¿Qué se sentirá ser hijo de un militar en actividad durante la dictadura? ¿Qué sucedía dentro de sus hogares? ¿Se hereda la culpa de lo que hicieron los padres? Héctor Bravo, médico psiquiatra; y María José Ferré y Ferré, psicóloga, intentan responder estas preguntas. Después de trabajar quince años con hijos de militares activos entre 1976 y 1983 se proponen analizar las consecuencias psíquicas y sociales en esos hijos: síntomas físicos, transgresiones e identificaciones con el agresor y las víctimas.
Bravo y Ferré y Ferré recibieron a PERFIL en su casa de Congreso. Los terapeutas se sentaron en el diván, y entre pilas de libros, CD y un clásico tocadiscos, conversaron sobre estos hijos a los que consideran “otras víctimas” de la dictadura.
Los especialistas cuentan con las historias clínicas de los pacientes que aceptaron ser parte de su trabajo, pero quieren ampliar aún más el universo de estudio. Para eso abrieron una convocatoria a otros hijos de militares para que sumen su testimonio. Los casos analizados no involucran sólo a padres torturadores: muchos de ellos son militares que sabían de los crímenes y guardaron silencio, pero no fueron represores.
El único antecedente de una investigación similar es “Tú llevas mi nombre. La insoportable herencia de los hijos de los jerarcas nazis”, de Norbert y Stephan Lebert, que habla del padecimiento de los hijos que cargan con apellidos vinculados al nazismo. En el caso de la dictadura argentina, se trata de una propuesta inédita: “Nunca nadie se ocupó. Algunos han comenzado a investigar, pero muy pocos. Sobre todo no se ha hecho público”, sostiene Bravo.
Los sueños y pesadillas son las llaves de entrada que tomaron los especialistas para conocer este sufrimiento oculto. Estos hijos crecieron con padres que en sus casas los acariciaban y los cuidaban, mientras fuera de sus hogares, de espaldas a ellos, estaban vinculados a la represión ilegal. Los pacientes más leves se identifican en sus relatos con la víctima y no con el victimario. En sus sueños viven en carne propia lo que padecieron las víctimas de la dictadura. Persecuciones por desconocidos, delaciones por alguien de confianza y documentos que se borronean en el agua son algunas de las imágenes que aparecen en las historias. Los que están más graves, en cambio, se identifican con el padre y no con la víctima. Estos pacientes sufren delirios y brotes psicóticos, y cuando evolucionan tienen sueños en los que ellos ya no son victimarios, sino víctimas.
Las conductas de estos hijos no son iguales en mujeres y varones: ambos géneros sienten el pasado de sus padres como una carga pesada, pero lo viven de distinta manera. Ferré y Ferré sostiene que “las hijas mujeres tienen una conducta más pasiva, como hacer elecciones de pareja en las que la pasaba muy mal y someterse a situaciones de maltrato. El hijo varón, en cambio, se identifica más con aspectos que sus padres hubieran repudiado: transgresión, adicciones, homosexualidad, militancia en partidos de izquierda”. Otra diferencia, señala Bravo, está en la idealización del padre: “Al varón le cuesta más romper con el padre. Lo ha tenido idealizado, aunque lo maltratara. Ese proceso de desidealización se va dando con el tiempo”.
¿Cómo es ir al colegio y aparecer en la lista con un apellido vinculado a la dictadura? ¿Es fácil entregar un currículum para un nuevo trabajo? ¿Qué dicen los hijos cuando les preguntan por el trabajo de sus padres? Cuando eran niños, a la salida de la escuela, no podían repetir dos veces seguidas el mismo camino. Si querían saber por qué, la respuesta era siempre la misma: “Porque yo te lo digo”. En la mesa familiar, por temor a represalias, les insistían que no dijeran que su papá era militar. Otras veces, los padres cambiaban de habitación y dormían lo más al fondo posible de la casa. Este tipo de vivencias afectaron la vida adulta a través de problemas de adaptación en la universidad y el trabajo.
En las familias de militares había un pacto de silencio: “De esto no se habla”. Los civiles y militares, si conocían o sabían algo que pasaba, no lo comentaban en familia: se callaban. Así como en la casa no asumían el riesgo de hablar del tema, tampoco lo hacían afuera. Bravo asegura que “la sociedad no discrimina a estos hijos. Tanto que tampoco se sabe de su sufrimiento. Poca gente ha hablado de esto, por lo cual termina siendo un problema interno de ellos”. Por eso estos hijos se sorprenden y agradecen cuando en el espacio de la terapia encuentran un lugar para ser escuchados y acompañados.
La mayoría de estos hijos se enteró de las torturas y los crímenes de la dictadura a través de la escuela. Saber que en la dictadura hubo robo de bebés hizo que muchos de ellos empezaran a dudar de su identidad. ¿Seré un hijo de desaparecidos?, se preguntaban algunos. El vínculo con sus padres ya no era el mismo: cuando estos hijos tuvieron edad para interrogarse sobre sus padres, ya eran más grandes y compartían pocos momentos con ellos. A los hijos, en general, les costó animarse a hablarlo. Los padres, salvo excepciones, tampoco dijeron nada.
El silencio de la infancia, lejos de romperse con los años, se mantiene cuando los hijos son adultos. Muchos de ellos, en una entrevista de trabajo, dicen que su padre era empleado público. A pesar de que nada les impide sincerarse, siguen eligiendo ocultar el pasado. ¿Por qué ocurre esto? Los especialistas coinciden en que los sentimientos de culpa y vergüenza, junto a la carga del “qué habrá hecho mi papá”, son los que sostienen y prolongan ese silencio. La tarea de estos hijos, con la ayuda de los terapeutas, es desencriptar eso que no fue dicho para poder elaborarlo y que la culpa y la vergüenza no se transmitan de los padres hacia los hijos.
Pocas veces ha pasado que padres e hijos hablen de lo sucedido en años de dictadura. ¿Cuál es la relación más deseable que pueden construir? Los especialistas dicen que lo más sano es hablar del tema. No todos los hijos lo viven de la misma manera. Algunos se enojaron con sus padres por su pasado y tomaron distancia de ellos. En otros predominó el miedo a empeorar la convivencia. Bravo y Ferré y Ferré sostienen que la situación ideal es que los hijos tomen la iniciativa, ya que es difícil que un padre se sincere sobre su vida pasada.
Los investigadores aseguran que lo que estos hijos y sus padres no hablaron sobre la represión ilegal en la dictadura igual se transmite en la vida cotidiana. El pasado de los padres puede aparecer en el presente de los hijos. Algo similar ocurre en los casos de violencia cotidiana: muchos chicos que fueron golpeados en la infancia con los años se convierten en golpeadores. Ferré y Ferré destaca que el análisis y la comprensión sirven para evitar que se repitan esas conductas no deseadas: “El hecho de que los descendientes de los victimarios puedan elaborar esto también es una medida de prevención a futuro en cuanto a conductas de transgresión y de violencia”.
Las veces que padres e hijos pudieron hablar del tema dieron lugar a distintas reacciones. Ana Rita Vagliati tiene 41 años y es hija de Valentín Milton Pretti, un policía bonaerense ligado a Ramón Camps y Miguel Etchecolatz, que participó de la represión ilegal en el Centro de Operaciones Tácticas I de Martínez. Su aversión al pasado de su padre la convenció de pedir el cambio de apellido, al que consideró un “símbolo oscuro” de la dictadura. Hace seis años, la Justicia autorizó su pedido. A partir de ese momento lleva el apellido materno: Vagliati.
La alemana Gudrun Himmler, de 83 años, es protagonista de un caso inverso: se siente orgullosa de ser hija de un represor. Su papá fue Heinrich Himmler, jefe de las SS de la Alemania nazi. En su infancia recorrió el campo de concentración Dachau y presenció los encuentros de su padre con Adolf Hitler. Lejos de repudiar al nazismo, esta abuela es una de las cabezas visibles de Stille Hilfe (Ayuda Silenciosa), una asociación que nació en 1951 para pedir la liberación de 700 jerarcas del Tercer Reich. Este organismo maneja fondos para asistir económicamente a nazis y niega la existencia del Holocausto.
La frase “Nunca más” simboliza el repudio a la tortura y desaparición de personas durante la última dictadura. Los especialistas aseguran que para completar esa consigna hay que abordar las historias de estos hijos como otra clase de víctimas. “Los hijos de desaparecidos encontraron, merecidamente, un montón de espacios en los que ser escuchados y contenidos. No ha pasado así con los hijos de los victimarios”, señala Ferré y Ferré. Bravo aclara que no es una comparación entre dos tipos de sufrimientos, sino abordar la existencia de una clase de víctimas desconocidas: “Si se enferman por esto, también son víctimas”.