ELOBSERVADOR
hiroshima, por tomas eloy martinez

Sobrevivientes de la bomba atómica

En Lugar común la muerte, que recopila algunos de sus textos periodísticos emblemáticos, el autor de La Novela de Perón incluyó un capítulo en el que recogió historias de gente que se mantuvo con vida tras el ataque nuclear del 6 de agosto de 1945.

Hongo atómico. Aún hoy sigue vigente la discusión sobre la utilidad del bombardeo: lo que no se discute es la destrucción.
| Cedoc

Ahora, en Hiroshima, las parejas se abrazan a la luz de la cúpula ruinosa, la única cúpula en pie desde aquel día en que la ciudad fue quemada por mil soles; un anillo de barcazas musicales, con sus faroles de papel, merodea por la ribera del Motoyasu, en el delta del río Ota, donde una vez cayeron todas las cenizas y las lágrimas del mundo; desde el Museo de la Paz, entre los frascos con tejidos queloides y las fotografías de niños transformados en una brasa viva, se oyen los rugidos del cercano estadio de béisbol; el castillo de Mori Terumoto, que se desplomó aquella mañana de agosto como un sucio toldo de papel, está de nuevo erguido en su jardín, rehecho y resplandeciente; en las casas, en los tranvías y en las tiendas, los hombres de Hiroshima jamás mencionan la tragedia, a menos que por azar vean sobre las espaldas o la cara de un caminante las cicatrices del feroz relámpago. En las escuelas, los chicos sólo conocen confusamente esa historia; para ellos, el 6 de agosto de 1945 es apenas una lección de cien palabras en el libro de lectura, un cuentito fugaz que comienza del mismo modo en los textos de segundo grado y en los de quinto: “A las ocho y cuarto de la mañana, un bombardero B-29 de los Estados Unidos –el Enola Gay–, arrojó una bomba atómica en el centro de nuestra ciudad. Estalló en el aire, a 570 metros sobre el hospital Shima. En los primeros nueve segundos, cien mil personas murieron y otras cien mil quedaron heridas”. Pero las cifras no sirven demasiado; las cifras dicen muy poca cosa cuando ellos, los sobrevivientes, muestran sin resentimiento ni queja, como si fueran de otro, sus ojos vaciados por el increíble resplandor, sus espaldas abiertas en canal, sus manos apeñuscadas y detenidas en una quemadura. “Yo me había levantado de una silla para hablar por teléfono”, contó el señor Michiyoshi Nakushina, que era un comerciante de sake en 1945. “La casa se llenó de un fuego amarillo, y el fuego se volvió después azul y el azul se hizo rojo hasta que la ciudad, tan clara y sin nubes esa mañana, se hundió de golpe en una noche sucia”. Las cifras dicen muy poca cosa pero, a veces, lo dicen casi todo: el 6 de julio de 1965 quedaron ochenta mil sobrevivientes de la bomba en Hiroshima; el 9, fueron 65 mil los que se salvaron en Nagasaki, la sexta parte de la población completa en cada ciudad. Algunos vivían a más de cuatro kilómetros del estallido: sus carnes fueron vulneradas por los vidrios de las ventanas, por las vigas que se derrumbaban, por las mesas que se partían en astillas; o quedaron indemnes, con la suficiente voluntad y fuerza como para olvidar el apocalipsis. “Ahora, en el hospital, ya estoy tranquilo. Me quieren, no tengo ningún deseo especial”, se resignaba Suewo-san hace diez días. “Perdí mis dos hijos pequeños y perdí también el tercero, que iba a nacer en diciembre de 1945. Lo último que perdí fue el odio”. “Ya sólo me queda en el corazón una enorme necesidad de vivir”, contaba la señora Yaesko Katsuda. “Pero qué difícil es para nosotros vivir como los demás”. Todos los sobrevivientes de la bomba saben que alguna oscura partícula de su condición humana les fue arrebatada aquel día de verano: poco a poco fueron dándose cuenta de que estaban condenados al aislamiento y a la pobreza. Empezaron a ser sospechosos para las personas de quienes se enamoraban; nadie quería comprometerse con ellos en matrimonio –una condición sin la cual es difícil llevar en el Japón una vida respetable–; los trataban como enfermos y padres de hijos débiles. Durante meses –y a menudo, como Yoshioka-san, durante años enteros– se despertaban en medio de la noche pensando que el amor y la felicidad les estaban vedados para siempre. En los astilleros, en la fábrica de automóviles Tokyokoyo y en los aserraderos de Hiroshima, los empleadores los miraban con desconfianza, calculando que un día de cada tres no irían a sus trabajos: de sobra sabían que la anemia, el cáncer de la tiroides, los disturbios del hígado y el cáncer de la piel acabarían por derribarlos. Y, en cierto modo, no les faltaba razón: en 1960, sobre un total de 278 gembakusho hospitalizados, 58 habían muerto. Treinta de ellos estaban a más de dos kilómetros del epicentro. No es del todo cierto que la bomba y la muerte hayan tratado del mismo modo a los ricos y a los pobres. Hacia el oeste de Hiroshima, sobre las márgenes del Ota, los habitantes de Burako vieron el 6 de agosto cómo sus míseras chozas de madera quedaban reducidas a cenizas y a escombros por el viento atómico. Desesperados, sintiéndose de repente hundidos en un infierno más abominable que el conocido, recogieron los residuos quemados de sus viejos hogares y empezaron a reconstruirlos con fragmentos de zinc y cañas de bambú, sin permitirse descanso: esa impaciencia, esa irrefrenable necesidad de defenderse, acabó por exponerlos a más radiaciones que la gente de otras áreas, situadas a la misma distancia del hospital Shima. Los estadísticos calculan que el 85% de la comunidad recibió una radiación nuclear residual de cinco a treinta roentgen, mientras que sólo el 25% de Hirosekitamachi, 500 metros más próximo al centro del estallido, quedó expuesto a la misma dosis de radioactividad. Ahora, el 44% de los burako en condiciones de trabajar vagabundean en las calles, con sus enjambres de huérfanos. “Sienten la vida como un prolongado suicidio”, dijo el doctor Yasuo Nakamoto, director del hospital de Fukushima –el único de la comunidad–, hace un par de domingos, mientras la lluvia formaba nuevos ríos en las callecitas cenagosas del barrio. Estos seres calcinados, aniquilados, temblorosos, han empezado a recortar flores de papel para el 6 de agosto.

Descenderán sobre la ciudad con sus grandes pancartas, con sus banderas blancas y sus tambores, por el puente sagrado de Kinatai o por los dos puentes Heiwa, hacia un Parque de la Paz que estará lleno de azaleas y campanillas. “Así podremos calmar las almas de los que han muerto. Así podremos calmar nuestras propias almas”, repitió Yoshioka-san, como en una letanía. Ese no será el final del aniversario, sin embargo. Cinco mil de los veinte mil hombres, o quizá los veinte mil, si tienen fuerzas, subirán a los trenes en la estación de Hiroshima, cantarán durante las siete horas que separan esa ciudad de Nagasaki, en la isla de Kiu-shu, y marcharán en procesión hasta el estadio de béisbol, en el medio de la esplendorosa bahía donde debió de caer la bomba, un 9 de agosto. Para apaciguar a los muertos, arrojarán flores y sembatsuru al mar, y recibirán la noche con farolitos de colores. En el hospital de Nagasaki, Suewo-san esperaba el 9 de agosto con alegría. Meneando la cabeza rapada, quitándose a ratos los anteojos para ver más limpiamente el verde tibio de los ideogramas japoneses, llevaba ya una semana ocupado en pintar este poema sobre una gigantesca pancarta: Vuelve padre, vuelve madre, y vuelve amigo mío, para que yo también pueda volver. Su hígado está deshecho, el ojo izquierdo le fue vaciado por el fogonazo, la anemia casi no lo deja mover, y él, Suewo-san, acaba de cumplir 67 años. Pero confía en que ninguna lágrima y ninguna muerte lo detendrá el 9 de agosto, cuando aparezca en el estadio de béisbol llevando su bandera.
(...) Sin dejar de rascarse la cabeza rapada, también el señor Muta Suewo, en el Hospital de Nagasaki, acabó por aceptar la fatalidad y por acostumbrarse a ella. No le fue fácil consolarse, liberarse de la pesadilla. Al salir de la fundición de Mitsubishi y ascender a su casita de Narutaki, en las montañas, encontró a sus dos hijas salvas: Yaeko, la mayor, jugaba con una muñeca entre los escombros. Pero ese respiro de felicidad no duró demasiado tiempo. En enero de 1947, mientras estaba comiendo, Suewo-san se desmayó; nunca más, desde entonces, volvió a sentirse con fuerzas. Esperó hasta el verano de aquel año, confiado en que mejoraría poco a poco. No le sirvió de nada. Los médicos, al menos los que él visitaba, creyeron que le estaba fallando el corazón y lo saturaron de coraminas. Por fin, cuando el ABCC llegó a Nagasaki, Suewo-san se presentó para que lo examinaran. “Anduve días y días por las salas de la Comisión –cuenta–, preocupado porque mi diagnóstico tardaba demasiado. En Narutakimachi me ponía en cama a las 6 de la tarde y empezaba a pensar en la muerte. A veces, la sangre se me empobrecía tanto que deseaba no despertarme más: sólo las voces de Yaeko y de mi otra hija me devolvían la voluntad de vivir. Un día encaré a los médicos del ABCC y protesté: ‘Si ya terminaron de revisarme y saben qué tengo, ¿por qué no me lo dicen y me dan remedios para que me cure?’. Pero me explicaron que no estaban en Nagasaki para calmar nuestros dolores sino para conocerlos”. También esa recelosa forma de indignación fue esfumándose de la vida de Suewo-san: ya no se acuerda casi de que en 1951 no probaba otro alimento que el arroz y que gastaba en medicinas todos los miserables yenes que ganaba. “Un día –dice, entrecerrando su ojo yerto– me puse a llorar ante la escudilla vacía de Yaeko, y decidí enterrar mi estúpida vergüenza para no verla consumirse de hambre. Fui a la Comuna y pedí que me subvencionaran. Al fundarse el Hospital de la Bomba Atómica, hace siete años, los médicos admitieron que mi corazón estaba débil a causa de las radiaciones y que en mi sangre faltaban los espíritus blancos. La tranquilidad de saber que mi tarjeta de salud tenía un cuadradito verde con la palabra gembakusho me permitió olvidar el pasado. Ese cuadrado verde me aseguraba atención médica gratuita en el hospital. Para entonces, hace ya siete años, Yaeko trabajaba en la acería de Mitsubishi y mi otra hija en las tiendas de coral. Aquí estoy tranquilo –se regocija Suewo-san–, y no espero nada ni quiero nada. Esta es mi felicidad”.

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(...) Las cifras dicen poca cosa, pero a veces lo dicen casi todo. En enero de 1965, el 42% de los trabajadores esporádicos de Hiroshima eran sobrevivientes de la hecatombe. Cada uno de ellos, por condescendencia del gobierno japonés, recibía un dólar y medio por jornada. En febrero, el señor Akira Kuboyama, licenciado en Economía de la Universidad de Nagasaki, aprobó el examen de ingreso a una de las mayores empresas de la isla Kyu-shu. Pero durante el test médico, los investigadores advirtieron formaciones queloides en sus hombros y vetaron el contrato. En abril, la señora Yamaguchi protestó ante la Comuna de Hiroshima porque uno de los huérfanos a quienes apadrinaba había debido cambiar diez veces de trabajo en un año: cuando presentaba la tarjeta de salud con un rectángulo verde era implacablemente despedido. Tampoco les es fácil ser reconocidos como enfermos atómicos. Hasta 1957, el gobierno negó que las anemias y los cánceres tuvieran algo que ver con la explosión. Obedecía de esa manera el dictamen del brigadier general Thomas Farrell, quien el 3 de septiembre de 1945 informó en una conferencia de prensa que “ya nadie padece en Hiroshima y Nagasaki los efectos radiactivos de la bomba. Quienes los padecieron están muertos”.
Myeko, la hija ciega del señor Nukushina, imagina que la Hiroshima donde nació sigue como hace veinte años, con sus oscuras casitas de tejado curvo. No puede concebir que la ciudad donde nació sea otra, lavada por las lágrimas y la desdicha. “Aquel día de agosto –suele contar–, el
cielo se cayó. Cuando el cielo volvió a levantarse, todo siguió igual que antes. Somos sólo nosotros los que hemos cambiado”.