Ningún proyecto en el Cono Sur ha sido tan relevante, desde el punto de vista político, ni tan descuidado en sus aspectos económico-comerciales, como el Mercosur, que cumple 30 años en el viernes. No hay dudas de que el bloque, con toda la ambición desenfrenada del Tratado de Asunción, fue concebido en torno a un compromiso de paz y de fortalecimiento de la democracia y del Estado de Derecho en países que muy poco tiempo antes habían sufrido las peores versiones modernas de las dictaduras militares. El bloque puso una plancha de hormigón sobre potenciales conflictos y la alucinada carrera nuclear entre Argentina y Brasil de los años 1970 y 1980. Solo por estos objetivos, ya hay demasiadas razones para celebrarlo como una victoria.
La consolidación del mercado común, sin embargo, no tuvo ese mismo éxito. La ambición del Tratado de Asunción, firmado el 26 de marzo del 1991, se veía expresada en el compromiso de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay de construir en solo diez años una integración tan sólida como la de Unión Europea, montada a lo largo de cuatro décadas. Esta ambición no encontró las mismas raíces del Viejo Mundo, donde el proyecto fue impulsado por dos economías desarrolladas y dispuestas a ceder soberanía a favor de la integración regional.
El entusiasmo con el Mercosur, desafortunadamente, se desvaneció. Hace por lo menos dos décadas que, entre los efectos de las crisis internacionales, y de aquellas con epicentro en sus socios más grandes, la integración se mueve en piloto automático y sobrevive a pesar de los intereses de corto plazo de Argentina y/o Brasil. Es verdad que el libre comercio se completó, aunque parcialmente, en los años 2000. Hubo inversiones mutuas e interés extranjero en invertir en el mercado ampliado. Gracias a la conclusión de la unión arancelaria, los socios se mantuvieron alineados en las negociaciones de la Ronda de Doha de la OMC, de la Zona de Libre Comercio de las Américas (Alca) y de la liberación comercial con la Unión Europea.
Esta cohesión incluso tomó colores ideológicos en el “asesinato” del Alca en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, en 2005, y en la desubicada decisión de incluir a Venezuela en el bloque.
En las últimas dos décadas, sin embargo, al mismo tiempo que se consolidaban como potencias agrícolas, Brasil y Argentina se sumergieron en un proceso de desindustrialización generado por la protección exagerada y la ausencia de conexión de sus manufacturas con las cadenas globales. La estructura productiva de los dos países cambió, así como sus principales socios comerciales. Sin darse cuenta del abrazo de ahogados que los ataba, los gobiernos nacionales dejaran el Mercosur de lado cuando más deberían haberlo impulsado.
Tímidamente, Brasil viene empujando a sus socios a completar los acuerdos con la Unión Europea y el EFTA y los presiona a aceptar una rebaja horizontal de diez puntos en el Arancel Externo Común (AEC o TEC) como si no hubieran pasado casi 20 años de parálisis en el Mercosur y las economías del bloque no estuvieran destrozadas por la actual pandemia.
Es cierto que el Mercosur tiene que ser repensado. Las estructuras productiva de los cuatro países y las del mundo ya no son las mismas ni evolucionan como en los años 90. Pero hay que hacerlo con seriedad y delicadeza para no desmontar la integración en ninguno de sus aspectos. Una vez más, lo que se pide es una larga dosis de voluntad política y de compromiso de los Estados, algo que no hubo durante dos décadas y que no sabemos si verdaderamente hay en este momento. Sin la seriedad exigida, ya se ha repetido demasiadas veces que lo que el Mercosur necesita es más Mercosur.
*Periodista. Desde San Pablo.