Vivió más de ochenta años, una excepción para una época en la que una leve enfermedad conducía irremediablemente a la muerte. Nació en el Perú y el destino hizo que sus últimos días fueran en Buenos Aires. La mitad de su vida estuvo preso. Parece increíble pero sufrió en carne propia los mismos castigos que durante todo el siglo XX practicaron las sucesivas dictaduras militares de una Latinoamérica ya emancipada de Europa. Fue secuestrado y detenido sin causa, torturado, vejado, su casa saqueada, desterrado y preso en el cadalso de sus torturadores. Todo por el simple hecho de haber sido el hermano menor de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, el líder rebelde descendiente de la dinastía incaica, quien en 1780 sublevó a su pueblo contra el abuso de la corona española y el de sus despiadados hombres armados.
Juan Bautista Túpac Amaru, de él se trata, había nacido en Tungasuca, provincia de Tinta, Perú. Era descendiente en línea directa del último inca, Felipe Túpac Amaru, ajusticiado por el virrey Francisco de Toledo en la plaza mayor de Cuzco en 1572. Seis meses después de la sublevación de 1780 casi toda la familia Túpac Amaru fue asesinada como venganza a excepción de Juan Bautista, su madre, su esposa, y un tío de 127 años, que fueron apresados y llevados a España. La persecución fue impiadosa a pesar de que no pudieron vincularlo en forma directa al movimiento armado. Juan Bautista fue una de las personas de confianza que acompañó a su hermano en todas las expediciones siéndole de asistente y hasta llevándole la cama. Pero nunca tuvo mando de tropa y menos de armas. Igual, los españoles lo acusaron de complicidad con su hermano “traidor”. El visitador general José Antonio Areche lo condenó a “doscientos azotes, que le serán dados por las calles públicas de la ciudad, y a diez años de destierro al Castillo de San Juan de Ulúa en el reino de Nueva España, a servir a ración y sin sueldo en las obras públicas”.
A partir de ese momento, empezó el drama que le consumió la mitad de su vida. Junto a un centenar de compañeros fue encadenado y llevado por tierra hasta Río de Janeiro, donde los embarcaron rumbo a España en los buques El peruano y San Pedro Alcántara. Eran momentos en los que la corona estaba en plena guerra con Inglaterra. Cada vez que había peligro de enfrentamiento naval, Juan Bautista era atado casi desnudo al palo mayor de la nave, donde sufría el golpe constante de las olas, calor, frío, sed y hambre. La caída por una escotilla le produjo la fractura de dos costillas, dolor que pudo aliviar con algo de alquitrán que consiguió del calafateador del barco.
El torturador periplo de diez meses y once días terminó en Cádiz, desde donde fue trasladado al castillo de San Sebastián. Ingresó solo, casi desvanecido, sostenido de los brazos por soldados. El calabozo era de piedra y estaba muy húmedo. Las puertas dobles; sobre una tarima, que hacía de catre, estiró una piel de oveja y apoyó un saco con sus andrajos. Había un centinela en la puerta, otro asomaba por un diminuto agujero cruzado por un hierro que hacía las veces de ventana, y un tercero se ubicó en el techo. Era el preso político de mayor valor para la corona, por eso lo tenían bajo estricto control. Allí soportó en condiciones extremas tres años y tres meses, hasta que el rey Carlos III dispuso distribuir a los presos americanos en distintos puntos del interior del reino. A Juan Bautista lo embarcaron hacia la isla de León. Luego fue llevado a Santi Petri para, finalmente, ser alojarlo en la cárcel de Ceuta el 16 de junio de 1788.
El candidato. La rebelión Inca José Gabriel tuvo una gran repercusión en Hispanoamérica y en especial en los grupos que empezaban a movilizarse para lograr la emancipación del poder europeo. Lo que fue un rumor al principio se transformó en una verdad creída por todos: en España estaba vivo el último descendiente de Túpac Amaru. Eso animó a Manuel Belgrano, luego apoyado entusiastamente por José de San Martín, Martín Miguel de Güemes y otros diputados, a llevar la propuesta al Congreso de Tucumán de restaurar la monarquía incaica en las Provincias Unidas de Sudamérica, con capital en Cuzco. Era un intento para consolidar la identidad americanista ante la creciente anarquía interna y una inminente reofensiva del imperio español con el objetivo de sofocar toda sublevación. El Congreso la aprobó por aclamación.
Luego de declarada la Independencia el 9 de Julio, el día 27 Belgrano se dirigió al Regimiento de Milicias: “He sido testigo de las sesiones en que la misma soberanía ha discutido acerca de la forma de gobierno con que se ha de regir la Nación, y he oído discurrir sabiamente a favor de la monarquía constitucional, reconociendo la legitimidad de la representación soberana en la casa de los incas situando el asiento del trono en el Cuzco, tanto, que me parece se realizará este pensamiento tan racional, tan noble y justo, con que aseguraremos la losa del sepulcro de los tiranos”. En el mismo sentido se expresó Güemes al escribirle una carta fechada el 6 de agosto: “Si éstos son los sentimientos generales que nos animan, con cuánta más razón lo serán cuando, reestablecida muy en breve la dinastía de los incas, veamos sentado en el trono y en la antigua corte de Cuzco al legítimo sucesor de la corona”. La ofensiva monárquica fue desbaratada cuando el poder porteño logró llevar las sesiones del Congreso tucumano a Buenos Aires. Nacieron así las bases para organizar a las Provincias Unidas del Río de la Plata como una República regida por una Constitución.
Libre a Bs.As. En 1820, las cortes españolas decretaron la libertad de todos los americanos presos por razones políticas. Durante dos años, se le negó a Juan Bautista el derecho a ser libre usándose toda clase de trabas y hasta con pedidos de sobornos. Recién el 3 de julio de 1822 logró subirse al primer barco que pudo con destino a América, y así llegó al puerto de Buenos Aires el 15 de octubre. Aquí fue recibido por un ex compañero de cautiverio: Juan Bautista Azopardo, un senegalés héroe de la resistencia de las invasiones inglesas que fue herido y tomado prisionero en 1811 en el Combate de San Nicolás tras enfrentar a la escuadra realista. Se conocieron en Ceuta y se hicieron amigos. Azopardo, quien había sido liberado en 1820, fue el primero que intercedió ante Bernardino Rivadavia, entonces secretario de Gobierno del gobernador Martín Rodríguez, para que se le diera protección. A los siete días de su arribo, el anciano inca presentó un pedido al gobierno para que le diera alojamiento y medios de vida hasta tanto pudiera regresar al Perú. Dos días después, se firmó el decreto por el cual se le facilitó una vivienda y treinta pesos mensuales como pensión. Vivió hasta su final en una casa ubicada en lo que hoy es Corrientes y Cerrito.
En la primera hoja del libro inaugural de registros del Cementerio de la Recoleta se puede leer una escueta línea de tinta lavada que dice que el cuerpo sin vida de Juan Bautista Tupamaro ingresó allí el 2 de septiembre de 1827. Y ahí permanecen aún sus restos en algún lugar indescifrable. Su espíritu errante debe discurrir entre los laberintos y callejones de ese lugar poblado por otros tantos que hicieron nuestra historia común.
*Periodista y escritor