Son nuestros, porque son de nosotros, los alambramos y los manejamos. Ese es su credo base: denominan “públicos” a unos medios más privatizados que nunca. Formidable exhibición de impunidad semántica: las cosas son de quienes las dominan. La Argentina carece de una televisión y una radio públicas. Canal Siete y Radio Nacional son desde 2003 medios gubernamentales en sentido literal, pero travestidos de “públicos”. El Gobierno ganó una batalla de significados muy grande: por ingenuidad, ignorancia o simple pereza, hasta quienes se sienten incómodos con las decisiones, actitudes y léxico del oficialismo apodan “públicos” a unos medios minuciosamente manejados desde la Casa Rosada.
El Estado es el patrón. Colonizados por la gestión gubernamental, sus recursos son usados a destajo, sin vergüenza ni pudor. Omnipotencia oficial: sólo merecen participar de esos medios quienes se alinean disciplinadamente con la gestión. A esto se suma una novedad de colosal gravedad, signo de los tiempos. El apoderamiento de los medios estatales, puestos al excluyente servicio del Gobierno, se asocia con el direccionamiento de sus contenidos, en belicosa postura combatiente contra el “enemigo”. Así, estos medios “públicos” no se limitan a plantear temas y opiniones del Gobierno, ideas y posturas parciales que no desacrediten a nadie. Martillan, en cambio, esmerilando y condenando de manera avasalladora a los que discrepan, incluyendo a quienes lo hacemos desde posiciones de visible y a menudo conmovedora inferioridad de recursos.
Formateados como brazo expresivo de un virtual Ministerio de Propaganda, el canal y la radio del Estado excluyen minuciosamente lo diferente y lo opuesto. Día y noche, los ciclos “periodísticos” en estos medios destilan estigmatización y ataques personales, sobre todo para con comunicadores e intelectuales que se negaron a encuadrarse. Atacan con pugnacidad asombrosa. Instalados como vitalicios en unos medios que pertenecen a toda la sociedad, se exhiben victoriosos, socarrones y despectivos. Sentados sobre el patrimonio público, funcionan como si los hubiesen escriturado a su nombre. Padecen de una impresionante omnipotencia. Se sienten acorazados con una infranqueable impunidad. Han concretado, finalmente, el sueño del crimen perfecto. Hablan sin rivales. Peroran sin debatir. Agravian sin temor a ser cruzados por ideas o informaciones que los desacrediten. No siempre fue así en estos últimos treinta años. Durante el gobierno de Raúl Alfonsín, en los medios del Estado y aun cuando aquella democracia enclenque fue responsable de ingenuidades y errores ostensibles, se podía escuchar y ver en ellos a personas como Carlos Campolongo, Juan Carlos Mareco, Charly Fernández, Marcelo Simón y Mona Moncalvillo, todos ellos justicialistas. En aquella TV de la era alfonsinista tenían espacio Roberto Cenderelli, Mónica Gutiérrez, la dupla Neustadt-Grondona, Carlos Rodari, Pablo Mendelevich, Fernando Bravo, Teté Coustarot, Mario Monteverde, Susana Rinaldi, María Herminia Avellaneda, María Elena Walsh, Enrique Vázquez, Jorge Dorio, Eduardo Aliverti, Sandra Russo, Alan Pauls, Daniel Guebel, Jorge Lanata, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, Julio Blanck, Sergio Villarruel, Adrián Kochen y yo, entre otros.
Entre 1989 y 1991, cuando dirigí Radio Municipal de Buenos Aires (antes de que el gobierno peronista de Carlos Menem le entregara la poderosa frecuencia AM 710 a Daniel Hadad), mi programación incluyó a los hoy fallecidos Oscar Raúl Cardoso, Mario Krasnob, Jorge Guinzburg, Claudio Uriarte y Carlos Abrevaya, además de Gabriela Cerruti, Quique Pesoa, Moira Soto, Luisa Valmaggia, Alfredo Zaiat y Marcelo Longobardi.
En el fugaz bienio de la Alianza, condujeron y participaron de programas por Canal 7 y Radio Nacional, entre otros, Nancy Pazos, Luis Majul, Horacio Embón, Quique Pesoa, Rosario Lufrano, Liliana López Foresi, Norma Morandini, Carlos Polimeni, Emiliano Galende, Franco Salomone, Teté Coustarot, Blanca Rébori y Omar Cerasuolo. Por Radio Nacional, dirigida con honestidad y pluralidad democrática entre 1999 y 2001 por Mario Cella y Marcelo Manuele, pasaban dirigentes peronistas opositores, piqueteros que cortaban rutas y sindicalistas que cuestionaban políticas del presidente Fernando de la Rúa. En esa Radio Nacional de la época de la Alianza, de 1999 a 2001, jamás se le impidió al servicio informativo la cobertura de actos y declaraciones opositoras, que se emitían, además, a las cuarenta filiales de la radio en todo el país. Incluso en los asfixiantes contornos del modelo actual de medios estatales como meras bocas oficiales, a veces es posible recuperar ese espíritu, como en la señal Encuentro, cuya programación propone algunos contenidos sólidos, respetables y serios, al margen de que su programación también ha sido salpicada de oficialismo explícito. Pero es una señal de cable, orientada a un público más exigente, como parte de la vasta maquinaria del Ministerio de Propaganda.
En lo fundamental, los medios del Estado han sido manejados con un criterio tajantemente direccionado al discurso único y a la sofocante unanimidad en apoyo de las políticas del Gobierno. Además de hiriente y bravucona, ha sido una apuesta cerril, además de estéril. Al rechazar toda diversidad, este oficialismo de encargo, perpetrado por profesionales de probado y endurecido camaleonismo, reiteró la autoritaria manía del “meloneo” setentista. No convence a nadie. Sólo se dedica a aplastar enemigos. Envalentonados por pelear sin contrincantes, se han convencido de su eternidad. Una categoría cautivante que debería ponerse en valor en la Argentina sería recuperar en la radio y la TV del Estado la diversidad, respeto y civilizada costumbre del diálogo entre los diferentes, ausentes. Progresistas de cara al matrimonio entre personas del mismo sexo, los actuales okupas de la radio y la TV pública son trogloditas en materia de diversidad y respeto de la información.
Helicóptero
Mareada por palabras altisonantes que pretenden ocultar hechos notorios, en la Argentina la retórica fue pulverizando los significados más elementales. Las consecuencias han sido elocuentes a lo largo de la primera década del siglo XXI. Enceguecida por el ruido, está impedida de ver la curiosa boda que se consumó entre sentidos irreconciliables. Es un viejo romance con la altisonancia.
Muchos de los hoy empinados funcionarios del gobierno de los Kirchner proclamaban en los años 70 su intención de morir por la causa que abrazaban. Es cierto que en aquellos años miles murieron en serio por ella, claro. Varios centenares perdieron la vida en combates abiertos con sus enemigos, básicamente entre 1968 y 1980, pero la gran mayoría de ellos fueron asesinados vilmente, tras ser secuestrados y atormentados. Los sobrevivientes de aquella generación que encontraron consuelo, refugio, contención y revancha en el kirchnerismo se convirtieron en melancólicas figuras con un lenguaje empachado de epítetos grandilocuentes y consignas pretendidamente heroicas. Pero, en verdad, esa Argentina se escondía de lo sucedido hace años, como si tácitamente admitiera su naturalidad o, al menos, su irrelevancia. Ha sido ésa una mirada desde arriba, cenital, una visión típica de las que se adquieren sobrevolando realidades en helicóptero u observando la ciudad desde los pisos superiores de las altas torres de Puerto Madero. Encaja por eso en el patrón de lo que el kirchnerismo se animó a hacer con las estadísticas: fraguarlas.
Hay un componente desesperantemente totalitario en esta pretensión; sólo existe lo que el grupo gobernante admite o pergeña. El resto es ocultado o distorsionado. Hay que decirlo: se trata de una modalidad muy típica del peronismo en todas sus versiones: cuando la realidad contradice los enunciados, la errónea es la realidad. En el reportaje que le hice el 24 de enero de 1996 en su despacho de la Casa Rosada, el presidente Carlos Menem se indignó cuando le pregunté por un tren de carga que llevaba ganado y había sido saqueado al detenerse en medio del campo, en el sur de la provincia de Santa Fe. Gente del lugar carneó varios animales allí mismo. Se sobresaltó, me increpó y se indignó. “¿Y usted de dónde sacó eso?”. A su secretario de Medios, Raúl Delgado, le ordenó que fuera velozmente a buscar el diario y ya con Clarín en la mano, le mostré la nota a Menem, que, ofuscado, me dijo: “¡Nada que ver! ¡Son puras patrañas!”.
Poco cambió desde entonces. El kirchnerismo habló hasta el hartazgo del helicóptero en el que el presidente Fernando de la Rúa se marchó el 19 de diciembre de 2001 a Olivos desde la Casa Rosada, un día antes de regresar en auto para renunciar. Pero sin embargo hay pocos antecedentes de un gobierno tan meticulosamente adicto al helicóptero y a los aviones como el que ocupa el poder desde 2003. Síndrome ocupacional negativo ha provocado ese exceso de mirada desde arriba. Se ve poco y se pierden los detalles.