección de los derechos y garantías individuales.
Cuando las políticas están fuertemente influidas por la ideología, las soluciones son más importantes que los problemas. Así sucedió con este sector de la política que, por cierto, es el que ha tenido mayor injerencia y, por tanto, responsabilidad en la factura de políticas de seguridad durante esta etapa.
Siendo que en políticas públicas, los objetivos están fuertemente determinados por los medios disponibles, la principal crítica a esta tercer etapa nos refiere a la parábola de los talentos: fue la que tuvo mayor disponibilidad de recursos estatales (humanos, financieros, tecnológicos, etc.); por tanto, debiera haber sido la que mayores resultados tendría que haber generado en torno a la protección de la vida, la libertad y el patrimonio, y la salubridad de las instituciones fundamentales del Estado. Claramente, ninguno de los sectores mencionados pudo plantear una política consistente y sostenida en el tiempo.
En este sentido, las dos grandes sombras que se proyectan desde la agenda de seguridad hacia el conjunto son: las áreas urbanas sin ley (favelización) y las redes de narco-criminalidad. Ambas, tienen el potencial de carcomer bases fundamentales de la democracia argentina.
A modo de colofón la política argentina en democracia ha ensayado diversas actitudes para con la inseguridad. Ninguna ha sido capaz de generar una visión moderna del problema de la seguridad, formar cuadros técnico-profesionales para abordar los distintos aspectos de la respuesta estatal, articular un discurso público que permita legitimar los programas y proyectos necesarios, y generar consensos básicos respecto a los objetivos y metas en la materia. Así, la política pública de seguridad ha transitado por respuestas parciales y sesgadas.
El problema es una de las grandes asignaturas pendientes de la joven democracia argentina. Hay 70 mil almas que reclaman un justo descanso, y otras millones que resisten verse resignadas a jugar a la ruleta rusa