La parábola descripta por el kirchnerismo en el área de la Justicia se extiende desde su momento más luminoso –los nombramientos nuevos en la Corte, apenas luego de su llegada al poder–hasta los estropicios realizados recientemente en torno a las últimas designaciones y subrogancias –que acompañan a su momento más oscuro, casi enfermizo. No se trata, sin embargo, que desde entonces a hoy la trayectoria del kirchnerismo se haya ido opacando: el declive fue absolutamente abrupto, drástico, luego de un brevísimo destello, en su mismo comienzo.
Ese primer, luminoso instante, encontró su punto más alto en junio del 2003, con el decreto 222, mediante el cual el Gobierno ató su propias manos para abrir el proceso de designación de los nuevos jueces a la sociedad civil. Desde aquel momento, cada gesto significativo del Gobierno estuvo destinado a someter o colonizar a la Justicia. Pero es importante no pasar por alto lo ocurrido entonces, por lo menos por dos razones. Dicho gesto –que apareció cuando el Gobierno, con razón o no, se sintió políticamente más débil– demostró, en primer lugar, que no es cierto que la sociedad no esté preparada o sea resistente al cambio institucional: amplísimos sectores de la sociedad mostraron entonces que estaban más que dispuestos a involucrarse, y aún a propiciar reformas, también en el ámbito de la Justicia. Ello, en la medida en que pudiera ver en los cambios promovidos intentos creíbles por mejorar el sistema institucional existente, y no una mera treta de parte de quien está en el poder para tomar ventajas indebidas. Recuérdese, en este sentido, que en el 2003 la reforma judicial fue auspiciada y promovida por una coalición de ONGs, que trabajaron en conjunto para la firma e implementación del decreto 222.
En segundo lugar, aquella inicial reforma demostró que no es creíble el discurso del oficialismo, conforme al cual la “corporación judicial” bloquea e imposibilita cualquier intento de reforma en el ámbito de la Justicia, con el objeto de mantener sus propios privilegios. Lo cierto es que una iniciativa como la reflejada en el decreto 222, que implicó, también, transferir poder desde el aparato institucional hacia la sociedad civil, fue apoyada y tomada con beneplácito por la vasta mayoría de la comunidad jurídica. El oficialismo de hoy puede decir, contra ello, que “la reforma sólo fue posible por el momento extremo que se vivía entonces, luego de la crisis del 2001, y dado el nivel de desprestigio que afectaba entonces al Poder Judicial.” Pero esta explicación, además de improvisada y oportunista, tampoco es cierta: la clase política de aquel entonces –hundida en el desprestigio y la crisis– fue capaz de rechazar cambios que el Poder Judicial, mientras tanto, no resistió sino que por el contrario avaló. Esto es decir, la coyuntura de la crisis no impidió sino que ayudó a que determinados sectores –por ejemplo, de la política– resistieran reformas que en el Poder Judicial, en cambio, avanzaron.
Por lo demás, la visión conforme a la cual la “corporación judicial” impide todo tipo de cambios en el área peca por basarse en una reconstrucción entre ingenua y boba de la Justicia. Y ello, no porque no exista algo así como la “corporación judicial,” sino porque ella no se asemeja a la caricatura con que se la describe, al menos en dos aspectos cruciales. En primer lugar, la “corporación judicial” refiere a funcionarios atados a sus viejos privilegios, y resistentes a perderlos, pero tales funcionarios aparecen en todos los estamentos de la Justicia, e incluyen tanto a aliados como a enemigos del Gobierno. De hecho, la mayoría de los aliados del Gobierno en el ámbito de la Justicia –casi todos inscriptos en “Justicia Legítima”– podrían ser perfectamente descriptos como parte de la “corporación judicial”: ganan sueldos extraordinarios, gozan de privilegios que no se animarían a confesar en público, y luchan por todos los medios para no perderlos (en la Justicia Federal, en los tribunales superiores, en la Procuración). En segundo lugar, es falso que la Justicia en general, o la “corporación judicial” en particular, se movilice ciegamente –como un gigante tonto– contra todo cambio, por algún rapto de conservadurismo extremo –como si “la corporación” fuera equivalente a “la derecha.” En absoluto: la “corporación” está en contra de los cambios capaces de privar a sus miembros de los privilegios de los que hoy gozan. Lo demás, la tiene básicamente sin cuidado.
Un gran ejemplo que nos permite entender mejor todo lo dicho hasta aquí –y reconocer las continuidades existentes entre el 2003 y hoy– es el caso, muy reciente, de la “democratización de la Justicia.” Aquel paquete de reformas, presentado a comienzos del 2013, no sólo resultó irritante por la habitual mentira oficial con que fue presentado (el Gobierno, como suele ocurrir, invoca en su discurso un valioso ideal –en este caso, la “democratización”– que luego niega o contradice en cada una de las medidas que toma en la práctica). La proclamada “democratización de la Justicia” resultó indignante porque existían, en los hechos, una gran cantidad de medidas que sí podían promoverse para ayudar (como ayudaron en Colombia o Costa Rica, para tomar casos cercanos) a acercar la Justicia al “pueblo” (piénsese, por ejemplo, en cambios como los operados por la creación de la tutela en Colombia, u otras herramientas orientadas a facilitar el acceso de los ciudadanos más pobres a la Justicia; bajar los costos del litigio; ampliar la legitimidad o standing para litigar; terminar con formalismos; etc.). La “corporación judicial” no se opuso a la aparición de este tipo de medidas, en América Latina, y tampoco hubiera sido esperable que lo hiciera aquí: lo que la “corporación” resiste son otro tipo de medidas (simbolizadas en el pago de ganancias), que tocan directamente los bolsillos y privilegios de sus miembros.
A pesar de lo dicho, la “excusa” de la “corporación judicial” sirvió para calmar la conciencia de los miembros de Justicia Legítima y otros sectores afines al Gobierno, dentro de la Justicia, y sobre todo, para proveer de respaldo a conductas de otro modo incomprensibles: se trataba (conforme al discurso auto-justificatorio oficial) de ayudar al Gobierno a “juntar fuerzas” para enfrentar a la “corporación judicial”.
El otro gran dispositivo ideológico de la época –la otra gran excusa dentro de los ideológicamente muy pobres aparatos ideológicos del Estado– tuvo que ver con la dicotomía “poder político” - “poder económico.” El oficialismo en la Justicia aceptó enterrar los principios y entregar el alma, avalando crímenes de todo tipo, bajo el amparo de la batalla fundamental (ya no sólo contra la “corporación” sino, sobre todo) contra el “poder económico concentrado.” Esta fue la gran excusa –la definitiva– que sirvió para justificar hasta lo inverosímil: fiscales aguerridos no en la lucha contra la impunidad del poder, sino con el objeto de asegurar la impunidad del mismo (lo que algunos fiscales hicieran a favor de la impunidad del vicepresidente pasará a la historia de la vergüenza legal del país); tribunales, aún en sus instancias superiores, que inexplicablemente cerraron causas, sobreseyeron o archivaron denuncias relacionadas con el funcionariado kirchnerista; jueces que aseguraron la impunidad del Gobierno aún frente a los casos más emblemáticos, imperdonables, de la actual corrupción estructural (desde el asesinato de Mariano Ferreyra, a las causas relacionadas con la efedrina o la masacre del Once).
El recurso ideológico de la batalla contra el “poder económico” cumplió su cometido, a pesar de la extrema pobreza de sus fundamentos. Y hablo de la pobreza de esta excusa porque ella pudo tener algún sentido (referirse a algún “significante real”) décadas atrás, cuando se asumía, con o sin razón, la existencia de una separación drástica entre lo público y lo privado. Pero hace tiempo que tal distinción no habla más de nuestra realidad. Hoy por hoy, al gran poder privado no le interesa la administración plena de áreas económicas riesgosas o capaces de insumir ingentes costos. Para cubrir los riesgos o pagar los costos está el Estado, y es por eso que los grandes negocios de la década se vinculan con asociaciones entre Estado y empresas privadas, que el presidente Kirchner supo visualizar y operativizar con maestría.
Como era previsible, la vinculación Estado-sector privado para hacer negocios trajo consigo una catarata de agravios hacia el derecho (negociaciones incompatibles; defraudaciones al fisco; abusos de poder; licitaciones ilegales; falseamiento de documentos; etc.) que exigieron a su vez la presencia de un intenso activismo legal en resguardo del crimen. Allí, los aparatos ideológicos del Estado dieron su presente con fuerza. Dentro del ámbito del derecho, Justicia Legítima sirvió, muy por encima de todo, para legitimar y hacer legalmente posibles tales desfalcos. En los hechos –y digan lo que digan sus adherentes de buena fe, que los hubo– Justicia Legítima trabajó intensamente para justificar todo lo que el Gobierno necesitó justificar, y más todavía (notablemente, el CELS llegó a presentar críticas que Justicia Legítima acalló y no se animó siquiera a citar). El discurso fue siempre “hacemos esto en nuestra pelea contra el poder económico; sostenemos al Gobierno porque el poder económico quiere terminar con él.” Los miembros de Justicia Legítima nunca quisieron reconocer los fortísimos lazos que unían al Gobierno que defendían con el poder económico que denunciaban. Sus integrantes –con asombrosa tranquilidad ideológica– se dedicaron entonces a avalar la corrupción descomunal que en los 90 los llenaba de indignación, caras de horror y espanto.
Dentro del Poder Judicial, el “servicio de limpieza” al Gobierno no resultó complicado. Por un lado, la “corporación judicial” se mueve siempre a partir de una mezcla de ambición y miedo, por lo que el silencio siempre fue un elemento dado, predominante, dentro de los estamentos judiciales. Por otro lado, el Gobierno apeló a algunos instrumentos de control adicionales, comunes en otros gobiernos. Típicamente, utilizó pagos extraordinarios y sobresueldos; junto con el manejo de ascensos y premios. En todo caso, fue tal la desesperación del kirchnerismo por asegurar su impunidad, que recurrió al menos a tres estrategias adicionales, que se convirtieron desde entonces en marcas de época. Primero, y casi desde un comienzo, el kirchnerismo asaltó el Consejo de la Magistratura a través de sucesivas reformas que le permitieron ganar control sobre el mismo para así obtener poder de amenaza sobre los jueces (herramienta decisiva y fatal, justamente, en el marco de un poder definido por el miedo). En segundo lugar, el kirchnerismo utilizó –abiertamente y sin vergüenza alguna– a los servicios de inteligencia, para controlar a jueces y fiscales. A través de la caja negra de los servicios, ganó por un lado el poder de dar premios pero, por sobre todo, quedó en control de un decisivo poder de castigo. Finalmente, el Gobierno trabajó intensamente en la “construcción de la irregularidad” –lo que explica los últimos sucesos en torno a las famosas “subrogancias”: el kirchnerismo se ocupó de tener la mayor cantidad posible de miembros de la Justicia en situación irregular, con el objeto de bloquear en ellos su derecho de queja. El mensaje fue: que ningún miembro de la Justicia, entonces, se anime a levantar un dedo contra el Gobierno, porque en ese caso el Gobierno lo demolerá (o expulsará) denunciando las irregularidades que afectan su estatus.
Qué podemos esperar para el futuro, a partir de todo lo dicho? Las motivaciones básicas de la Justicia (la ambición y el miedo) van a mantenerse, con los penosos riesgos y las previsibles consecuencias que tales motivaciones conllevan. Algunas herramientas de control adicionales (sobresueldos y ascensos) posiblemente también persistan, con sus consiguientes males. Es previsible, por lo demás, que algunas de las causas principales de la dependencia judicial desaparezcan (idealmente, el uso infame de los servicios de inteligencia para controlar la Justicia). Es imaginable, asimismo, que el falseamiento ideológico que hoy predomina se diluya en el corto plazo (con lo cual no desaparecerán ciertos conflictos de fondo, pero sí ciertos irritantes discursos). En definitiva, es dable esperar que la situación de conflicto o “alerta roja” entre Gobierno y Justicia –propia de este tiempo– se termine, pero que a la vez se mantenga el daño estructural, más duradero, sobre el principal sistema de control al Gobierno.