Esa jornada de la primavera porteña de 1945 para muchos fue, ante todo, una inmensa sorpresa. Los despreciados, los descamisados, los “grasitas”; los excluidos de la riqueza que generaban con su trabajo; los convidados de piedra en las decisiones que afectaban su vida y la de sus hijos, llenaban la Plaza de Mayo y se hacían ver y oír, reclamando el respeto a sus derechos y la libertad de quien se mostraba capaz de liderar la concreción de sus sueños por un porvenir mejor, más digno, más equitativo.
Entre quienes los veían llegar de los barrios fabriles y las localidades suburbanas, no faltaron los que se sintieron “invadidos”. Los apegados a una vieja Argentina para pocos, tomaron la presencia masiva de los olvidados, de los “invisibles”, como una “intromisión” inaceptable en un mundo que consideraban exclusivamente suyo, una afrenta a sus privilegios, un motivo de temor. Pero hubo, también, un intelectual como Raúl Scalabrini Ortiz, que con su mirada atenta y su mente lúcida, supo definir de manera magistral, para siempre, a esa multitud que ocupaba el centro simbólico del poder: “Era el subsuelo de la patria sublevado”.
Por primera vez surgía una voz que le hablaba a los humildes, a aquéllos para los que la vida era una eterna precariedad, donde hasta el derecho a la fantasía estaba clausurado.
Comenzaba una nueva época en la cual el poder le planteaba a los desheredados, construir un diálogo, garantizándole que escucharía sus necesidades y éstas, luego, mutarían en derechos inclaudicables.
Desde entonces, identificados mayoritariamente con el peronismo que empezaba a nacer, los trabajadores argentinos asumieron su papel como sujeto político, al que no se podía obviar ni marginar. Ya no fueron solamente los brazos y las piernas de la sociedad y la economía, sino la columna vertebral del movimiento que venía a construir la nueva Argentina, la de la justicia social y el desarrollo en provecho de todos.
Por propia decisión, la clase trabajadora adquiría su carta de ciudadanía plena. Se afirmaba como protagonista en la concreción efectiva de sus sueños. Las grandes realizaciones de los primeros gobiernos peronistas, le reconocieron ese rol. El acceso masivo al consumo, a la educación, a la salud, a la vivienda, a la cultura, a condiciones dignas de trabajo, a la participación en la toma de decisiones, fueron logros que llevaron a que cada 17 de octubre se conmemorase, en esos años, como celebración obrera y popular de lo mucho conseguido, y como reafirmación de lealtad e identificación con las banderas del peronismo y el liderazgo de Juan Perón.
Pero la reacción afilaba sus garras, brutales, para dar el zarpazo. Las fuerzas antipopulares no trepidaron en producir un baño de sangre sobre esa misma plaza que supo ser espacio de encuentro y festejo, perpetrando el bombardeo aéreo contra la población civil indefensa, en junio de 1955. Fue el prólogo aciago de un tiempo de tragedia y desdicha para la Patria, de proscripción y persecución para la mayoría de los argentinos, de cercenamiento de sus conquistas. Fueron también años de resistencia y de lucha, no exentos de nuevos mártires, como los fusilados en José León Suárez o el compañero Felipe Vallese, entre tantos otros.
Llama rebelde. La mayoría de quienes nacimos y nos criamos al calor del peronismo, y que hoy peinamos canas, lo hicimos en esos días desdichados de falta de libertades, de represión y de exilio. No teníamos por ambición ni los halagos del poder ni el enriquecimiento personal; sabíamos, en cambio, que teníamos en contra la corriente imperante en ese momento.
Ser peronista era una ocupación insalubre. Al riesgo cierto de ser perseguidos, cesanteados, encarcelados, se sumaba la amargura de que nunca faltaron los que nos despreciaban por nuestra condición de peronistas. Sin embargo, lo éramos por razón y por sentimiento, no por nostalgia de aquellas primaveras que no habíamos vivido, ni simplemente por el carisma del general. Lo éramos porque el peronismo expresaba, como sigue expresando, los intereses nacionales y populares frente a la oligarquía responsable de la miseria y la pobreza en la Argentina.
Las banderas históricas de justicia social, soberanía política e independencia económica eran mucho más que una consigna o un sello de identificación partidaria. Constituían el auténtico proyecto para liberar a la Patria y poner fin al sistema de inequidad, sometimiento y entrega que los poderosos habían impuesto sobre los argentinos. El movimiento obrero organizado las reactualizaba en su vigencia, con programas como los de La Falda y Huerta Grande, con la mirada y la acción orientadas hacia el porvenir.
Reafirmando el origen obrero y popular de nuestro movimiento, los peronistas nos ganamos en esos años la fama de ser empecinados, “incorregibles”. No por sectarios, que jamás lo hemos sido, sino por la firme decisión de no dejarnos doblegar por la fuerza, ese “derecho de las bestias”, que reinaba en todos los órdenes de la vida nacional.
En el calendario, el 17 de octubre encendía entonces, más que la recordación de momentos mejores, la llama rebelde de un pueblo que, contra viento y marea, estaba dispuesto a recomponer sus fuerzas y a recuperar su derecho a la esperanza y la felicidad.
Con el primer restablecimiento de la democracia y el regreso del general Perón, esa prolongada lucha parecía haber triunfado. La amplia y generosa convocatoria a la reconstrucción nacional, la afirmación de que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino, el abrazo con históricos adversarios, ponían de manifiesto que Perón aspiraba a que el 17 de octubre constituyese, no una jornada partidaria, sino un día de júbilo cívico para todos, en una Argentina más democrática, unida y solidaria. Pero los tiempos fueron avaros para concretar ese anhelo. Esta vez, la reacción abrió las puertas del infierno de la dictadura más sanguinaria, que buscó arrasar con todo, incluidas las vidas de miles de compatriotas desaparecidos o asesinados.
Una vez más nuestra fecha más emblemática simbolizó un llamado a la resistencia, a la acción denodada contra la destrucción y la muerte, a la reivindicación de esas consignas capaces de unir al pueblo para la reconquista de sus derechos más elementales: “paz, pan y trabajo”.
Legado y futuro. El retorno a la democracia, con sus avances y sus retrocesos, resignificó al 17 de octubre como una síntesis de nuestra historia, de la que estas líneas no pretenden ser más que unas pocas pinceladas. Es, sin duda, la historia del movimiento obrero organizado, pero también la de la Nación y nuestro pueblo todo. Como toda historia verdadera, no consiste sólo en una mirada reflexiva sobre el pasado, sino una herramienta indispensable para comprender nuestra realidad presente y reafirmar la permanente vocación de construir un futuro mejor.
El 17 de octubre reactualiza hoy la necesidad de levantar un programa para construir una Argentina solidaria, con memoria histórica, dueña de su destino, con una cultura protagonizada por las mayorías populares; donde cada persona valga por su condición de ser humano y no por su cuenta bancaria; donde se distribuya la riqueza en lugar de esparcir la miseria; donde puedan arraigar, con el amor a la Patria y al prójimo, el orgullo de ser argentino y la convicción de que siempre será mejor el mañana para nuestras sucesivas generaciones.
La Confederación General del Trabajo ha querido plasmar ese legado y su proyección al porvenir, en una obra que constituya un aporte permanente al patrimonio cultural y la memoria de todos los argentinos. Se trata de la pintura mural La construcción de un sueño que continúa, realizada por el magnífico artista plástico Daniel Santoro, a inaugurarse en este nuevo aniversario de una fecha tan significativa. Las cuatro secciones que la integran, emplazadas a lo largo de 17 metros lineales, a ambos lados del Salón Felipe Vallese de la sede de la CGT, reflexionan en imágenes sobre las alegrías, los sinsabores, el heroísmo y las tragedias de nuestro pueblo, desde aquella jornada histórica de 1945.
Han transcurrido otros setenta y dos 17 de octubre desde el fundacional. Unos pudieron ser celebrados con felicidad, por la vigencia de la dignidad del trabajo y la justicia social. Otros tantos, en cambio, debieron transformarse en jornadas de protesta ante el avasallamiento de derechos y conquistas históricas, o incluso tuvieron que sobrellevarse como días de resistencia y de duro trabajo clandestino frente a la persecución más feroz.
Pero todos ellos, los soleados y los tormentosos, los de festejo y los de lucha, se han vivido siempre con la misma convicción: que tras el 17 de octubre, viene el Día de Gloria, con el renacer del sueño peronista y la decisión de hacer realidad una patria justa, libre y soberana.
*Secretario general de la CGT.