ELOBSERVADOR
paraiso e infierno

Lampedusa: la puerta (cerrada) de Europa

Un viaje por la isla italiana en la que muchos inmigrantes murieron. Un lugar de enorme belleza, donde suceden historias de terror casi cotidianamente.

Simbolo. La “Puerta a Europa”, que miles de refugiados no pueden franquear.
| Gentileza autora

Desde Lampedusa
Lampedusa es un pedazo de paraíso en medio del Mediterráneo. Una isla al sur del sur, que ya forma parte de Africa pero donde se encuentra –curiosidades de la geopolítica– el monumento a la Puerta de Europa. Una puerta a ese “continente prometido” que está más tiempo cerrada que abierta: el mapa puso a Lampedusa en un lugar que siempre fue encrucijada de culturas, pero que hoy resulta particularmente incómodo. Nino Taranto, que preserva la historia local desde la sede de la ONG Archivio Storico Lampedusa en Via Roma –la calle principal de la isla, tan desierta en invierno como animada en verano– recuerda que “Lampedusa fue siempre una isla-encrucijada. Las poblaciones que históricamente se desplazaban desde Africa pasaban por las islas, no es nada nuevo en la historia. Lo mismo hicimos nosotros cuando fuimos a América en busca de un futuro mejor. Lampedusa siempre fue el límite entre el mundo cristiano y musulmán. Es un punto de contacto, de cercanía. Era como un puerto franco: gente que al reunirse lejos de la isla se hubiera matado, al llegar, convivía. Hay una gruta donde vivía un eremita, que hace ya siglos estaba dividida en dos: una medialuna musulmana de un lado, una cruz cristiana del otro. Es un ejemplo de tolerancia religiosa, aunque otros lo ven como oportunismo; el eremita al fin y al cabo tenía que sobrevivir y acomodar a todos, llegara quien llegara”.
La isla cautivó a Domenico Modugno, que cuando nadie venía a este peñasco de pescadores se construyó una casa en la que hoy se considera la más bella playa del mundo: la Spiaggia dei Conigli, un rincón de agua transparente y acantilados perfumados con tomillo salvaje. Nel blu, dipinto di blu.
Pero Lampedusa es también un pedazo de infierno. Si uno no es turista, si uno no es pescador –como la familia de Filippo, el protagonista del poético film Respiro, de Emanuele Crialese, filmado en esta isla– ni vive de la gente que llega para la breve temporada de verano, es probable que uno sea un inmigrante. Y es entonces cuando Lampedusa muestra su otra cara.

Cementerios. En Lampedusa hay dos cementerios, o mejor dicho, tres. El de las personas, donde reposan los parientes de Carmelo, chofer devenido en guía turístico, con quien damos una vuelta a la isla una tarde de fin de primavera, cuando el mar ya resplandece con todas las variantes del turquesa. El mismo cementerio donde descansan –si cabe– los anónimos inmigrantes que hallaron la muerte en el mar. Son cientos, miles en los últimos años, pero aquí hay unas pocas tumbas desangeladas, con flores marchitas y resignadas. El otro cementerio es el de los barcos: son las embarcaciones precarias con que cientos de desesperados se lanzan al mar, traficantes de personas de por medio, en busca de llegar a Europa. La Justicia secuestraba esos barcos y los amontonaba aquí donde están hoy, a pasos del municipio. Hoy los hunden en el mar. Quizá porque ojos que no ven, corazón que no siente. A diferencia de la gente anónima sepultada en el cementerio, los barcos sí tienen nombre: a veces en árabe, a veces con la pintura desvaída por la intemperie, pero un nombre al fin. Y el tercer cementerio, claro, es el Mediterráneo, la tumba que ahoga la voz de cientos de desesperados.
De esos barcos, hoy amontonados en el puerto, hasta hace algunos años desembarcaban los inmigrantes: donde podían, a veces en las mismas playas turísticas que para otros simbolizan el sol y la despreocupación. Desde hace pocos años, en cambio, la Guardia Costera los “ataja” en el mar y los lleva al puerto para una operación de desembarco controlado, que ya es rutina. La nave amarra y la esperan los servicios de emergencias, las organizaciones humanitarias, la prefectura, los periodistas y también los curiosos. En rápida sucesión, los médicos les miran las manos y les levantan mecánicamente las remeras en busca de síntomas de enfermedades contagiosas. La gente se ve demasiado agotada como para sentir humillación: desfallecientes, a veces no pueden ni aceptar el agua que les ofrecen los voluntarios porque sus estómagos debilitados devuelven hasta los alimentos vitales.
Desde allí son llevados a un centro de acogida. “Deben permanecer 72 horas, pero si por mal tiempo no puede salir la embarcación hacia Sicilia, y no enviaron un avión, no pueden salir. Y cuando es verano, en realidad, se trata de que no salgan”, dice don Giorgio Casula, el vicepárroco de Lampedusa, precisando que los representantes de la Iglesia no pueden entrar al centro a brindar asistencia. “Lo debe autorizar el prefecto, y es difícil. Los ayudamos cuando salen, si podemos les damos tarjetas telefónicas”, precisa el cura, que además plantea el lado lingüístico del problema: “No hablamos de sbarco (desembarco). Hace pensar en un clandestino que está invadiendo. Preferimos hablar de approdo (arribo, llegada)”.
Para Giacomo Sferlazzo, que desde un local aún destartalado sobre el puerto está organizando el futuro museo de Porto M –donde se exhibirán en el futuro objetos abandonados y recuperados en las barcazas de inmigrantes– no se trata, sin embargo, de una cuestión lingüística sino política. “Nosotros no jugamos con el sentimentalismo”, advierte frente a una estantería donde se ve un Corán, una olla abollada, un paquete de pasta, objetos cotidianos fuera de contexto. “Para nosotros los objetos deben ser algo vivo, algo que debe impulsar a reflexionar sobre aquello que lleva a la gente a irse. Lamentablemente, Lampedusa se transformó en un territorio militarizado. Donde antes había un muelle para ir a pescar, ahora hay un alambre tejido y es zona de exclusión”.
Giacomo, como toda la gente en Lampedusa, tiene bien presente también la llegada del papa Francisco en ese primer viaje fuera de Roma que dio la vuelta al mundo. En un impulso con ribetes de carácter argentino, después de la enésima tragedia en el mar, Bergoglio se tomó un avión y se bajó en Lampedusa a llorar a los muertos. Hoy su imagen se replica en todos los negocios de souvenirs de la isla, y también la alcaldesa Giusi Nicolini –que lo recibió en aquella ocasión– recuerda su visita como un hito. “Hay que dejar de pensar que la amenaza a Europa llega desde Africa, a través de Lampedusa. Es un falso problema, creado para legitimar políticas de clausura que no tienen sentido”, asegura Nicolini.
La visita de Francisco, aunque ayudó a visibilizar el drama, no cambió gran cosa. Giacomo Sferlazzo y sus compañeras de Porto M, Annalisa y Francesca, se lo esperaban: “Para nosotros la visita forma parte de un discurso general sobre Lampedusa como pueblo modelo, como un pueblo acogedor, con una alcaldesa heroína. En realidad –ironizan– extrañamos a Ratzinger, que era ‘fabulosamente el enemigo’. Viniendo a Lampedusa, Francisco demostró que es mucho más político que Ratzinger”, agregan los creadores del futuro museo, instalados en el antisistema y subrayando que “mucha gente estaba emocionada, creía que iba a cambiar todo después de su visita. Pero nosotros ya sabíamos que no iba a cambiar nada”.
El Papa llegó y se fue. La Unión Europea está debatiendo una misión militar en el Mediterráneo, aquel Mare Nostrum del que hoy bien podría decirse que “es ancho y ajeno”. Y los lampedusanos siguen sobreviviendo en su isla, privilegiada por la naturaleza pero no por la historia, preocupados por una vida cotidiana que plantea desafíos más allá de la inmigración: aquí el agua potable llega en naves cisterna; el combustible cuesta más que en cualquier otra parte de Italia; los pescadores pagan más caro el traslado de su pesca para ser vendida a Sicilia; para cualquier trámite hay que ir a Agrigento, y si hay viento, el ferry no sale. “El único niño que nació aquí el año pasado fue el hijo de una inmigrante. Las mujeres ya no pueden tener a sus hijos en la isla porque no hay dónde: entonces van a Sicilia, asumiendo un costo que llega hasta los 15 mil euros. Son los problemas de la insularidad”, dice Nino Taranto. Detrás de sus palabras, la realidad evoca la
ficción: en Terraferma, que Crialese filmó en la vecina islita de Linosa como continuación de Respiro, una inmigrante da a luz a escondidas mientras intenta reconstruirse una vida a espaldas de los controles migratorios. El final de la película se sabe; el de la realidad, todavía no.