El proyecto de interrupción voluntaria del embarazo no es ley. No es posible, por ahora, abortar de forma legal, segura y gratuita. Sin embargo, aunque nada haya cambiado en este sentido, sí podemos encontrar algunas consecuencias generadas por estos meses de debate.
La primera de ellas, la más evidente, es la visibilización del problema. La discusión sobre el aborto está instalada y marcará las agendas políticas futuras. Una segunda consecuencia, más inesperada, tiene que ver con preguntas que muchos empezamos a hacernos luego de observar detenidamente los debates en el Congreso: ¿qué representan nuestros representantes, y en qué medida nos sentimos representados por nuestros diputados y senadores?
No positivo. Una y otra vez, sin importar sobre qué tema, aparece la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. Lo cierto es que, muchas veces, esto es una construcción ficticia, una mirada nostálgica que idealiza aquello que ya no está. Sin embargo, nada tiene de falso afirmar que la preparación de los legisladores y la calidad de los debates en el Congreso Nacional eran mejores a fines del siglo XIX o principios del siglo XX que hoy en día. En términos generales, encontrábamos personas más formadas e instruidas y los debates tenían un nivel de complejidad y de solidez que hoy se extraña. En aquellos años estaba muy presente una pregunta que fue cayendo en desuso: ¿cuál es la mejor forma de representar políticamente al mundo social? Se trataba de los diputados y senadores pensándose a sí mismos.
En Argentina miramos poco al Congreso. Ocurre solo muy excepcionalmente que gran parte del país esté prestando atención a lo que allí sucede. En los últimos diez años esto sucedió dos veces: en 2008, en la Cámara de Senadores con el explosivo cierre del voto “no positivo” de Julio Cobos al discutirse la Resolución 125, y en 2010, tal vez con un público un poco más reducido por lo previsible del resultado, al tratarse la Ley de Matrimonio Igualitario.
Con el proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, el Congreso volvió a ser centro de atención. En esta ocasión, con una iniciativa que atravesó a la población de un modo prácticamente inédito. Raramente sucede que una porción tan amplia de la ciudadanía se interese en una política pública y participe expectante de las decisiones de la asamblea legislativa.
La discusión sobre la legalización del aborto nos llevó a escuchar la transmisión en vivo desde el Congreso. Casi todos los diputados y senadores decidieron intervenir en el debate, en reuniones que tuvieron una asistencia prácticamente perfecta. Discurso tras discurso, muchos ciudadanos empezamos a hacernos preguntas sobre nuestros representantes. Empezamos a conocerlos, a unir sus nombres con sus caras, a sorprendernos en algunas ocasiones por lo sólido de sus exposiciones pero, más a menudo, por su falta de preparación y de capacidad de construir argumentos que estuvieran a la altura de un debate tan complejo.
¿Quiénes nos representan? La Constitución Nacional de 1994 plantea requisitos mínimos para ser legislador. En el caso de los diputados, se requiere tener 25 años cumplidos, al menos cuatro años de ciudadanía en ejercicio, ser natural de la provincia que lo elige o contar con dos años de residencia inmediata en ella. Para los senadores, la edad sube a los 30, se les exigen seis años de ciudadanía, el mismo requisito de haber nacido o vivido los últimos dos años en la provincia que lo elija y, resabio olvidado y caído en desuso, una renta anual de dos mil pesos.
Sobre la existencia de dos cámaras y la naturaleza de representación de cada una se ha escrito mucho. La versión consagrada nos dicta que los diputados representan al pueblo de la nación, mientras que los senadores representan a las provincias. Existiría, en este sentido, una suerte de compromiso diferente entre los dos tipos de legisladores. Los primeros tendrían la obligación de velar por todos los habitantes de la Argentina, mientras que los otros deberían centrarse en quienes viven en la provincia por la que fueron elegidos. Este elemento suele estar muy presente en el decir y el actuar de los representantes, especialmente de los senadores.
Sin embargo, lo cierto es que, cuando se conforman las listas, quién va en qué posición y en qué boleta tiene que ver con una multiplicidad de motivos, entre los cuales no figura la identificación de esa persona con su terruño o con la patria toda.
Alejándonos de esta cuestión, que tiene su lado formal y también su lado práctico, aparece una pregunta más difícil de responder: ¿qué es lo que se representa? Desde el surgimiento mismo de este territorio como un ente político independiente se formuló este interrogante que, como decíamos, siguió incluso debatiéndose en la segunda mitad del siglo XIX y entrado el XX.
Modélicamente, se idearon dos posibilidades. La primera partía de la premisa de que en la sociedad existen intereses y opiniones diversos. La función de los representantes sería, entonces, trasladar las demandas que se expresan en la sociedad a la esfera política y legislar en consecuencia. Llevada a su extremo, esta idea de la representación es la que propone el mandato imperativo. Los representantes son allí los responsables de expresar en un ámbito reducido de definición política decisiones que fueron tomadas de hecho previamente en el seno de la sociedad. Son, de algún modo, representantes con instrucciones de sus representados, como aquellos diputados que llegaron a la Asamblea del año XIII para transmitir los mandatos del artiguismo.
González vs. Sáenz Peña. Esta misma concepción en una versión menos extrema inspiró la reforma electoral propuesta por Joaquín V. González en 1902, durante el segundo gobierno de Julio A. Roca. En aquella oportunidad, se dividió al país en 120 circunscripciones. Cada una de estas circunscripciones eligió a un diputado. González creía que la circunscripción era la escala en la que se producían los intereses, esencialmente los económicos. Y creía que quienes llegaran al Congreso debían representar estos intereses preexistentes.
Una idea completamente diferente es la de Roque Sáenz Peña y su ley electoral de 1912. Más acorde a la tradición política previa y a lo que sería la posterior, Sáenz Peña veía a la nación como una y creía que aquello a representar era esa unanimidad. Ahora bien, está claro que su idea no era que estábamos todos los argentinos de acuerdo sobre todos los temas. Solo consideraba que no existían enormes diferencias –raciales, étnicas, religiosas– y que, por lo tanto, era posible definir el interés utilizando la razón, que se producía mediante el intercambio de opiniones. Ahora bien, para que esto fuera posible había que llevar al Congreso a los más aptos y preparados, es decir, a los mejores.
Puesta en escena. Siguiendo esta premisa, la asamblea legislativa se convirtió no solo en un lugar de debate sino en un lugar de escenificación de este debate. Era necesario que fluyeran los argumentos para un lado y para el otro, que cada uno dejara asentada su posición para el presente y para el futuro para que, en el momento de votar, con la mayoría de los apoyos fuera consagrado aquello que se entendía como la voluntad general.
Entonces, a la idea de los múltiples intereses existentes en la sociedad que debían tener representación en el mundo político le siguió una propuesta que entendía que, en realidad, existía un solo interés, el del alma de la nación, y que esta era alcanzada a través de la razón.
A mediados del siglo XX, el peronismo innovaría en este aspecto. Sin descartar la esencia unánime de aquello que debe ser representado, introdujo la novedad de la irrupción de lo orgánico social en el mundo de la representación política, dándole una vuelta más al problema de la representación.
Ausencia de debate. Sin embargo, si nos detenemos en los últimos años, veremos rápidamente que las preguntas acerca de la representación puestas en estos términos –qué representantes y qué representan– ha estado ausente. La consecuencia de esta falta es el decaimiento de la calidad general de nuestros representantes, incapaces de pensarse a sí mismos. El debate sobre el aborto nos dio la posibilidad de escuchar a nuestros legisladores. Muchos demostraron dificultad para hilar argumentos. Algunos incluso usaron sus bancas y su tiempo para decir barbaridades.
Una de las maravillas del sistema representativo es que contempla la rotación de elencos. Estos diputados y senadores terminarán sus mandatos y pueden no resultar reelectos. Sería muy bueno que elijamos mejor a nuestros representantes, que sintamos que son personas que nos representan. Los ciudadanos tenemos poco para hacer aquí, solo ponemos una boleta en una urna cada dos años. Por eso, es responsabilidad de la clase política darse una fuerte discusión sobre la representación y brindarle a la ciudadanía mejores candidatos entre quienes elegir a sus representantes.
*Doctora en Historia.