Contento como nene con chiche nuevo, el director Eduardo Montes Bradley camina entre las computadoras de su estudio y habla de su nueva actividad: el documentalista más prolífico de America latina, realizador de Cortázar: apuntes para un documental (y de otros cuarenta sobre escritores argentinos), decidió no estrenar más sus filmes en salas. A cambio, comenzó a “subirlos” y venderlos en Internet. “Ahora mi pantalla es la computadora. Empecé a recibir dinero, buenas críticas y cartas de amor de una chica de Mongolia. La idea es hacerme rico. Estoy esperando que los chinos puedan pagar con tarjeta para comprarme una estancia en El Calafate, al lado de los Kirchner”, se ríe.
—¿Pero cuál sería el negocio?
—En Internet, uno no vende, sino que se deja comprar. Salir al ruedo con el Che, Evita o Maradona es un negocio seguro. En la red, doy algunas películas gratis y otras las cobro. En Google, meto diez mil espectadores por semana. ¿Cuánto vendió Pizza, birra, faso? Y esto dura por siempre, de esto van a vivir mis hijos. La proyección es infinita. Y no hay descuentos, no hay copias ni publicidad, no hay gastos de festivales ni tengo que pagarle el pasaje a París a un distribuidor. Además, al vender en Internet puedo disimular que la película es argentina. Nosotros podemos destacarnos por la carne, pero no por el cine.
—¿A quién responsabiliza de ese error?
—A una política cultural confusa. No creo que el INCAA tenga la culpa, aunque es el que paga los platos rotos por las películas que deciden filmar los directores. Es, en general. un cine intrascendente pero festivalero y que eligen los mismos directores argentinos que, a mi parecer, son mediocres.
—Usted filmó en Hollywood con presupuestos millonarios y dirigió a Margaux Hemingway en Double Obsession, su última película. ¿Por qué decidió volver si se siente tan incómodo con el cine argentino?
—Es verdad, para ese film tuve siete millones de dólares. Nunca quemé plata tan rápido. Volví de Hollywood por razones personales. Empecé a casarme con las actrices de mis películas. Eso creó un mal hábito, era muy caro. Y encima terminaba casándome, lo que implica que ellas se quedaran con la mitad del Mercedes y de la casa. Mi último error allá fue casarme con Sandra Ballesteros.
—¡Y con lo bien que le va en Cantando por un sueño!, ¿para qué se casaba?
—En esa época tomaba mucho y tenía el sí fácil. Volver me sirvió para tomar distancia de los vicios, de los casamientos y vincularme con lo que a mí más me interesaba: la vida cultural.
—Sin embargo, cuando volvió a la Argentina no fue muy bien recibido...
—Volví con El sekuestro, que es mi película preferida porque con ella fui un precursor. Pero la prensa local la destruyó. Es que yo era zurdo, usaba sombreros de Panamá, fumaba habanos y caminaba del brazo de una vedette. También se decía que yo era soberbio, y El sekuestro un pecado de juventud. No me interesa. Ahora ya no considero la soberbia como un pecado, sino como mi rasgo natural. En mi caso, el pecado es la humildad.