Al cine le debemos, entre tantas cosas, la emoción extraña de haber estado antes en lugares que conocemos por primera vez, una especie de “déjà vu geográfico”, o de locaciones. Fue en Los Intocables de Brian De Palma que vi este puente de la Av. Michigan que estoy cruzando en este momento. Y fue en El caballero de la noche que viajé por la estación elevada de tren en Adams y Wabash y luego intenté entrar al The Chicago Theatre pero la función estaba suspendida. Fue con Julia Robert y Dermot Mulroney que compartí un crucero por el río Chicago en La boda de mi mejor amigo. Fue primero en la ficción. Cualquier coincidencia es mera realidad.
Antes de conocer esta ciudad (estuve por primera vez en el año 2018) “Chicago” sólo me remitía al conocido musical y a algún dato lejano de una ciudad destruida por un incendio a fines del 1800.
Ahora, instalado por un tiempo prolongado, puedo afirmar que Chicago es infinita, extraordinaria… y podría seguir adjetivando. Una especie de aleph borgeano en donde se sintetizan todos los mundos, todos los tiempos y todos los lugares. Es la ciudad de los 35 grados en verano y la del frío ártico en invierno. La del famoso “bean de metal” del artista Anish Kapoor, en el Millennium Park, que convierte una obra de arte en un punto de encuentro. Es la ciudad de Nick Cave, de Wilco, la de una escuela propia de arquitectura y un estilo propio de jazz, la de Pilsen y su magia mexicana, la de los restaurantes cerrados a las 9 de la noche, la de los parques, muchos parques. Y por supuesto la del Michigan, que es un lago, pero parece un mar con la calma de una piscina.
Este año volví a Chicago convocado por una gran institución cultural el Chicago Latino Theater Alliance (CLATA) para dirigir la obra Tebas Land escrita por Sergio Blanco y con un equipo de artistas residentes en la ciudad entre ellos el argentino Esteban Schemberg y el boricua Tommy Rivera Vega, dos actores inspirados y tan compañeros en la búsqueda creativa.
Fue un proceso de trabajo muy intenso, atravesado por sensaciones y otros idiomas y lenguajes. Otros tiempos. Montar una obra en menos de dos meses era algo que nunca había experimentado.
Ante la pregunta recurrente de si es mejor esta forma que la conocida en Argentina sólo puedo decir que es otra muy distinta. Y que me gustaría poder quedarme con algunas cosas de cada modo de encarar la actividad. Pero tengo la sensación de que eso sería imposible porque los procedimientos en las artes escénicas, como en cualquier otra disciplina, no están escindidos de su contexto, de las costumbres, de sus historias, de las geografías donde ocurren.
El día que comenzó el otoño también fue el día de nuestro estreno en la sala Chicago Dramatists ubicada en West Loop. Derribando todos mis prejuicios, el público fue tan entusiasta como el público porteño más entusiasta. Al finalizar hubo empanadas, alfajores y brindamos con vino de Mendoza. Y ahí estaban nuestros anfitriones, o ángeles, Patricia y Lenny con su generosidad sin fronteras.
El teatro, siempre, son las personas que lo hacen, pero también el paisaje que nos rodea, el clima, los cielos, los trenes para llegar a un ensayo y los kilómetros que nos separan de aquello que necesitamos.
¿Cómo es desarrollar una actividad conocida en un territorio desconocido? ¿Cómo es explorar un texto teatral y aprender a hacer combinaciones de subtes a la vez? ¿Cómo es salir de ensayar durante muchas horas y perderse por calles nunca antes caminadas?
¿Cómo es perderse en una ciudad y perderse en la creación artística?
Quizás como dice la escritora Rebecca Solnit: “Perderse es estar plenamente presente, y estar plenamente presente es ser capaz de encontrarse sumergido en la incertidumbre y el misterio. Y no es acabar perdido, sino perderse, lo cual implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria, un estado psíquico al que se accede a través de la geografía.”
* Director de Artes Escénicas.
