Fuera de Argentina, el tema central de la política internacional es “el ascenso del populismo”. Pero las avalanchas de artículos sobre el tema ignoran una complementaria y no menos importante tendencia: la aparente muerte de la socialdemocracia. No hace mucho, parecía que la socialdemocracia –la unión de reformas estructurales con apertura a la globalización, pero también con un sostén social– iba a conquistar el mundo. En el efímero período cuando “la historia había terminado”, la centroizquierda implementó reformas liberales mientras reforzaba el Estado de bienestar. Esta tercera vía política se asoció con el look juvenil de Tony Blair en el Reino Unido, Bill Clinton en Estados Unidos y Gerhard Schröder en Alemania.
La crisis financiera internacional –tan apreciada por los populistas latinoamericanos– presagiaba una nueva ola de izquierda. Era de esperarse que la implosión de los mercados globales y del Consenso de Washington traería más regulación, más redistribución y menos fundamentalismo mercadista. Hasta el Fondo Monetario Internacional alteró algunas de sus recomendaciones más extremas.
Sin embargo, nadie recuerda las revoluciones imaginarias. La recuperación de la crisis nos ha traído el ocaso del socialdemócrata en vez de su apogeo. Lo más cercano a una tendencia política en Europa y Estados Unidos no es el ascenso populista, sino la implosión de la centroizquierda.
Así como en la crisis en Europa la primera víctima fue Grecia. El partido histórico de la centroizquierda griega, Pasok, ganó las elecciones de 2009 cómodamente con 43,9% de los votos. Aunque ya había rumores de crisis, el candidato a premier, George Papandreou, insistía en que había “dinero escondido”. Pero lo que encontró en el gobierno fue el primer salvataje europeo. Y empezó la caída. Las medidas de austeridad sin liberalización profundizaron la crisis; diputados se fueron del partido, acelerando el declive. Para octubre de 2011, el 90% de los griegos se declaraban decepcionados. Pocos meses después, Papandreou se fue, aunque encontró refugio como presidente de la Asociación Socialista Internacional.
Su caída no ayudó. Pasok se encogió espectacularmente en las tres elecciones subsiguientes, pasando a 13% de los votos, después a 12,3% y finalmente a 4%. En 2015 se unió con otro partido, Dimar, y aun así sólo lograron 6% juntos. El naufragio de Pasok les dio viento a las velas de un partido al que solía alienar en la izquierda extrema: Syriza, el partido del hoy primer ministro, Alexis Tsipras. Los que hoy lideran la izquierda griega antes de la crisis y el salvataje sólo recibían 5% de los votos.
La caída de Pasok fue tan extrema que engendró un nuevo término en el análisis político: la “pasokización”, o sea la implosión de la centroizquierda. Tiene sentido que fuera invención española. Después de una década de gobierno socialdemócrata con el histórico PSOE, los conservadores de Mariano Rajoy ganaron las elecciones de 2012 en medio de una crisis bancaria. Y aunque Rajoy tuvo que reestructurar el sistema financiero (con salvataje europeo incluido), así como lidiar con una crisis de empleo, su Partido Popular no sufrió la suerte de Pasok. Pero su oposición sí.
El PSOE cayó rápidamente detrás de Podemos, el partido que surgió de los Indignados en 2013, destruyendo de la noche a la mañana el bipartidismo español reinante desde el ocaso de la dictadura franquista. Inspirado por Ernesto Laclau, Podemos les debe mucho –literal y figurativamente– a los populistas latinos, especialmente a esos oximorónicos dólares del imperio bolivariano. Debilitado, el PSOE no pudo deshacerse de Rajoy a pesar de dos elecciones, varios escándalos de corrupción y hasta el Brexit.
La escena se repite en otras latitudes. En Londres, los conservadores de Theresa May están cómodamente en el poder a pesar de una guerra civil entre sus filas sobre el Brexit, precisamente por la implosión de su oposición. El líder del Partido Laborista de Tony Blair, Jeremy Corbyn, es tan extremo que la elección que se viene en junio le dará a May la mayoría más holgada para un conservador desde la victoria de Thatcher después de Malvinas.
En Alemania, mientras tanto, la “Agenda 2010” que transformó la economía alemana en la fuerza industrial que es hoy no ayudó al partido que la ideó, el SPD. Todo lo opuesto. Por más de una década, el partido de Gerhard Schröder pierde todas las elecciones ante la eterna Angela Merkel, y parece que este año no será la excepción.
Incluso en Holanda, mientras todo el mundo se preocupaba por el ascenso del populista Geert Wilders, la consecuencia más importante de la última elección en marzo fue la destrucción del partido socialdemócrata. El bastión de la centroizquierda holandesa, el Pdvda, recibió sólo 5,7% de los votos, perdiendo 29 bancas en un Congreso de 150. Wilders sólo fue noticia por su decepción.
Como en Grecia, la crisis socialdemócrata beneficia a los populismos, tanto de izquierda como de derecha. Estos han tomado las banderas antisistema y antielites que hizo a la izquierda anticuada durante los años de omnipotencia liberal después de la caída del Muro de Berlín. Esta flexibilidad no es accidental. El populismo moderno no es ideológico: es un fenómeno social que no responde al maniqueísmo de izquierda y derecha. Es por eso que Marine Le Pen tiene una plataforma económica muy parecida a Podemos –sin olvidarse de Hugo Chávez. Y por eso le cuesta tanto al kirchnerismo criticar a Donald Trump.
Como una vez me dijo un líder socialista español: “Un partido de gobierno no puede darse el lujo de mentiras”. Pero los populistas no sufren ese problema. Y cuando han accedido al gobierno –en Atenas o en Washington–, han tenido que cambiar rápidamente. La constante de Trump ha sido hasta ahora traicionar las promesas de campaña.
A pesar de todo, no es tiempo de elegías. En Italia, los demócratas que perdieron increíblemente las elecciones de 2012 encontraron poco después un líder joven, reformista y energético que los llevó a una victoria espectacular en las elecciones europeas de 2014. Matteo Renzi está lejos de ser perfecto pero, habiendo retomado el control de su partido luego de perder un referéndum en diciembre, hoy lidera el partido más popular del centro italiano. Y hay otras figuras prontas a reenergizar la socialdemocracia italiana.
Y en Francia, una elección presidencial llena de sorpresas terminó beneficiando a un socialdemócrata reformista, joven, y proeuropeo, Emmanuel Macron. Macron emergió del socialismo, pero tiene un movimiento independiente. Nunca ha sido electo. Y fue violentamente criticado por su experiencia en el sector privado así como por sus ideas liberales en una época crítica de la globalización. A pesar de todo, por cuarta vez en cuarenta años, Francia votará este fin de semana lo opuesto de Estados Unidos: Reagan vs. Mitterand, Clinton vs. Chirac, Obama vs. Sarkozy, y ahora Trump vs. Macron.
Los partidos vienen y van, también las ideologías. Pero lo que está en juego en las elecciones de 2017 no es sólo el ascenso populista en el Norte, sino la validez de la socialdemocracia como propuesta política moderna. La pasokización es posible, pero no inevitable. El desenlace de la elección francesa –así como de la italiana que se viene– nos sugieren que la socialdemocracia puede reinventarse para la era posindustrial. Es mejor energizar el centro con reformismo honesto y orientado al futuro que abandonarlo para perseguir al populismo a los extremos. Hay público para esas ideas, si tan sólo hubiera políticos que se animaran a defenderlas.
*Asesor del Consejo sobre el Futuro de Europa. Instituto Berggruen para la Gobernanza.
Lecciones escandinavas
Si las democracias liberales desarrolladas mantienen políticas de statu quo, los trabajadores desplazados continuarán siendo marginados. Muchos de ellos sentirán que al menos Trump, Le Pen y sus semejantes aseveran sentir el dolor de dichos trabajadores. La idea de que los votantes vayan a volcarse en contra del proteccionismo y el populismo por su propia voluntad puede ser nada más que una vana ilusión cosmopolita.
En ausencia de políticas progresistas, incluyendo la carencia de sólidos programas de bienestar social, reeducación laboral y otras formas de asistencia a personas individuales y comunidades relegadas por la globalización, los políticos a la Trump pueden convertirse en una presencia permanente dentro del paisaje.
La lección que todo esto nos deja es algo que los países escandinavos aprendieron hace mucho tiempo. Los países pequeños de la región comprendieron que la apertura era la clave del rápido crecimiento económico y la prosperidad. No obstante, si iban a permanecer abiertos y democráticos, sus ciudadanos tenían que estar convencidos de que no se debía relegar a segmentos importantes de la sociedad.
Por consiguiente, el Estado de bienestar se convirtió en parte integral del éxito de los países escandinavos. Ellos comprendieron que la única prosperidad sostenible es la prosperidad compartida. Esta es una lección que ahora deben aprender Estados Unidos y el resto de Europa.
Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001.
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