INTERNACIONAL
Siguen las protestas

Paraguay bajo fuego

La olla a presión sanitaria, social y económica generada por la pandemia mostró que hay una creciente franja de la sociedad paraguaya que rechaza una cultura política sin límites entre el partido de gobierno y el Estado.

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Hay un desencanto generalizado en la población. Un "que se vayan todos" guaraní. | AFP

“De esta interna colorada saldrá el próximo presidente”, decía en un informe especial preparado con motivo de las elecciones que consagrarían a los candidatos por las diferentes escuderías a fines de 2017. Los tres mil kilómetros que recorrí en moto por las rutas paraguayas, así como las innumerables entrevistas con líderes políticos, empresariales y de opinión, me sirvieron para fijar a fuego tres evidencias.

Primera evidencia. La historia política del Paraguay está surcada por el protagonismo casi excluyente del Partido Colorado. A tal punto que la dictadura conducida por Alfredo Stroessner entre 1954 y 1989, una de las más longevas del mundo, vampiriza esta estructura partidaria que lo precede y se liga con tal profundidad que Mario Abdo Benítez, el hijo de su secretario privado de toda la vida, hoy es el presidente de este país en ebullición.

“¿Qué sabías de los abusos y desapariciones?”, le preguntaba Patricia Vargas Quiroz, en una nota para Última Hora en febrero de 2009. “Creo que se cometieron abusos. Esto se debe poner en el contexto histórico. Jamás voy a justificar una sola tortura”. Mediante declaraciones de ese tenor, Abdo Benítez acomodaba su polémica biografía al nuevo clima democrático, refrescándola unos años más tarde con el indudable aporte de la actual primera dama, Silvana López Moreira Bó, una figura también entroncada con la historia del régimen stronista. Renovación asociada a la tradición y al pasado más oscuro. Una fórmula que demostraría una enorme eficacia en las urnas en 2018.

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Segunda evidencia. Provino del testimonio de simpatizantes opositores. “Con Lugo le ganamos a los colorados”. ¿Qué duda cabe al respecto? Fernando Lugo ganó las elecciones presidenciales de 2008, aunque en condiciones difícilmente repetibles en muchos años.

En tal sentido, el ex obispo devenido en figura política fue la resultante de una carambola. En primer término, el voto colorado dividido entre la escudería oficial representada en aquel momento por la hoy senadora Blanca Ovelar y el disidente General Lino Oviedo, fallecido unos años más tarde en un confuso accidente aéreo. En segundo lugar, el propio perfil religioso del candidato que le facilitó su proceso de instalación en un país donde la religión católica goza de un amplio nivel de difusión. Por último, eran los tiempos del proyecto de la “Patria Grande”, donde el comandante Hugo Chávez repartía espiritualidades de campaña no solo en Argentina sino también en Paraguay.

Si hay algo que dejó en claro el prematuro fracaso de Lugo, fue la escasa viabilidad de los proyectos políticos al margen de la estructura colorada. Quien tomó rápida nota de ello fue el Donald Trump guaraní, Horacio Cartes, todopoderoso empresario tabacalero y financiero, entre otros muchos rubros, improvisando una veloz adhesión a esa poderosa tradición partidaria, con tanta velocidad como lo hizo unos años más tarde el magnate neoyorquino en Estados Unidos con relación al Partido Republicano. Empresarios poderosos, políticos bisoños. Un ensayo similar al que había surgido unos años antes en Argentina de la mano de Mauricio Macri, aunque a través de un cursus honorum más dilatado exigido por los mayores costos de entrada a la política argentina. A Macri le hizo falta el bautismo político de Boca Juniors y la ciudad de Buenos Aires.

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En ese cuadrante transcurrió y quedó atrapada la política paraguaya de los últimos años. Por un lado, en la experiencia de captura o takeover empresarial del Partido Colorado ejercido con éxito desde el cartismo en 2013 y, por otra parte, en la reacción impulsada desde las tripas de la estructura colorada más tradicional, encarnada por un retoño de pura cepa del stronismo como Abdo Benítez en 2018. Por cierto, un juego político inestable donde el natural disciplinador político inmortalizado por Jorge Luis Borges, “no nos une el amor sino el espanto”, chocó contra las propias limitaciones de ambos actores. En primer término, Cartes dilapidó su legado con dos movidas catastróficas. La primera, intentando reformar la Constitución entre gallos y medianoche en 2017, sin acuerdo político previo. Una torpeza que derivó en la quema del Congreso. A continuación, con el intento de ungir como candidato a una figura de su cantera como Santiago Peña que ostentaba carnet del partido liberal, sin dominio del idioma guaraní ni de su fusión con el español más difundida coloquialmente, el yopará. “Ndahaei ñanderehegua”. “No es uno de los nuestros” era la respuesta más habitual y contundente que obtenía respecto al ensayo político de Cartes. Tras cartón, a la fallida experiencia de los CEOS cartistas en el terreno político, sobrevino una fatal experiencia de la vieja guardia colorada en el terreno de la gestión del nuevo gobierno.

El viento en contra que azota a toda la región desde 2018 es cruel a la hora de desnudar el gran déficit de materia gris de la flamante administración Abdo Benítez. Para peor, Argentina y Brasil más que traccionar económicamente a Paraguay fueron hasta hoy una verdadera mochila de plomo.

En este sentido, el balance político de la última década paraguaya es calamitoso, arrancando con la experiencia inédita y fallida de Lugo en 2012, el fracaso de Cartes a la hora de impulsar una ola de renovación sostenida en 2018 y, finalmente, el actual gobierno de Abdo Benítez arrancando su gestión con un proceso de juicio político antes de su primer año de rodaje que luego sería desactivado a último minuto por la presión combinada de Trump, Bolsonaro más la postura conservadora de un Cartes que, cada vez que puede, opta por herir pero no matar al actual presidente, a través de su disciplinado bloque legislativo Honor Colorado. Por si queda alguna duda, una escuadra que lleva estampada su propia sigla, HC. Para que nadie confunda la jefatura.

En ese contexto, la olla a presión sanitaria, social y económica generada por la pandemia no hizo más que poner en primer plano la tercera evidencia recogida en mi exploración. Hay una creciente franja de la sociedad paraguaya que expresa un fuerte rechazo por una cultura política donde brillan por su ausencia los límites entre el partido de gobierno y el Estado y que, en simultáneo, se siente frustrada ante el colapso de la única experiencia opositora conocida. El fiasco Lugo.

En ese caldo de cultivo crece el “que se vayan todos” y se forjan algunos liderazgos que intentan capitalizar ese malestar. Desde figuras que proponen una dictadura y la pena de muerte, como el legislador destituido “Payo” Cubas, hasta variantes más moderadas que orientan su mensaje a una ciudadanía genérica, como la diputada Kattya González, o que apuntan sus cañones a votantes colorados desencantados, como el diputado Carlos Rejala.

Dentro de esa cancha repartida entre lo tradicional y lo novedoso, hoy se está jugando el futuro político del Paraguay.