Sin líderes y harto de las instituciones, Chile ha vivido en durante treinta días una rebelión popular con escenas de una violencia inédita, cuestionando su “exitoso” modelo económico y obligando a la política a dar un giro inimaginable.
Decenas de miles de personas han protestado a diario contra los pilares del capitalismo y un modelo neoliberal con escasa presencia del Estado como garante de derechos como la salud y la educación.
En esta revuelta que ha dejado 22 muertos –cinco a manos de fuerzas del Estado– y más de mil heridos, el tercer punto de batalla son los Fondos de Pensiones: administradoras privadas donde los trabajadores chilenos aportan parte de su sueldo para recibir en su jubilación un promedio 30 o 40% de su último salario, casi equivalente al salario mínimo de 418 dólares mensuales.
Piñera. El presidente Sebastián Piñera, en el poder desde marzo de 2018, se convirtió en el objetivo de la crisis más grave que haya vivido este país desde que recuperó la democracia en 1990.
Pero el movimiento, que reza y canta “Chile despertó”, no duda en apuntar su ira contra todo el espectro político en el poder tras el fin de la dictadura de Augusto Pinochet: los dos gobiernos demócrata cristianos entre 1990-2000 y los tres períodos de los socialistas entre 2000 y 2018.
Piñera, presidente entre 2010 y 2014, empezó su segundo gobierno en 2018 prometiendo “tiempos mejores”. Consideró el inicio de esta crisis un problema de desorden público. Declaró que su país estaba “en guerra” y decidió decretar el estado de emergencia que significó sacar por primera vez desde 1990 a miles de militares en las calles.
Ni los militares ni la violencia de la policía, acusados de violaciones de derechos humanos, mermaron la determinación de los chilenos de poner fin a lo que han denominado los “abusos” de un sistema económico que, si bien disminuyó drásticamente la pobreza (-30% desde 1990), se basa en una sociedad muy desigual.
En una montaña rusa de protestas, disturbios, semiparalización de las actividades comerciales y laborales, y red del metro a medias, el gobierno de derecha cedió a reclamos lentamente en relación al apuro de la calle.
Fue así que, el jueves, políticos de todos los partidos, menos los comunistas, sellaron un acuerdo para ir a un plebiscito en abril de 2020 para cambiar la Constitución heredada de la dictadura de Pinochet, considerada por la sociedad y expertos origen del destrato a las clases más bajas.
Marcas. Santiago y ciudades como Valparaíso y Concepción, en el sur del país, quedaron marcadas por esta convulsión social. Comercios cerraron por al menos 15 días, aún operan en horarios especiales y, a lo largo de avenidas, tiendas, oficinas y bares taparon sus vitrinas para evitar saqueos.
Las barricadas con semáforos rotos, basura y bicicletas de alquiler humeantes obstaculizan vías cuando cae la noche.
Se esfumó el miedo a los policías, a expresarse en política, a manifestar ira, a atacar iglesias en un país que hace cinco años era el más conservador y católico de América del Sur. “Red de pedofilia mundial”, rezan fachadas de templos.
Instituciones como la Iglesia, los Carabineros y los políticos se mancharon por escándalos de corrupción y perdieron “esa capacidad de encauzar conflictos y cohesionar los distintos intereses”, apuntó el analista José Luis Monsalve.
“Lo que estalló el 18 de octubre es un equilibrio entre la política, la economía y la sociedad que se había debilitado durante un tiempo”, agregó.
La convulsión impactó en la economía, ese modelo ejemplar en cifras macroeconómicas que ha logrado dar el mayor ingreso per cápita de la región (unos 23 mil dólares anuales). El peso llegó a mínimos históricos y la Bolsa acumuló una pérdida por encima del 13%, aunque se recuperaron, mientras que Chile dejó de tener el menor riesgo país de la región.