El aire en el pabellón está saturado de humo de cigarrillo y de desesperanza. Veinte personas compartiendo el mismo espacio y entre ellas Konstantin Rudnev de 58 años. Ocho meses sin condena. Ocho meses sin pruebas. Ocho meses sin una sola víctima que pudiera confirmar las acusaciones. Y ahora su detención ha sido prorrogada por cuatro meses más hasta el 3 de abril de 2026.
Es una destrucción lenta y fría de un hombre cuya culpabilidad no ha sido demostrada de ninguna manera. El juez prorrogó la prisión preventiva como si fuera un trámite, y no la vida de una persona que se está apagando frente a sus ojos.
Pero la historia de Rudnev no es un trámite. Es una alegoría de cómo el sistema puede aplastar a alguien cuando decide cerrar los ojos. “Él se ahogaba por las noches. Yo lo escuché pelear por aire”, dice uno de los detenidos.
En la celda de Rawson no hay ventilación. No entra aire, pero sí entra el miedo.
Un miedo que escuchan los demás presos cuando por la noche Konstantin se levanta de golpe, tratando de atrapar el vacío con la boca, como si sus pulmones ya no le pertenecieran por completo.
Ya tenía diagnóstico antes de ser detenido: fibrosis pulmonar, una enfermedad que de por sí le quita el aire milímetro a milímetro, día tras día. Pero en la cárcel todo se aceleró: los ataques de asfixia son más frecuentes, el pecho se siente apretado como por aros de acero, las manos se entumecen, la sangre aparece donde no debería aparecer. Y todo esto sin tratamiento, sin estudios, sin ninguna perspectiva de mejora.
Y la responsabilidad no recae sólo en el tribunal, sino ante todo en los fiscales Fernando Óscar Arrigo y sus subordinados: Tomás Labale y Gustavo Revore. Son ellos quienes llevan adelante una causa sin pruebas, manteniendo detenido a un hombre cuya vida corre riesgo cada día.
“Él no entiende qué le dan. Las pastillas se las entregan sin explicaciones, con gestos”, relatan los médicos.
Los doctores Luis Sarotto y Mariano Duarte, personas ajenas a la política, no escriben manifiestos ni participan en marchas. Son simplemente médicos, y su lenguaje son los hechos.
Y los hechos suenan como una sentencia: su paciente se está muriendo lentamente.
Describen lo que sucede: dificultad progresiva para respirar, episodios de asfixia, dolores en el pecho, ataques de pánico, pérdida de sensibilidad en el brazo izquierdo, inflamación intestinal y sangrados, pérdida de memoria a corto plazo. Y algo más, quizás lo más aterrador: recibe medicamentos a ciegas. Le dan pastillas de acción fuerte para bajar la presión, que empeoraron gravemente su estado. Sin diagnóstico, sin explicaciones, sin instrucciones.
“Él no entiende por qué se lo dan”. Una persona que no habla español recibe atención médica por gestos. Por gestos en una cárcel donde de ellos depende su vida. “Él no rechazó el tratamiento. Eso es mentira”, dice su esposa.
La parte más absurda de esta historia es que jueces y fiscales afirman que Rudnev supuestamente rechazó atención médica. Es una mentira. Y una mentira mortal.
El juez de Bariloche, Gustavo Zapata, rechazó la solicitud de la defensa para trasladar a Konstantin Rudnev a una de las cuatro clínicas capaces de brindarle la atención necesaria, basándose en ese “rechazo”.
Pero esa mentira no surgió de la nada: la repiten los fiscales Arrigo, Labale y Revora, quienes continúan manteniéndolo en un penal de máxima seguridad y presentando ante el tribunal materiales sin pruebas.
Crean condiciones en las que una persona con un diagnóstico grave arriesga su vida todos los días y son sus decisiones las que convierten este caso en persecución judicial, no en justicia.
Los fiscales Fernando Óscar Arrigo, Tomás Labale y Gustavo Revora siguen reteniéndolo en una cárcel de máxima seguridad en un caso sin víctimas, sin pruebas y sin lógica.
“Si no lo trasladan a un hospital, puede no sobrevivir estos meses”, afirma su esposa. Su voz tiembla. No es histeria, es el cansancio de alguien que cada día espera un llamado telefónico que teme hasta el entumecimiento de las manos.
Las organizaciones internacionales ya reaccionaron. Argentina aún no. La Asociación Americana por los Derechos Humanos y varias iniciativas regionales ya tomaron el caso de Rudnev. Vieron lo que ocurre y lo llamaron por su nombre: una amenaza a la vida provocada por el propio Estado. Pero dentro del país, todo sigue en pausa.
El tribunal — en pausa.
La fiscalía — en pausa.
El sistema — en pausa.
Sólo su enfermedad sigue avanzando. Esto no es una cuestión política. Es una cuestión de humanidad. Konstantin Rudnev puede generar sentimientos diversos. Sus ideas, su pasado, su vida todo puede debatirse, aceptarse o rechazarse. Pero hay cosas por encima de cualquier opinión. Toda persona privada de la libertad tiene un derecho innegociable a no morir en sufrimiento. Derecho a respirar. Derecho a ser examinado. Derecho a recibir tratamiento.
Hoy, Konstantin Rudnev no tiene ese derecho. Esto es una exigencia a la Argentina para que cumpla su deber: trasladarlo inmediatamente a un hospital o concederle arresto domiciliario con supervisión médica permanente.
Esta exigencia no se basa en simpatías ni antipatías, sino en: la Constitución Argentina,
los pactos internacionales de derechos humanos, el derecho a la vida, los informes médicos, y la simple conciencia humana.
Cada día de demora le quita más oxígeno. Cada día lo acerca al punto de no retorno. Si callamos ahora, la pregunta “¿Por qué no le permitieron recibir tratamiento?” pronto se convertirá en otra: “¿Por qué permitimos que un hombre muriera?” Argentina todavía puede elegir la respuesta correcta. Y debe hacerlo hoy.