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daños colaterales

Un dolor permanente que aún hoy provoca víctimas

Además de las 85 personas que murieron inmediatamente, hubo otros “daños colaterales” en torno al atentado de la calle Pasteur: aquellos que no pudieron soportar la pérdida. Familiares cuentan sus historias.

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Memoria. El dolor por las víctimas causó más víctimas: personas que no pueden comprender la pérdida y cuyo sufrimiento no se mitiga con el paso del tiempo. | Cuarterolo

Son padres, hijos, hermanos y parejas que fallecieron de tristeza, de soledad, que enfermaron. Son, por lo menos, 12 familiares, pero pueden ser muchos más. Personas que, como las 85 víctimas, hubieran vivido más tiempo si el atentado no hubiese ocurrido. De todos los familiares y sobrevivientes del atentado a la AMIA entrevistados, el Estado nunca le ofreció a ninguno atención psicológica.

Sus historias también son el relato de cómo las esquirlas de la explosión se transformaron en pena, enfermedad, sufriemiento. Que la impunidad hace aún mayor, con el paso de los años.

Silvana Kupchik: un ACV por no resistir la tristeza

“Decenas de nombres saltan a mis ojos. Nombres de desconocidos, de hombres y mujeres, que vivían en esos momentos afanados en sus ambiciones. Cada nombre, un nuevo rostro y un nuevo cargamento de pena”, extracto del libro Del corazón al cielo, de la madre de Sofía Guterman.

Estas son algunas de sus historias. De los que pensaban “ahí explota” constantemente, de los que no volvieron a viajar en subte, los que se acuerdan del olor a amoníaco. De los que no escuchan bien, de los que les cuesta caminar y tienen el cuerpo marcado. De todos los que siguen llorando. Y de los que no aguantaron tanto dolor.

Sofía Guterman estaba buscando a su hija, Andrea, en el caos. En gritos desgarrados, anteojos tapados de polvo, y el espanto mismo vio a una mujer que lloraba desconsolada: “Era Silvana Kupchik. Ella también falleció. Pero no en el atentado como mi hija. Era familiar. Iba a los actos por el atentado con sus papás”.

Estefanía Kupchik cumple años los 18 de julio. En esa fecha de 1994, su padre, Luis Alberto Kupchik, quedó atrapado en la AMIA: “Cumplí 10 años. Habíamos festejado el día anterior. Teníamos una casa con parrilla y a mi papá le gustaba hacer asados”. La familia de Estefanía intentó anotar que su padre murió otro día para que no coincidan los días.    

Silvana Kupchik es la hermana de Luis. Ella tuvo un ACV años más tarde de perder a su hermano. Israel Kupchik, el padre de ambos, también falleció y a la madre, Malvina, el Alzheimer le dificulta recordar. Luis fue a la AMIA junto a sus primos, Fabián y Pablo Schalit, para tramitar el sepelio de su abuelo, que falleció el mismo día a la madrugada. Los acompañó también Elías Palti, amigo de la familia. Murieron todos. Al poco tiempo de la desgracia, los padres de Pablo y Fabián fallecieron sumidos en una depresión. “De la familia Schalit ya casi no queda nadie a quien hacerle una pregunta”, dice Sofía.

“En ese momento, para mí no existía algo malo. Con mi hermana, Natalí, que tenía entonces 8, no nos acordamos bien de todo. Pero sí recuerdo que prendimos la tele y vimos la gente entre los escombros. Ahí lo estaban buscando y así me fui enterando”, cuenta Estefanía. “Con los años me fuí. Más allá de recordarlo todos los días de mi vida, viajaba para mi cumpleaños para no pasarlo acá”.

Cuando muestra una foto y pregunta quién es, su hijito responde “el abuelo”. “Mi papá tiene un mejor amigo, charlo mucho con él. Hoy es como el padrino de mi hijo. Siempre me dijeron, y con mi hermana lo recordamos, que le encantaba contar chistes. Que era muy buen amigo. Todos los que lo conocieron tienen recuerdos espectaculares de mi papá”.

“Vi el agujero que había en AMIA, el frío que entraba, de pleno invierno. Un silencio sepulcral. El frente del edificio ya no estaba. Yo apenas sentía. Sabía que mis amigos estaban debajo de los escombros. Agarré el libro de ingresos del personal, me colgué y volví a salir”, hace memoria el sobreviviente Hugo Fryszberg. Ayudó en todo lo que pudo. No descansó. A la mañana siguiente comenzó lo que culminó en la recomposición del sector de sepelios. “Hay un olor, a amoníaco, que me quedó grabado. Acido. Uno de los componentes de la bomba”. No es al único. Tampoco el único que tuvo pesadillas, miedo a la oscuridad. O que se paralizó cuando escuchó un trueno.

Norberto Toer: las defensas bajas, luego del horror

“No había nada. Solo pilas y pilas de escombros. Pensé: acá hubo algo bravo, no sabemos qué, pero hay que irse”, recuerda el sobreviviente Miguel Salem. Sirenas, mucha gente, el Hospital de Clínicas lleno. “El taxista estaba tan shockeado como yo. Estaba transportando a un pasajero que acababa de salir de entre las ruinas”, cuenta Jorge Beremblum. “Voló la AMIA”, le contó por teléfono la sobreviviente Anita Weinstein a su hija, Ker.

Faiwel Dyjament, polaco de 73 años, guardó su llave en el bolsillo y se fue sin desayunar para poder ser uno de los primeros en llegar a la Bolsa de Trabajo. “Estaba jubilado así que luchaba por tener un ingreso más. Un hombre sano, buen mozo, habilidoso. No parecía la edad que tenía, no estaba encorvado. Fue a buscar trabajo y no regresó nunca más”, cuenta su prima hermana Dorita.

Probablemente se cruzó con Mariela Toer, de 19, que terminó el CBC y fue con su mamá, Graciela Berelejis, a buscar su primer trabajo. También fue Andrea Guterman, maestra jardinera, que soñaba con abrir una escuela en el interior, con su mamá, Sofía, como directora.

Mientras unos buscaban trabajo, Néstor Serena, hacia el suyo. Ingeniero, trabajó con esmero en las remodelaciones de un edificio que minutos antes todavía se proyectaba a futuro.

La bomba no distinguió. Néstor falleció, y los que estaban en la Bolsa también. Quienes aguardaban a ser atendidos murieron esperando, y sus familias, en la espera de encontrarlos resucitaron un millón de veces. “Una semana desde que explotó la bomba hasta que nos dijeron. Una semana, al otro lunes. Esos días no los podría describir con ninguna palabra del abecedario. Es irreproducible”, dice Ariel Toer, hijo de Graciela y hermano de Mariela, que para entonces tenía 21.

Ariel, “el león”, significado de su nombre, tuvo que soportar también la pérdida de su papá, Norberto: “Después del atentado tengo recuerdos borrados, mi inconsciente los sacó. Me acuerdo de estar acompañado, de la confusión. Mi papá quedó muy triste, con las defensas bajas”.

Dorita Dyjament llevó la cola de la novia en el casamiento de Mina Swartz y su primo Faiwel. Los dos extranjeros, Faiwel y Mina vinieron a Argentina en su niñez y se enamoraron. La llave en el bolsillo de Faiwel fue determinante para encontrarlo después del atentado. Mina, su compañera, falleció al poco tiempo: “Estaba muy afectada. Vivió un tiempo en un hogar para ancianos, después murió de angustia y de estar solita, no tenían hijos”.

Andrea Guterman se iba a casar ese año y Néstor iba a cumplir 25 años de matrimonio con Ana María Serena, quien también falleció años después. “Mi mamá no se hubiera ido si no hubiese sido por un hecho traumático. La angustia potenció su enfermedad”, sostiene el hijo de ambos, Néstor. ¿Qué vas a hacer si ganás?, le preguntó Ana María Serena a Sofía Kaplinsky Guterman. “Nunca gano nada, así que si lo gano te lo regalo a vos”, contestó. Familiares de víctimas estaban esperando escuchar los ganadores del sorteo para irse de viaje a Israel que estaban por anunciarse. Ana Czyzewski y Sofía Guterman ganaron. Pero Ana Czyzewski y Ana Serena fueron las que viajaron.

Ana María Blugerman: pérdidas

Todo se volvió oscuro, denso. Vidrios estallados y olor a sangre. Aturdimiento. Desde adentro, Ana María Blugerman gritaba: ¡Mi hija, mi hija!”.

“Mientras caminaba el edificio se venía abajo. Levantaba un pie, se caía todo. Levantaba otro, se caía”, recuerda la sobreviviente Mirta Satz. Ana María se sujetó fuerte. La escalera de bomberos la subió hasta quedar en el aire. La dejaron sobre escombros. Otras personas salieron por una medianera trasera. Todos cuentan lo mismo, un relato que se une de a partes.

Paola Czyzewski entró una sola vez a AMIA. Fue para acompañar a su mamá. Charló con los de seguridad sobre la expulsión de Maradona del Mundial que terminó la noche anterior. Su madre recorrió los pisos como todos los días. Habló primero con Mirta que estaba en la oficina al lado.

Carlos Hilu, jefe de vigilancia, estaba firme en la puerta de la mutual. Paola bajaba a buscar un pedido al bar de enfrente. Dijo que ya volvía, pero todo explotó a mitad de camino. También fue así para Carlos y para sus compañeros. Adolfo “Coco” Hilu y Carlos, hermanos, llevaban la barba larga como duelo por la muerte de su padre. Después del atentado a Coco se le complicó más su salud. “No sé porqué pidió café, porque casi no le gustaba”, se lamenta Ana, madre de Paola.

Algunos sobrevivientes deambularon perdidos en el shock. Otros, sin entender, empolvados, con mangas cortas y sin sentir frío, se tomaron el subte para sus casas. Los familiares comenzaron la búsqueda. Graciela y Mariela Toer, madre e hija, no se salvaron. Ana María sobrevivió y la culpa, a veces, la vuelve a atormentar: “Por haberla llevado y haber salido caminando”. Hay quienes tienen cicatrices en la espalda o en la cara, y algunas que no se ven. El día del atentado a Ana se le cortó su período y nunca más le volvió. Algunos días se le duermen las piernas o las manos: su cuerpo recuerda. “Y a todo esto hay que sumarle la falta de Justicia”.

Días antes del atentado hubieron amenazas de bomba. Ana, junto a su amiga Raquel Fainstein y todos los empleados, evacuaron el edificio. “Nos quedamos mirando desde enfrente, como si eso nos hubiera salvado”.  

Pasaron 25 años. Sus otros hijos tuvieron hijos, se casaron. “Pero siempre queda algo que no permite ser feliz completamente. ¿Por qué la vida nos castigó así? Mi marido, Luis, hubiera apostado que Paola sobrevivía. Uno aprende a vivir con el dolor y la ausencia, pero siempre está esa sensación. Sobre todo cuando nacieron mis nietos, en los cumpleaños. Siempre falta algo, siempre falta Paola”.

Daniela Alguea: mal de ausencia

Silvana Alguea vivió en Israel durante la Guerra del Golfo. A 10 kilómetros de la Franja de Gaza. Nunca le pasó nada. La calle fue zona de guerra, como si hubiesen bombardeado Pasteur.

Antes de salir de su casa, Silvana le dejó un mensaje a su obstetra. Le avisó que no podía ir al turno de ese día a las 9:30. No quería faltar al trabajo. El 18 se reincorporó después de su licencia por maternidad. Su hija, Gabriela Rodríguez, tenía entonces 8 meses. Ahora 25 años; la impunidad crece a su mismo ritmo.

Daniela Alguea, hermana de Silvana, era deportista de alto rendimiento. A las 9 le sonó el teléfono. “Me dice: cuando vayas a buscar a Gaby, fijate que me olvidé mi documento en el bolso maternal”, recuerda Daniela. Esa fue la última vez que las hermanas hablaron.

Asistente social de 28 años, Silvana se puso a trabajar en su escritorio, en el 4° piso. Un día tranquilo, de vacaciones de invierno. La mitad del personal de AMIA no trabajaba. “Si no, hubiera muerto el doble de gente”. Daniela se sentó en un asiento en el fondo del colectivo. Se puso el walkman y pensó la coreografía de patinaje que iba a montar ese día en el club. La radio del colectivo estaba baja, aunque no inaudible.

El edificio tembló. Silvana se miró con sus compañeras. Sabían lo que estaba pasando. No llegó a cortar el teléfono. Su amiga escuchó todo. “Oí por la radio que algo explotó. Fui para adelante y le pedí al colectivero que lo ponga de vuelta. ‘Explotó la AMIA’, dijeron. Me agarró un ataque”, cuenta Daniela. Bajó del colectivo y se arrodilló en el piso: “Porque sentí que mi hermana había muerto”.

Llamó a su familia, pero no los localizó, corrían de un hospital a otro. Buscó a su sobrina de la guardería. Puso el contestador. El médico decía que le cambiaba el turno a Silvana para la semana siguiente. “Ahí reaccioné. Mi hermana no tendría que haber estado en AMIA”.

Daniela y la bebé pasaron los siguientes días juntas. Esa noche nadie volvió. “Entendí que solo me tenía que ocupar de mi sobrina”. Fue su figura materna con solo 16 años. 8 meses con Silvana fue demasiado poco. 28 años también.

Casualmente juntaron a familiares en el colegio en el que estudió Silvana. “Mis papás estaban seguros de que Silvana iba a estar viva. Dormimos en los asientos del teatro. 7 días después la encontraron”.

“La ayuda psicológica la recibimos por parte de AMIA. No sabíamos cómo seguir. No teníamos ganas. Pasé de entrenar 6 horas diarias a estar en la cama”. Sus padres les decían que el día que ellos no estén, iban a estar los hermanos. Que por eso debían ser unidos. Hermanos como Ariel y Mariela Toer. Madre como Graciela Berelejis. “El día que Silvana murió sentí que era huérfana. A mis dos hijas no me atrevo a decirles lo mismo. ¿Ahora quién iba a estar cuando mis padres no estén?”.