Una necesaria premisa impone aclarar que cuando se habla de democracia y de Iglesia, se hace referencia a una multiplicidad de facetas. ¿Por qué? Porque por democracia no todos entendemos lo mismo; y la diferenciación más importante pasa por la acepción de una forma directa o a veces populista del ejercicio del poder de las mayorías; y otras veces, por el complejo entramado republicano de las democracias representativas. Tampoco todos entendemos de igual manera el concepto de Iglesia: podría hablarse más estrictamente de la jerarquía y su esquema de gobierno o de “pueblo de Dios”, de la colegialidad y la comunión. Además, algunos privilegian el sentido verticalista de la estructura y otros su horizontalidad; y se derivan visiones muy diferentes. Porque se dan casos de personas de la base que son conservadoras y obispos que son progresistas.
Se llega a las elecciones del 30 de octubre de 1983 y triunfa, para sorpresa de muchos, el radical Raúl Alfonsín. No pocos analistas políticos afirmaban, sin mayores dudas, que en un ejercicio libre del acto eleccionario siempre ganaría el peronismo. Se trataba de una suerte de dogma sociopolítico, y de actitud fatalista. Recuerdo que aquel extraño historiador y político que fue Jorge Abelardo Ramos (rara cruza de anarco-trotskista y nacional-peronista) sostuvo hasta la misma noche del recuento que sólo la maldad de los militares podía retrasar la noticia del triunfo de la fórmula Luder-Bittel, porque era claro que, habiendo más pobres que ricos en el país, no podía vencer sino el peronismo. Otro dogma. También deben haber pensado lo mismo los militares del proceso ya que habían acordado con Italo Luder una salida que no los complicara con juicios por atropellos a los derechos humanos.
De todas maneras, se llega a las elecciones de finales de 1983 (Alfonsín asume el 10 de diciembre y se dirige a la enorme concentración popular en la Plaza de Mayo desde el balcón del Cabildo de Buenos Aires: había ganado con el 51,7% de los votos frente al 40,1% del peronismo). Los justicialistas, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, habían hecho una campaña con rasgos violentos y autoritarios que podían recordar los años de la dictadura que se querían dejar atrás.
Desde el golpe militar del 24 de marzo de 1976 se había vivido en el país un clima de alta tensión y de grave desinformación, al mismo tiempo, lo cual hizo posible que muchas personas ignoraran la magnitud del terrorismo de Estado implementado por la Fuerzas Armadas. Pero hay que señalar también que en los años anteriores la violencia guerrillera y los enfrentamientos entre la así llamada izquierda peronista (Montoneros y, en parte, el ERP) y el peronismo histórico o la derecha peronista (cuya expresión más violenta condujo José López Rega, ministro dilecto de Juan Domingo Perón y luego protector de Isabelita) habían colocado a las instituciones en un callejón sin salida. Como observaba Beatriz Sarlo, en los años 70 se era de izquierda o de derecha, pero no interesaba la democracia.
Monseñor Jorge Casaretto, obispo emérito de San Isidro y una de las figuras más activas en el diálogo entre la Iglesia y la política en nuestro país, da testimonio del variado panorama precedente de los católicos argentinos, en las décadas del 50 y del 60: “En mi vida he conocido católicos con una fuerte tendencia nacionalista, católicos así llamados ‘tercermundistas’, católicos filomarxistas y católicos con una fuerte impronta democrática”. Reconoce que estos últimos no eran los más.
La democracia republicana. Reflexiona Diego Botana –uno de los editorialistas políticos de la revista Criterio– sobre los primeros años del gobierno de Alfonsín: “La vuelta a la democracia encontró a la Iglesia Católica con pocas herramientas para hacer frente a la vida republicana. La manera en que se desenvolvió durante el proceso, sumado a su identificación con ciertas corrientes ideológicas imperantes en el siglo XX, hicieron que su adaptación al cambio no fuera inmediata. Las excepciones a esta situación existieron y eran muy valientes. Pero no dejaron de ser excepciones. Si bien pastoralmente, y con alguna lentitud, la Iglesia volvió a tener presencia entre los más pobres mediante la misión, el trabajo pastoral y la reinserción en el mundo de las villas de emergencia, de algún modo le costaba aceptar el diálogo en un mundo plural como es el que genera la democracia republicana”.
En temas como la educación, la identidad católica de nuestro pueblo o el sustento económico del Estado, la jerarquía nunca cejó en la reivindicación de lo que consideraba sus derechos y sus privilegios. El historiador Roberto Di Stefano ha escrito páginas esclarecedores al respecto. En efecto, el jesuita Ignacio Pérez del Viso observa que si se conmemoran los treinta años de democracia convendría considerar tres áreas de conflicto: la política, la social y la cultural. En la primera, se advierte la falta de empatía del clero con Alfonsín (siempre mayoritariamente peronista y reacio a las ideas republicanas), la significación histórica y moral del Juicio a las Juntas Militares y, finalmente, la breve Mesa del diálogo en la crisis del 2001-2002. En lo social, además de la acción directa de Cáritas, cabe señalar el trabajo del Observatorio de la deuda social de la UCA, la valiente denuncia del flagelo de la droga, la defensa de los migrantes y la acción de los curas villeros. En lo cultural, los conflictos con las leyes de divorcio, de matrimonio homosexual o en los proyectos de aborto (que Menem denegó más por especulación política que por convicción) aportaron rispideces.
Iglesia y comunidad nacional. Lo cierto es que esa Iglesia argentina que trataba de adaptarse a la democracia republicana, no sin contradicciones y contramarchas, alcanza ya en 1980 un documento que sorprende: Iglesia y comunidad nacional (más allá de las marcadas ambivalencias que persisten, sustancialmente por la imposibilidad de conciliar la pretendida e irreductible identidad católica de la Argentina con la Constitución y el anhelo republicano). Recuerdo que el obispo de Quilmes y luchador por la defensa de los derechos humanos en plana dictadura militar, Jorge Novak, me confesó que todos los obispos estaban extrañados, como preguntándose quién los había iluminado para escribir esa defensa de la política y de la democracia cuando todavía “las urnas estaban bien guardadas”, en expresión del nefasto Emilio Massera. No se puede ignorar que, durante la dictadura militar, en la jerarquía católica hubo una “mayoría silenciosa”, ciertos hombres que denunciaron la injusticia y el atropello como verdaderos profetas y corrieron el riesgo de los mártires (piénsese en el arzobispo de Santa Fe, Vicente Zazpe, o en el obispo de La Rioja, Enrique Angelelli), y otros que apoyaron directa o indirectamente el golpe y la tortura, especialmente entre los obispos castrenses como Victorio Bonamín, el de Paraná, Adolfo Tortolo, o el de La Plata, Antonio Plaza.
Como muy bien observa el teólogo Gustavo Irrazábal, en un excelente trabajo de investigación y reflexión, para explicar los cambios en la concepción política de los obispos argentinos: “No bastaría remitirse sin más a la evolución (también lenta y trabajosa) del magisterio universal, ya que, sin negar su influencia, es claro que los tiempos de la Iglesia argentina fueron otros, y que la opción por la democracia expresada por Pío XII en el radiomensaje de 1944 y por Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris, sólo encontró eco en el magisterio local en 1981, con Iglesia y comunidad nacional. Pero este dato no hace sino profundizar el interrogante: ¿cómo fue que la Iglesia argentina logró vencer sus arraigados prejuicios antidemocráticos, para dar ese paso decisivo (aunque no final)?”. Y prosigue Irrazábal: “La Iglesia en el Río de la Plata estaba ya familiarizada con algunos elementos de la democracia a través de la doctrina de la escolástica española, y sobre todo, la de Francisco Suárez. A través de éste, recibieron la idea de la soberanía del pueblo, que éste recibe de Dios y transfiere mediante un pacto bilateral a su gobernante, sin perder la titularidad de la misma, pudiendo reclamarla nuevamente para sí en casos extremos. También, aunque en mucha menor medida, la Iglesia local conoció ideas de la tradición republicana, que estuvieron presentes en los católicos en general, y en los clérigos que participaron en los diferentes intentos de organización nacional, hasta la Constitución de 1853”. Pero advierte que: “Esta segunda corriente, proveniente de la ilustración europea, fue siempre más débil que la primera, lo que permite explicar por qué la Iglesia argentina tradicionalmente no vaciló en apoyar regímenes autoritarios, con tal que gobernaran para el bien común y reconocieran a la religión católica y a la Iglesia su lugar central y preeminente en la sociedad, ni en oponerse a regímenes constitucionales que no cumplieran con lo uno y lo otro. Y la tendencia a aliarse con los primeros puede explicarse por el hecho de que fueron los gobiernos dictatoriales los que más se apoyaron en la Iglesia para suplir su déficit de legitimidad, y quienes a cambio le ofrecieron más ventajas y garantías para desarrollar su misión propia”.
Otras voces. Quizá obispos como Jaime de Nevares, Jorge Novak, Vicente Zazpe, Alberto Devoto, Jerónimo Podestá y Juan José Iriarte, entre otros, marcaron rumbos en este sentido, no exentos de cierta tentación caudillesca en algunos casos, fiel a esa tradición poco republicana antes descripta. Insiste el presbítero Jorge Oesterheld, vocero de la conferencia episcopal, en que conviene siempre distinguir entre la realidad de una diócesis y otra, y sobre todo entre ámbitos rurales o urbanos, independientemente de la palabra de ciertos documentos. Subraya que a partir del documento de Aparecida, cuyo presidente de la comisión redactora fue Jorge Bergoglio, “la misión continental de la Iglesia desplaza su eje hacia lo pastoral, aunque no esté del todo claro cómo llevarlo adelante”. Porque, la discusión sobre la cultura y el papel de los medios de comunicación no pasa a veces de frases hechas y lugares comunes, cuando todos sabemos que son puntos clave para una Iglesia viva que pueda aportar su servicio a toda la sociedad. No hay que volver a caer en la tentación de pretender una Iglesia que pretenda influir más que servir.
Y Alejandro Frere, director de la revista Ciudad nueva, finalmente agrega: “El trabajo silencioso del cardenal Bergoglio durante los últimos años, en especial frente a los enfrentamientos políticos con ciertos grupos, y antes los cuales él se negó a caer en la mera confrontación, fue de vital importancia para que la Iglesia argentina pudiera encontrar un lugar en la sociedad no ya como ‘la voz o la reserva moral’ del país, sino como el pueblo de los humildes que colabora en la construcción de una sociedad más pluralista”.