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CRTICA

"Montecristo" o las contradicciones entre ficción y realidad

La novela de Telefe rejuvenece el género con contenidos de la vida real, pero sacrifica la plasmación de un mundo literario, rico en tramas consistentes y personajes maduros. Galería de fotos

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MOHINES. Excepto el affaire Santiago-Laura, los personajes avanzan en direcciones que luego se truncan. | Cedoc
¿Por qué no citar a Roland Barthes refiriéndose a Madame Bovary para hablar de Montecristo? ¿Por qué no, eh? En El efecto de realidad, Barthes sostenía que las descripciones minuciosas de Flaubert y su insignificancia eran vehículos para el verosímil, para lograr una atmósfera precisa, un efecto de realidad; podían no hacer a la narrativa pero ofrecían certezas sobre la realidad de ese mundo al que se invitaba al lector. En literatura, decía Barthes, el realismo es “parcelario, errático, confinado a los ‘detalles’”, porque el argumento, la historia, no tiene por qué serlo.

Montecristo se decidió por el camino contrario, en una elección tan buena o tan mala como cualquier otra. Es una novela escrita con el diario del día abierto junto al teclado, y por ese camino logró un reverdecer para el género: el tema de la apropiación de bebés durante la dictadura y la aparición de las Abuelas de Plaza de Mayo en una ficción diaria y masiva son, qué duda cabe, verdaderos logros de la novela de Telefe.

Ahora bien, buscando esculpir la trama en base a aspectos palpables de la agenda política, Montecristo descuida los detalles “inútiles” y por ese camino se va volviendo, paradójicamente, cada vez menos realista. Está cada vez más parecida a las páginas de política de un diario (la coincidencia entre el caso Jorge Julio López y la trama de la novela fue directamente espeluznante), sí, pero por esa vía va resignando la posibilidad de plasmar un mundo; el mundo de sus protagonistas, nada menos.

Hay dos líneas que parecen cruzarse en este leve declive experimentado por Montecristo en los últimos meses (es justo repetirlo, “leve declive”, que allí hay todavía cosas interesantes, intensas y emocionantes para ver): por un lado, el citado descuido, que viene de larga data pero que últimamente se intensificó; y por otro, el destapado de ollas a repetición, las sorpresas y giros permanentes, destinados a mantener la tensión alta de cara a la voraz competencia por el rating. Es notable la cantidad de situaciones (importantes para la trama) que no se detallan en lo más mínimo: la “carrera política” de Marcos, la “sociedad comercial” de Rocamora y Alberto Lombardo, los “contratos millonarios”, los “planes” de Santiago, los “operativos de Interpol”, el status de “restó top” de Lombardía e incluso los Frida Kahlo gigantes que aparecen y desaparecen. En esos momentos, los personajes parecen niños formando un revólver con los dedos en “L” y gritando “pum, pum” (con los guionistas esperando que ese juego pase por un verdadero tiroteo de ficción).

Es demasiado pedir la asociación de un gemido de Santiago (Echarri) con un plan de algún tipo, de un mohín de Ramón (Maxi Ghione) con un operativo de Interpol, o de un discurso de Marcos (Furriel) con una campaña política. Es algo realmente extraño, porque por un lado la novela apuesta a un espectador adulto e informado, y por el otro deja cabos sueltos con un desparpajo que ni la ficción más ramplona osaría emplear. Ahí la novela se empantana y no se mueve. Y la tirantez con los aspectos más políticos de la trama se hace evidente: mientras un costado de Montecristo corre y crea efecto de realidad a toda velocidad, el otro renguea, tropieza, cae. Y lo peor de todo es que ambas partes están intentando ir hacia direcciones opuestas.