Jardín fantástico fue un trabajo de investigación en el cual junto con Poppy Murray, productora, y Ana Montes, colaboradora dramatúrgica, y todas las chicxs- performers armamos una obra que se desarrolla en Zelaya.
Zelaya es un espacio muy especial para mí. Además de vivir en esa casa por algunos años, viví su transición hacia transformarse en una sede de investigaciones artísticas. Conozco sus lugares de memoria, y no por haberlos observado, sino por haber estado ahí, por las horas en las que mi cuerpo estuvo en ese jardín atravesando distintos momentos de la vida.
Cuando comenzamos este proceso, en el año 2020, el mundo pandémico se había hecho presente. Por eso, organicé unos workshops virtuales para empezar a darle forma a estas ideas que ya tenía en mi cabeza. Trabajamos con la lectura del Diario de infancia de Anais Nin y a partir de esa referencia, realizamos ejercicios de escritura. También estudiamos sobre la idea de cyborg presente en los textos de Donna Haraway. Una amiga mía, Adriana Kogan, nos trajo algunas nociones sobre esa autora y conversamos sobre ella.
También leímos textos de Angela Carter. Me interesa cómo Carter retoma los cuentos de hadas y los cuentos clásicos de la literatura infantil (Caperucita Roja, La Bella y la Bestia, entre otros) y los repiensa desde una perspectiva de género. Sus heroínas siempre hacen un gesto dramático para abandonar un pasado opresivo e ir en búsqueda de un futuro incierto.
Cuando llegaron los encuentros presenciales, fui llevando distintas propuestas como disparadores. Por ejemplo, leer un fragmento de la novela La juguetería mágica de Angela Carter y que lxs chicxs debatan sobre ese texto. En ese proceso fue interesante la autoreflexión que ellxs tenían sobre temas que están atravesando, es decir, una mirada sobre sí mismxs. La edición de esa improvisación, y que fue moldeando el texto de la obra, tenía que ver con poner en escena esa voz filosófica que habita el mundo de cada unx, la capacidad de autopercibirse, pensarse y como consecuencia, también una mirada sobre el mundo y sobre procesos de crecimiento.
También aparecen ciertas búsquedas autobiografías, como indagaciones sobre los peluches de su infancia. O la descripción, a través de fotos, de algunos de sus familiares. La búsqueda fue poder armar un retrato de estxs chicxs, de esta edad, en este contexto especial del jardín. El retrato no viene dado sólo por sus autobiografías sino por sus maneras particulares de habitar el espacio, de relacionarse entre sí, de cómo perciben sus reflejos en la pileta, de qué decide hacer cada unx para pasar su tiempo libre, de qué reflexiones aparecen cuando leen una novela, de si tienen miedo o no de treparse a un árbol, de las historias que cuentan de sus peluches, de los textos que improvisan con sus máscaras.
Fue asombroso ver cómo lxs chicxs se adueñaron de la obra, del espacio y se sostuvieron como grupo; Cómo se entregaban a las propuestas y multiplicaban cada consigna. Cómo se fundían con el jardín, metiéndose entre las plantas, poniendo el cuerpo con salvajismo y amor.
La obra sucede antes de que anochezca, podemos vivir una parte de día y una parte de noche. En esa transformación, para mí, también se sintetiza la etapa que ellxs están viviendo. Como las fotografías de adolescentes en la playa de Rineke Dijkstra, en las cuales capta la incomodidad de la juventud, esa potencia de lo que todavía no está fijo, algo que es de mucha incertidumbre y donde las emociones están muy a flor de piel.
Bajo esa luz que se está yendo y la noche que se va apoderando del jardín, las damas de noche que se abren y los jazmines que brotan con la primavera, estxs adolescentes dejan por un tiempo a sus familias y hacen sus ritos de iniciación, ceremonias para dejar atrás la infancia y darle la bienvenida a un mundo complejo, voraz, hermoso y siniestro.
*Dramaturga y directora