En el acompañamiento de las vicisitudes de este XX Congreso del PCCh, se reiteran algunas afirmaciones, que van camino de convertirse en tópicos, respecto al significado de la previsible continuidad del liderazgo de Xi Jinping en el PCCh: que si presidente vitalicio, que si tanta acumulación de poder como Mao Zedong…
El liderazgo “vitalicio” de Xi es harto improbable y cabe desear que se desmienta con la plasmación de un delfín que pueda relevarle en 2027, cuando tendrá 74 años. Caso contrario, se estarían sentando las bases de una grave crisis política a corto plazo. La China de hoy no es la del primer ministro Zhou Enlai, quien ejerció el cargo entre 1949 y 1976, hasta su muerte. Pero sorprende también tanto sarcasmo cuando, por ejemplo, entre nosotros, tantas son las monarquías “vitalicias” europeas que aceptamos sin el mayor atisbo de sonrojo al frente de otros tantos Estados.
Xi, por otra parte, no es Mao. Aunque en la anunciada modificación de los estatutos del Partido se eleve un poco más su “pensamiento” acortando la denominación, lo cierto es que su autoridad es “narrativa”, a diferencia de la de Mao –o Deng Xiaoping– que cabría considerar como “natural”, así reconocida por propios y extraños, consecuencia de su protagonismo legendario en la Revolución y después de ella. Ambos tienen en común el haber encarado circunstancias históricas específicas, pletóricas en dificultades. Y con accidentes graves y severos altibajos en su magisterio. Pero tanto Mao como Deng, en su ejercicio, eran de obligada “consulta”, aun estando “al margen”; Xi, al menos por ahora, aunque la dirección colegiada se haya resentido en esta última década, aún debe consultar con otros las decisiones más importantes.
La construcción de la autoridad de Xi como “núcleo” primero y con su singularización histórica (tras la tercera resolución acerca de los cien años del Partido del pasado año), deviene la necesidad de transmitir la imagen de un líder “fuerte” que debe conducir a China a la meta del segundo centenario (2049). En el imaginario chino, ese contexto explica el tenor de algunas decisiones. Dicha trayectoria se sustenta en el hábil manejo de las claves internas que ciertamente ha conducido con maestría ya sea en la lucha contra la corrupción, o en el diseño de grupos dirigentes paralelos que han detonado con alto nivel de eficiencia el poder de otros líderes, complementándose con una estrategia de comunicación que se antoja cada día más próxima al canon tradicional.
Por otra parte, aunque el xiísmo como guía teórica para esta etapa se haya reconocido con todas las de la ley, a diferencia de Mao o Deng, en quienes podemos advertir innovaciones ideológicas de su propia inspiración, o de puño y letra si se prefiere, no parece estar del todo claro que ello ocurra con Xi, a pesar de tantos volúmenes de discursos ya publicados.
Xi acumuló, sin duda, mucho poder en la década precedente, pero que deba consensuar decisiones importantes señala sus límites. Y ojalá que siga siendo así. El escenario alternativo, es decir, que pueda decidir por sí solo y con controles rebajados a la mínima expresión, tendría un enorme potencial perjudicial para la estabilidad. Y el PCCh debiera cuidarse de ello, especialmente en el manejo de la adulación. Como dice un viejo refrán chino, “más vale un asesor honesto que mil aduladores”. Si lo que se premia ahora es la “lealtad” ciega, las posibilidades de que se gesten equívocos de alcance son directamente proporcionales a la magnitud de los desafíos que enfrenta China en esta etapa decisiva de la modernización.
Ante los complejos tiempos que se avecinan en los que en China se deberán tomar decisiones de gran calado, a la vista de los objetivos propuestos en este XX Congreso, ningunear la integración de diferentes sensibilidades y el debate optando por entregarse a la infalibilidad de un líder, por más sagaz que sea, sería una receta rancia y de alto riesgo.
*Asesor emérito del Observatorio de Política China.