La principal utilidad social de discutir Malvinas es analizar el grado de democracia que hemos construido, la clase de sociedad que somos. El 4 de marzo pasado publiqué en Página /12 doce preguntas a manera de hoja de ruta para pensar Malvinas. Una semana después me respondió la embajadora Alicia Castro. Aquí tengo la posibilidad de comentar la concepción del papel de los intelectuales que subyace en su nota.
La embajadora banalizó mis preguntas: tildó a algunas de “argumentos blandos”, sugirió que otras son funcionales al Reino Unido, lo que implica muchas cosas. Entre ellas, que en el actual contexto de polarización su nota tenga más de escrache que de refutación. Las consecuencias de sus implícitos son cosas de las que, como señala, “no toda la gente está cabalmente informada”, pero los especialistas sí. Y ella es una especialista de la política tanto como yo lo soy sobre Malvinas.
Castro señala que en 1982 se opuso a la guerra. La verdad es que en esa clave testimonial, yo no. Yo tenía 11 años y viví esos meses con angustia y orgullo. Envié cartas y encomiendas a los soldados. Como a otros de mi generación, el mazazo de Malvinas se superpuso al de la ESMA. Desde entonces, me eduqué construyendo un pacto con el pasado a partir de un compromiso intelectual con la verdad. Asumí que cualquier pretensión totalizadora deriva con facilidad en totalitaria. Me prometí en 2007, frente a las cruces de Malvinas, que mi trabajo no abonaría lo que consideraba usos políticos de esos muertos. Aunque son inevitables, aspiro, desde mi trabajo, a que no sean totalmente impunes.
Serán argumentos “blandos” y sensibles para quienes desde la política apelan a la retórica cristalizada. Pero a mí me han permitido construir una ética en relación con la democracia, los derechos humanos y mi compromiso con el trabajo intelectual. Yo no tengo el privilegio del poder, pero sí el deber de la duda. Bienvenido sea el debate, no así la estigmatización. Sugerir desde el poder mi “funcionalidad” a los británicos es el primer paso necesario para el siguiente: la descalificación personal. Estar atento a esto también es, como me demanda Castro, extraer lecciones de la historia.
La embajadora señala que “parezco olvidado de todas las lecciones de la historia de nuestro país y nuestro continente”. La frase sugiere una concepción anacrónica de la disciplina. La historia es una construcción social, no un credo. Cualquier profesor argentino educado desde 1983 sabe que “dar las mismas lecciones” no implica “sacar las mismas conclusiones”. Saberlo lleva a aceptar que los jóvenes no deben cargar –salvo que lo decidan– con las mochilas del pasado. Mis preguntas apuntaban a ser más inteligentes y coherentes con la democracia en la disputa por Malvinas. Por supuesto que muchas de ellas son incompatibles con los rituales y los símbolos que, políticamente, pagan mucho más rápido. Diferentes sensibilidades e intereses entre los intelectuales y los políticos. Pero ellos serán responsables de los fracasos que produzca su imposibilidad de pensar a largo plazo.
La embajadora sobreentiende que “hacerse las preguntas adecuadas” es formular solamente aquellas que estamos acostumbrados a responder. Para mí, no olvidar significa actualizar las preguntas. Mi deber intelectual y con mi pueblo parte exactamente del lugar al que llega la comodidad de Castro.