En un nada lejano marzo de este año, en este mismo diario, profeticé los problemas de financiamiento que iban a tener el Conicet y, en general, el sistema de ciencia y técnica argentino en el gobierno Macri. No había que ser un genio para saberlo: a pesar de la promesa de campaña, todos los síntomas señalaban que el ajuste inevitablemente iba a llegar. Macri, prometiendo, fue una máquina de buenas intenciones; cumpliendo, el viejo lema menemista de “quién me iba a votar si decía lo que iba a hacer”. Los problemas financieros de las universidades en abril anunciaban esta dirección. Cuando se presentó el presupuesto 2017, el ajuste se hizo explícito. Faltaba simplemente su crisis, que se desató con la incorporación anual de científicos formados a la carrera de investigador: se intentó expulsar del sistema a 490 colegas de todas las disciplinas y regiones del país, luego de haber invertido sumas importantes en estos últimos años para que se formaran como doctores e investigadores. Como se sabe, la crisis apenas se ha emparchado, y aún no se ha solucionado ni tiene vistas de conseguirlo.
Como dije en marzo, estamos volviendo sobre cuestiones que ya creíamos saldadas, que ya pensábamos que formaban parte de un consenso social extendido: si vale la pena tener y hacer ciencia en la Argentina. Ese consenso se basa en datos y argumentos políticos, y no en rumores o patrañas. Desde hace mucho sabemos que somos demasiado pobres para darnos el lujo de no tener ciencia. Y también que “tener ciencia” significa producir conocimiento científico, lo que implica la invención de saberes nuevos con técnicas rigurosas y específicas; y esta definición abarca la biotecnología, la investigación teórica en física o la sociología y la literatura. Esa producción de saber es lo que le permite a una sociedad ser cada vez mejor: porque cura sus enfermedades sin pagar patentes, porque enriquece su producción industrial o porque se conoce mejor a sí misma, lo que le permite dar soluciones a sus problemas sociales o educativos.
La ciencia, además, funciona por acumulación, no por el “eureka” o el descubrimiento. Para que aparezca un hallazgo o una patente, hace falta mucho trabajo de base, en muchos casos incluso sin utilidad aparente: la utilidad aparece sólo cuando, tiempo después, ese trabajo acumulado por muchos colegas y muchos centros permite que surja el hallazgo. Eso, que cualquier científico “duro” experimenta todos los días en el laboratorio, se reproduce en las ciencias “blandas” (o “al dente”, como decía genialmente Emilio de Ipola, uno de los más grandes sociólogos argentinos). En ciencias sociales hay que producir mucho saber, mucho conocimiento nuevo para que esa acumulación desemboque, con el tiempo, en la formulación de un cambio social, en modificaciones en la vida cotidiana de las sociedades. Por ejemplo, todas las transformaciones de la última década en relación con los derechos sexuales y reproductivos se basan, en su mayoría, en los hallazgos perseverantes de la investigación social argentina: se investigó, se supo, se debatió, se instaló públicamente, se lograron cambios jurídicos. A veces, ese conocimiento es negado por la misma sociedad que lo financia: hay una gran cantidad de investigación sobre seguridad, violencia, delito, policías, que la sociedad se niega a aceptar porque contradice un sentido común bastante esquemático, de buenos y malos, reproducido por tantos pésimos periodistas como los que abundan en los medios argentinos.
En algunos casos, la producción de conocimiento consiste simplemente en saber más sobre una sociedad y una cultura, aunque jamás, nunca en la vida de una generación todo eso produzca nada “útil”, o nada más útil que justamente saber, conocimiento, cultura. (Todo esto, además, no es un invento argentino: ningún país, de Estados Unidos a Corea, cierra sus Departamentos de Humanidades.)
Todo esto es lo que el ajuste macrista en el Conicet desconoce, niega, oculta. Pero con una vuelta de tuerca. Desatada la crisis, el Gobierno soltó a sus trolls para que desacreditaran en las redes sociales los reclamos de los investigadores, ensañándose con los sociólogos e investigadores de la cultura –especialmente de la cultura popular–. Un reciente estudio de Pablo González señala el carácter planificado del ataque, que todas las fuentes asignan a los operadores de comunicación que dependen de Marcos Peña. Los ataques fueron salvajes, descalificadores, de una agresividad grosera –repleta de groserías–. Delataron muchas ignorancias: se sostuvo que el Conicet financiaba 900 investigaciones sobre peronismo, cuando apenas se trataba de las 900 veces que la palabra “peronismo” aparecía en todas las bases de datos del Conicet, incluyendo investigaciones, libros, becas, artículos, capítulos, ponencias: es decir, en realidad, pocas menciones para semejante tema. Se hizo uso y abuso de una frase clásica de la cultura popular norteamericana (de su cine): “Yo pago esto con mis impuestos”. Se mintió, se insultó, se injurió, se difamó. Una colega calculó que cada troll contribuye a su sueldo con $ 0,006 cada mes: se ofreció a devolvérselos. Ellos cobran, se estima, el doble que un investigador formado con doctorado.
Pero si, como todo parece indicar, el responsable fue Marcos Peña, eso delata un giro interesante para las investigaciones en sociología contemporánea. Se sabe que los antepasados de Peña, los Braun Menéndez, fueron cómplices del genocidio indígena en la Patagonia: que hicieron su fortuna con las prebendas territoriales del gobierno de Roca; que se adueñaron de media Patagonia. Se sabe menos que el abuelo de Peña fue Eduardo Braun Menéndez, científico de nota y mano derecha de Bernardo Houssay en la fundación del Conicet en 1958. Sesenta años después, las burguesías ilustradas argentinas, cultas y admiradoras de la ciencia, la cultura y el conocimiento europeos, han dejado lugar a esta triste figura de las nuevas burguesías: un pobre ignorante capaz de sepultar la obra del propio abuelo, con premeditación y alevosía. n
* Doctor en Sociología. Investigador principal del Conicet.