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El plato de los argentinos

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Que el asado es el plato que aúna a los argentinos es algo que nadie duda. Sin embargo, bastan dos datos para señalar que esa fantasía carnívora es precisamente eso: una fantasía. Uno: de los siete días de la semana el asado ocupa, si acaso, uno. El resto de las comidas cotidianas son otras muy consumidas aunque no gocen de prestigio. Dos: a la hora de nutrir, es verdad que los argentinos comemos más carne que los habitantes de otros países, pero el asado, como tal, es sólo una faceta de ese consumo; son las harinas, como pan, pizza y pastas el ingrediente más vigente en la comida diaria. De hecho, hoy en la Ciudad de Buenos Aires, la ciudad de la carne, hay más pizzerías que parrillas.
Y entonces, cabe preguntarse: ¿por qué el asado y no, por ejemplo, la empanada o la milanesa de nalga, resulta el paradigma culinario argentino para los argentinos? La razón es política. Más que política, ideológica. Ya que la fantasía de carnes y achurajes a las brasas hunde sus pezuñas en el barro intelectual de la generación del 80, que forjó una idea de lo que debía ser este país. Esa generación, dedicada al negocio ganadero, supo poner a la carne en el pedestal ideológico, según el sociólogo Matías Bruera.
Desde El matadero de Echeverría en adelante, pasando por la mirada foránea de los cronistas que al recorrer la pampa le devolvían a los sectores dominantes la imagen de una Argentina próspera y a la vez gaucha y carnívora, el bife de chorizo y el lomo formaron la matriz sobre las que se alimentaron generaciones enteras de pensadores locales. Incluso el peronismo no logró romper esa matriz. Con su Estado benefactor y populista permitió otra de las grandes fantasías, ahora sí, de cuño negativo, pero anclada en la misma ideología carnívora local: los cabecitas negras hacían asado con el parquet de sus casas, se decía y se dice aún, cada tanto. Y así, en un doble acto, se apropiaban de un bienestar que pertenecía a otro mundo y lo devoraban en las llamas de un nuevo y bárbaro caldo de cultivo. Muy a tono con Echeverría y Sarmiento. Aunque la parrilla cundió desde entonces en la clase media y se consagró en la fantasía.
Y sin embargo, puestos a repensar, ¿no serían la empanada de carne, la muza de ocho porciones, la raviolada del domingo platos más conciliadores de una gastronomía nativa? En nombre del uso, así debería ser. Pero ¿quién destrona a la tira de costilla crepitando al fuego de la parrilla? Nadie más que el uso real y el precio de la carne. Y en ese sentido, economía doméstica mediante, ¿no será el momento fundacional del pollo grillé?