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Pandemia: la patología y la normalidad

Sería deseable que el paréntesis en la habitualidad abra un tiempo de aprendizaje y un cambio hacia una nueva realidad. En la política, eso exigiría una voluntad reformista.

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Test. El virus acelera tendencias, hace más visible lo que ya estaba (apenas disimulado o inhibido). | cedoc

“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”, escribe León Tolstói en Anna Karenina. Parto de esta proposición para abordar los males del presente. En todo caso, asimilar un Estado o una comunidad nacional a una gran familia no es ajeno a un pensamiento de la política que se remonta a Aristóteles. 

El ideal de la salud pública como un bien colectivo nos iguala en una aspiración de felicidad. En una emergencia de alcance planetario los países se hacen comparables, por ejemplo, en los números (de muertos, infectados, asintomáticos, etc.) presentados como un indicador, que puede ser engañoso, de la eficacia de la acción frente al virus.

Los males previos. Pero es la segunda parte de la frase de Tolstói la que más me atrae: en la Argentina, como en las familias infelices, hay un motivo especial en la desgracia. La infelicidad, a medias ocultada por el foco en la emergencia, es la previa catástrofe social y sanitaria (también educacional, pero es otro tema) que diversas administraciones, diferentes en la política y en la economía, han edificado a lo largo de las últimas décadas. ¿Es posible esperar que las consecuencias de la emergencia, una suerte de catástrofe aguda que se precipita sobre fracturas colectivas que ya son crónicas, puedan abrir un tiempo de esperanza? 

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Hay muchas cosas que no sabemos sobre las consecuencias de esta emergencia, en el terreno de la medicina y de la epidemiología aplicada a esta y a otras pandemias; y en cuanto a las consecuencias sociales y económicas. A partir del no saber se ha desencadenado una tormenta de ideas sobre el presente y el futuro. Se vaticinan diversos escenarios para el mundo en un agregado de visiones que mezclan clisés ideológicos, recetas, profecías y expresiones de deseo: multiculturalismo degradado o concentración del poder económico y militar, nacionalismos reforzados o en crisis, “desglobalización” o interdependencia de riesgos, degradación de liderazgos globales o un nuevo paradigma de colaboración concertada. En algo parece haber consenso: el virus acelera tendencias, hace más visible lo que ya estaba.

Si se me permite un traspaso de la clínica: la patología revela la normalidad (una tesis que Freud tomó del neuropatólogo John Hughlings Jackson). En el desorden o en el desequilibro agudo lo que emerge no es otra cosa que lo que siempre estuvo allí, apenas disimulado o inhibido. Es posible advertirlo en la expresión pública de las paranoias ideológicas y los nacionalismos cerriles, a menudo reforzados por una nueva ola religiosa que abomina de la modernidad. Es un fenómeno de creencia y opinión que remeda las viejas creencias medievales, el castigo del Maligno ahora reconvertido en la acción de un único enemigo magnificado, sea el comunismo, el neoliberalismo o el Occidente pecador.

Todo eso ya estaba ahí para quien quisiera verlo. En todo caso un acontecimiento nuevo (aunque pudiera ser esperable para los especialistas), complejo en sus causas, cercanas y remotas, opera a la vez como un reactivo y como una lente de aumento que revela y amplifica la tosquedad simplificadora de discursos a los que lamentablemente ya estamos acostumbrados. Resignados al confinamiento presente, que por supuesto tiene costos y consecuencias muchísimo más graves para quienes viven vidas precarias, es poco, entonces, lo que podemos saber con algún fundamento sobre el futuro. Pero en una situación como la argentina, la crisis se agrega a una suerte de emergencia crónica que ya acumulaba suficientes problemas sociales, económicos, políticos e institucionales. 

La medicina pública y el Estado. Por otra parte, la epidemia real se duplica en un conjunto de representaciones de un orden (o un desorden) de las tramas políticas convocadas para conjurarla. El motivo de la enfermedad y de la muerte ofrece una superficie de proyección de otros males. También en la política la emergencia opera como revelador de cierta normalidad construida en torno de las relaciones entre la medicina pública, la seguridad, la acción estatal y los derechos ciudadanos. Vale la pena una breve mirada histórica.

Hay una historia ejemplar, indudablemente exitosa, de la asociación de la medicina pública y el Estado. Ha sido particularmente relevante en la Argentina en el período inmediatamente posterior a las terribles epidemias que cayeron sobre Buenos Aires y otras ciudades en las últimas décadas del siglo XIX. 

Hay que recordar que la imposición forzada de la vacunación obligatoria (algo que solo el Estado podía garantizar) terminó en pocos años con las epidemias y salvó miles de vidas. También impulsaba (hace más de 150 años) una infraestructura de cloacas y aguas corrientes que como es sabido todavía no ha alcanzado a todos, incluso en zonas urbanas y suburbanas. 

Esa historia, entonces, tiene dos caras: el mismo Estado que, orientado por las razones de la salud pública, extendía los beneficios del bienestar a muchos, era el que administraba la desigualdad y la discriminación, también para muchos. Es una larga historia, que solo puedo esbozar frente a las nuevas amenazas asociadas a una epidemia que convoca algunos fantasmas del pasado.

Pero quiero detenerme en otras zonas, menos ejemplares, en las proyecciones públicas de una acción médica en y desde el Estado. La nueva legitimidad social de la medicina se extendió a problemas que mezclaban la salud pública y el orden social con la vida privada. La gestión estatal y la acción de una medicina en expansión buscaban intervenir en temas como la maternidad y la crianza, el alcoholismo y la prostitución, pero también en los desórdenes de la inmigración o el sindicalismo combativo. Allí se exponía una relación más bien conflictiva, por no decir antagónica, entre los objetivos de la salud del pueblo (o de la raza) y el paradigma de libertades y garantías que funda un sujeto (y un Estado) de derecho.

En ese surco se instalaba la desmesura del discurso eugenésico, una patología de la razón médica, que también hablaba de las amenazas del “contagio”, trasladadas a la dotación genética de un colectivo (sociedad, raza o nación) y justificaba así el proyecto de administrar y controlar la herencia y la reproducción. El Estado soñaba con introducirse en los lechos conyugales. Finalmente fracasó, no solo en la Argentina, pero dejó sus costos terribles. En nombre de un bien colectivo que involucraba la salud pública pero también la identidad y la fuerza del pueblo, la combinación de la “ciencia” médica con un Estado interventor arrasaba con los derechos de débiles o indeseables. En sus versiones estatales más radicales, asociadas a fines patrióticos de mejoramiento de la población militar o de la fuerza laboral, el proyecto eugenésico propuso, y en algunos casos logró, medidas coercitivas de esterilización de alienados y delincuentes. 

No hubo que esperar a los médicos nazis (que en verdad fueron mucho más allá, con un programa de exterminio de enfermos mentales que precedió a la “Solución final”) para que esos procedimientos fueran establecidos y aplicados. Los médicos acusados en Nuremberg se defendían diciendo que lo habían aprendido de los norteamericanos, que habían empezado antes. 

En efecto, esas leyes se aplicaron durante décadas en varios estados de los EE.UU., en Alemania, Suiza, etc. En general, no se aplicaron en países católicos como Italia, España, Francia o la Argentina; tampoco en Inglaterra, donde esos proyectos nunca prosperaron. De modo que en este punto, en la defensa de libertades básicas, en general, la Iglesia fue un freno más importante que el liberalismo proclamado de las élites.

La guerra y la política. También aquel discurso, justificado en nombre de la salud y la seguridad de la nación, apelaba a las metáforas de la guerra. Y revela un motivo que está presente en la larga formación del normal consentimiento de una excepción que restringe derechos y garantías. Entre nosotros, hoy, se admite sin mayores reparos un estado de emergencia dictado por decreto. El gobierno de un Estado casi sin Parlamento y con un Poder Judicial en cuarentena convoca a un comité de crisis integrado solo por médicos. Quienes se han animado a señalar lo que falta mencionan a los economistas. ¿Y los políticos? Las metáforas bélicas siempre han servido para arrasar con la política. Y surgen de los lugares y las voces menos esperados, por ejemplo, del diputado Mario Negri, que consagró al primer mandatario como “comandante” de una batalla. ¿No alcanza con tener un presidente?   Admitamos que por su trayectoria (antes y después de esa desafortunada expresión) Negri no se postulaba para ser el soldado de nadie. Pero, más allá de él, emerge algo que es hablado en esa palabra de orden, un fallido que comunica con una latencia del ánimo colectivo: de la amenaza y el desamparo nace la representación, el anhelo, de un liderazgo que encarne seguridad y certezas.Hay una larga historia de mayorías infantilizadas que reniegan de las incertidumbres, de los riesgos y de las responsabilidades, mediante la identificación con un jefe que concentra el ejercicio del poder. Por supuesto, esos liderazgos a menudo caen tan rápidamente como se elevaron. En la experiencia argentina reciente la constante ha sido la inestabilidad más que un cesarismo criollo. Frente a la insistencia en evocar las figuras de la guerra y el decisionismo del Jefe, prefiero pensar en la pandemia como una crisis (no es la primera y ciertamente no será la última) que pone a prueba la capacidad de una comunidad política de enfrentar y tramitar incertidumbres y riesgos que, si bien se ven incrementados en la emergencia, forman parte de la dinámica de la democracia. Sería deseable que el paréntesis en la normalidad habitual abra un tiempo de aprendizaje y un cambio hacia una nueva normalidad. El escenario de la pobreza y la precariedad social están ahí como una herida de difícil solución. 

En el campo de la política, un camino de cambios exigiría una voluntad reformista que reconozca una larga crisis que abarca el sistema político, las instituciones y los liderazgos; y agrega, sobre todo en el conglomerado en el Gobierno, el peso disolvente de las facciones. En una coyuntura comparable, después de los estallidos de 2001 y la caída del gobierno, el presidente Duhalde pudo transitar hacia un escenario de concertación junto con el ex presidente Alfonsín, que lideraba la oposición, en una transición que se parecía a un gobierno de salvación nacional. Poco, casi nada, parece haber dejado esa experiencia que prometía una reconstrucción de la política y en la que participaban activamente las dirigencias sociales. Ese pasado ha quedado muy lejos. He aquí un motivo particular para las desgracias nacionales.

*Psicólogo y escritor.