Un viejo peronista me contó que en 1991, Carlos Menem realizó un acto público en Plaza de Mayo donde protagonizó una farsa salomónica: otorgó el predio ferial de Palermo a la Sociedad Rural y firmó el decreto que posibilitaba la entrega de títulos de propiedad a los vecinos de las villas 15, 20, 31 y 21-24, entre otras. En la jornada entregó un título al representante de la entidad agraria y otro al representante de los vecinos. El primero era verdadero. El segundo, “ceremonial”. Ese día, aquel viejo peronista se dio cuenta de que algo iba mal. El equilibrio de clases estaba un poco desequilibrado.
Veinticinco años después, a pesar de que Cristina Fernández anuló aquella privatización escandalosa, los prósperos estancieros siguen disfrutando de su lujosa sede comprada a precio vil. Ellos tienen poder para sostener sus privilegios. Los vecinos de las villas, en cambio, nunca recibieron sus títulos, ni cloacas, ni alumbrado, ni conexiones adecuadas a los servicios públicos domiciliarios. Ellos no tienen poder para exigir sus derechos. Como decía Tucídides en el Diálogo de los melios: “Los poderosos hacen lo que les place, los débiles sufren lo que tienen que sufrir”.
Hasta hoy, no existe una política nacional de poblamiento y planificación urbana a escala nacional. Solo reacciones espasmódicas. Ni la sensibilidad humanista ni la indignación reaccionaria lograron evitar que casi un millón de familias se vieran obligadas a asentare en barrios sin la infraestructura básica para una vida plena. Es una inmoralidad que en un país como el nuestro miles de familias cada año tengan que ocupar informalmente un pedacito de tierra en un baldío para vivir. Así opera el laisse faire de la exclusión. Arreglatelas.
La estrechez de miras de la clase dirigente argentina relegó la cuestión crucial del acceso a la tierra urbana a un segundo plano, un problemita de los pobres. En los organismos especializados se opina del tema, se lo debate, se formulan programas y finalmente no se hace nada o se hace muy poco. El asunto queda en manos de técnicos muchas veces bienintencionados pero sin poder ni presupuesto para llevar adelante políticas de Estado a escala. Se arman conferencias y comités con expertos en hábitat que toman café, exponen sus ideas, inventam neologismos y proyectan soluciones que nunca se llevan a cabo. Cuando se desarrolla algún proyecto focalizado de urbanización, se lo convierte en una galería gatopardista que los políticos se saquen fotos y los funcionarios justifiquen el sueldo.
Tener un techo digno en un barrio integrado es una precondición para la ciudadanía, su ausencia, un signo de exclusión. El papa Francisco va más lejos y dice que, junto a la tierra y el trabajo, el techo es un derecho sagrado. Nuestra Constitución le da raigambre constitucional. Sin embargo, el Estado ha violado esta cláusula básica del contrato social con millones de personas. A no sorprenderse luego si ellos incumplen otras. Exceptio non adimpleti contractus.
Hacia finales de 2016, el gabinete social del gobierno actual nos convocó a pensar juntos una política de integración urbana. Nuestra propuesta fue desarrollar un esquema integral en 4 etapas 1) un relevamiento nacional de barrios populares, 2) la expropiación de las tierras donde se asientan los barrios con destino a sus vecinos, 3) un plan integral de urbanización con fuertes inversiones en infraestructura barrial, 4) poner a disposición un millón de lotes con servicios. El desarrollo de estos puntos constituye la base para una reforma urbana inclusiva que si se suma a una buena política de economía popular y un proceso de reforma agraria permitirían enfrentar el escándalo de la pobreza y la exclusión que azota a un tercio de nuestro pueblo. He aquí el programa de las 3-T que sostenemos los movimientos populares.
En aquellos días, a pesar de desconfianzas y contradicciones, ambas partes asumimos esta hoja de ruta. Durante la Etapa 1, las organizaciones participantes (CTEP, Barrios de Pie, la CCC, Cáritas y Techo) hicimos, debo decirlo, un trabajo extraordinario del que siento un profundo orgullo como militante. Vale la pena comentarlo:
(a) Georreferenciamos 4.300 villas y asentamientos de todo el país sobre la base de un relevamiento inicial aportado por Techo.
(b) Realizamos el mapeo digital de las imágenes de esos barrios: fueron más de 10 mil fotografías satelitales sobre las que trazamos todas las calles, manzanas y lotes. Un centenar de jóvenes villeros, organizados en la Garganta Poderosa y la Corriente Villera Independiente, hicieron esta labor hercúlea tras capacitarse en el manejo de Sistemas de Información Geográfica de código abierto.
(c) Pateamos manzana por manzana, calle por calle, casa por casa, cada uno de esos barrios para relevar a las familias. Más de 6 mil relevadores populares de todas las organizaciones involucradas se rompieron el alma para lograrlo en tiempo récord, utilizando sus propios teléfonos celulares con un aplicativo cuyo diseño funcional realizamos nosotros mismos.
En este proceso se forjó un espíritu de cooperación entre nosotros y los funcionarios involucrados. Por un tiempo trabajamos en equipo y muy bien. No me avergüenza decirlo a pesar de considerarme un firme opositor a los lineamientos políticos, económicos y culturales de este gobierno. Me hacen reír ciertos progresistas de cafetín que se indignan desde el sofá si las organizaciones sociales en lucha conquistamos derechos o logramos acuerdos para mejorar la vida de nuestros compañeros. De eso se trata la cultura del encuentro. No importa si detrás de ese objetivo explícito existen especulaciones políticas de un lado o del otro. Esa disputa se saldará en otro terreno. Lo importante es terminar de una buena vez con la exclusión urbana y avanzar con la restitución del derecho a un techo digno.
Después de algunos tironeos, logramos la sanción del decreto 358/17 que instruyó la entrega de los Certificados de Vivienda Familiar. Entre otros beneficios, las familias obtuvieron un instrumento para demostrar sus derechos posesorios y exigir, en caso de haber factibilidad técnica, la conexión a los servicios públicos. Ya estaban todas las condiciones para avanzar a la Etapa 2: la presentación de un proyecto de ley general de expropiación que nuestros equipos técnicos elaboraron junto a los del Gobierno. Corría diciembre de 2017 y la relación con el Gobierno se había deteriorado. A partir de la etapa preelectoral, los estrategas oficiales decidieron profundizar un discurso de odio que mide bien en los focus groups y permite la construcción del enemigo interno para el nuevo relato. Todo lo contrario a la prometida “unidad de los argentinos”. Mano dura, gatillo fácil, criminalización de la infancia, persecución política, xenofobia contra los migrantes, estigmatización de las organizaciones sociales, hasta coqueteos con la pena de muerte. Lo que ellos dicen con el pico, en los barrios que ellos no conocen se sufre con el cuero. Así las cosas, los ánimos se caldearon, el proyecto quedó en piloto automático y el funcionario que lo lideraba con tanto entusiasmo dejó de comunicarse con nosotros.
Pasaron los meses, y el Ejecutivo no enviaba el proyecto al Congreso. Teníamos que pensar alternativas porque no íbamos a abandonarlo por nada del mundo. Hablamos con los bloques de oposición para presentarlo con ellos si el Gobierno no lo hacía y tuvimos respuestas favorables. Pusimos entonces como fecha límite el 13 de abril para presentarlo nosotros. Eso ayudó. El proyecto, finalmente, ingresó al recinto auspiciado por el bloque oficialista. Fue una inmensa alegría para todos aunque, al mismo tiempo, demostró nuestra incapacidad para desarrollar políticas de Estado consensuadas. Los mejores proyectos se contaminan con intereses particulares, politiquería especuladora y vanidades personales. Mucho marketing y poca convicción. Me hago cargo de la parte que nos toca, pero cuando existe una contradicción así, la mayor responsabilidad es del que mayor poder tiene. Con todo, se ha dado un paso de máxima importancia que debemos reconocer al oficialismo por promover, a la oposición por acompañar pero sobre todo a los vecinos y sus organizaciones por reclamar, empujar y desarrollar en el territorio. Pero no queremos que se repita la historia que me contó aquel viejo peronista. Que este proyecto no devenga en una compensación meramente simbólica a los pobres por los inmensos privilegios que los ricos han recibido durante estos años. Los ricos ya tuvieron su blanqueo. Los pobres, solo promesas. La ley se tiene que aprobar, reglamentar y ejecutar… y rápido. Allí estaremos para exigirlo.
Luego vendrán las siguientes etapas. La integración urbana requiere una inversión en infraestructura de aproximadamente el 2,5% del presupuesto nacional durante seis años para garantizar el acceso de todos los vecinos a condiciones dignas de vida: servicios públicos, espacios verdes, equipamiento urbano, asfalto, etc. (Etapa 3). Por otro lado, sin una planificación de nuevas urbanizaciones sociales en algunos años volveremos a tener el mismo problema. El Estado debe garantizar el acceso masivo a lotes con servicios, materiales de construcción económicos y asesoramiento constructivo para toda familia que necesite un techo propio (Etapa 4). Tal vez estas tareas queden para el próximo gobierno. Sea del signo que fuere, también estaremos allí para exigírselo.
Si todo esto sucede, no solo será bueno para los vecinos y vecinas de los barrios populares. No será únicamente una cuota de la deuda social. Esto también beneficia a aquellos que buscan con inteligencia su propio bienestar. Ciudades integradas significa más armonía, seguridad y mejor calidad de vida para todos sus habitantes. También será bueno para nuestra clase dirigente, envenenada de pequeñas rivalidades y odios estúpidos, que pasa por alto las cosas realmente importantes. Solo con tierra, techo y trabajo podremos volver a hablar de República. Solo con tierra, techo y trabajo podremos volver a hablar de justicia social.
*Confederación de Trabajadores de la Economía Popular.