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improvisaciones a costillas de los enfermos

Hay que recorrer el arduo camino de la ciencia a la medicina

Una mirada espitemológica sobre la salud y lo saludable. Los autores analizan cómo surgen ideas y prácticas anticientíficas en un ámbito que exige responsabilidad y prudencia.

Mal y pronto. La medicina no es una ciencia. Pero debe fundamentar su actividad seriamente.
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El ejercicio de la medicina es multifacético y complejo. Como toda acción humana, la práctica médica no es autónoma sino que está emparedada entre campos muy diversos, desde el comercio y la política hasta la ciencia y la filosofía.

En efecto, baste recordar la existencia de consorcios médicos, políticas sanitarias, investigaciones biomédicas, y doctrinas médicas basadas en concepciones primitivas o modernas de la naturaleza del ser humano y sus enfermedades.

En particular, todas las llamadas medicinas  alternativas suponen ideas anticientíficas. Por ejemplo, la homeopatía descansa sobre la idea de su fundador de que lo espiritual es superior a lo material, de que la eficacia de un remedio es tanto mayor cuanta menos materia contenga. Que este principio espiritualista carezca de fundamento biológico no preocupa a los homeópatas porque no buscan la verdad sino el beneficio pecuniario.
 
Tampoco el enfermo típico se pregunta si la terapia que le recomendó un amigo tiene fundamento científico: sólo le interesa sanar lo antes posible y al menor costo. Si es pobre y carece de seguro médico, como ocurre con la enorme mayoría de la gente, el paciente con más credulidad que conocimiento tenderá a evitar los procedimientos costosos de la medicina que se practica en los hospitales modernos.

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El paciente de marras olvidará el viejo dicho “lo barato sale caro” y acudirá al primer curandero que le prometa curarlo pronto, sin dolor y con poco dinero. A menudo le irá bien, ya sea debido a lo que los antiguos llamaban “la fuerza curativa de la naturaleza” –la acción del sistema inmunitario– ya al efecto placebo, o sea, la acción benéfica de la creencia sobre el cuerpo. En definitiva, cuando el curandero cura, lo logra merced a poderes naturales y pese a sus propias fantasías infundadas.

Pero la inmunidad y el efecto placebo son impotentes frente a casos agudos de infección bacteriana, como la tuberculosis avanzada, y de males autoinmunes, como la inflamación común y la artritis reumatoide. Por lo pronto, el diagnóstico de tuberculosis puede ser tardío por mera desidia del enfermo, y el de un mal autoinmune suele ser difícil. Pero cuando hay diagnóstico oportuno y certero, la medicina científica suele lograr algo, mientras que el curanderismo agrava involuntariamente el proceso patológico, por dejar que siga su curso.
 
Hasta mediados del siglo pasado, los tisiólogos no podían recomendar sino reposo, higiene y aire puro. De aquí que proliferasen los sanatorios de montaña para tuberculosos pudientes. La primera droga eficaz contra el bacilo de Koch fue el antibiótico estreptomicina, como lo mostró el ensayo aleatorizado exitoso, diseñado y ejecutado en 1946 por el equipo británico dirigido por el eminente bioestadístico Austin Bradford Hill.

Obviamente, este ensayo no se habría realizado si la droga en cuestión no hubiese sido aislada y estudiada tres años antes y si no se hubiera probado en el laboratorio que actúa matando al bacilo en cuestión. Nada de esto hubiera ocurrido sin las investigaciones previas de bioquímicos y bacteriólogos que no miraban a tuberculosos sino a microbios, valiéndose de ideas e instrumentos ajenos al hospital común, en el que no se investiga. En resumen, la quimioterapia fue hija de la investigación básica, no del tanteo a ciegas, por ensayo y error.

El episodio que acabamos de recordar confirma el principio de que las acciones médicas más eficaces son las que se fundan sobre resultados de investigaciones científicas. También refuta la creencia, bastante arraigada, de que el padecimiento de las personas, sus historias de vida y sus circunstancias sólo pueden abordarse desde perspectivas que la ciencia es incapaz de contemplar. Nada más alejado de la realidad. Es necesario tener una idea muy ingenua sobre lo que son la ciencia y la medicina para sostener semejante afirmación. La medicina contemporánea no es una ciencia, porque no busca verdades, pero es científica porque emplea algunas de esas verdades para diseñar y evaluar sus intervenciones.

Incluso los aspectos subjetivos de la existencia, como la angustia, merecen ser abordados mediante estrategias objetivas. Es éste, precisamente, el aspecto más humano de la medicina, que no abordan la biología ni la veterinaria. El ejercicio de una actitud responsable y prudente de cualquier forma de asistencia ante una enfermedad exige saberes que sólo obtiene la investigación científica desinteresada.

Lo demás es, ya dogma infundado, ya improvisación a costillas del enfermo. El método científico ofrece los resguardos que ninguna otra forma de encarar un problema puede ofrecer: conciencia de sus límites y pruebas que demuestren lo que se afirma.

Hay muchos motivos para que se difunda una idea errónea y para que sea aceptada por tantas personas, como es la fe en el curandero. Algunas de ellas son: el analfabetismo científico con el que se construye cierta versión del “sentido común” (doxa) y el interés corporativo de algunas disciplinas que se ejercen sin fundamento científico alguno y que no resistirían las mínimas exigencias de argumentación lógica ni de puesta a prueba que el método científico demanda como requisito indispensable.

Ninguna explicación biológica, por minuciosa que sea, puede dar cuenta de las complejidades del fenómeno de la enfermedad. Los determinantes sociales de la salud y enfermedad configuran tanto sus modos de presentación como su incidencia, prevalencia y las posibilidades reales de acceder a la asistencia o de sostener un tratamiento adecuado. Reconocer estas dimensiones forma parte del abordaje “científico” de la medicina contradiciendo la idea absurda que se difunde acerca de que la ciencia las ignora, las desconoce o las minimiza.

Comprender que la vida humana transcurre en múltiples niveles, desde lo físico a lo social, es un acto científico. Las explicaciones válidas en un nivel pueden no ser apropiadas en otro, incluso pueden resultar contradictorias entre sí.

Articularlas en cada caso individual forma parte de la auténtica tarea del médico.
No es verdad que la medicina niegue esa complejidad. Por el contrario, es precisamente la investigación epidemiológica la que la ha puesto de manifiesto mediante metodologías rigurosas. Las teorías acerca de lo que son la salud, la enfermedad y las terapias no nacen por generación espontánea a partir de una colección de datos empíricos aislados. Son el producto de un riguroso trabajo intelectual que establece relaciones entre ellos y busca datos que corroboren o refuten sus hipótesis, desde el origen de una enfermedad hasta los mecanismos que explican el éxito de algunas terapias y el fracaso de otras. La salud es demasiado valiosa para entregarla a charlatanes o mercachifles.

Médico cardiólogo y escritor.*
Físico, filósofo y epistemólogo argentino.**