Hay que visitar las cuencas del río Paraná para encontrarse con el lirio de agua más grande de todos nuestros afluentes: la Victoria Cruziana o el Irupé, como suelen llamarlo, en guaraní, algunos habitantes de la provincia de Corrientes. Este nenúfar gigante tiene la extraordinaria particularidad de florecer únicamente por dos noches. Naturalmente con la última luz del primer día el pimpollo espinoso sale a flote y abre cálidamente su flor. Libera sus fuertes y dulces fragancias que atraen a los escarabajos que merodean por la zona. Luego, cerca del alba se cierra. De este modo los insectos, con las partículas de polen que traen de otras especies, quedan atrapados dentro de la flor que, hasta el momento, solo posee el aparato reproductor femenino preparado para recibir el polen transportado y polinizar. Seguidamente en la segunda noche la planta desarrolla el órgano masculino y cubre con polen propio a los escarabajos que permanecen todavía encerrados. Finalmente cuando llega el atardecer de la última jornada los escarabajos, embebidos ahora con el nuevo polen, son liberados y pueden fecundizar azarosamente a otras flores mediante el mismo procedimiento. El albor del tercer día encuentra a la flor originariamente blanca teñida de rojo, cerrada y, por fin, sumergida.
El breve lapso de vida que tiene la flor resulta equivalente con el tiempo de confinamiento de los insectos. Este maravilloso encierro tiene entonces un propósito: cuidar transitoriamente a los huéspedes para que después puedan propagar las pizcas de polen con el afán de reproducir la especie. El aparente caos de la naturaleza queda parcialmente solapado con la finalidad remota que presenta la flor; con aquella que surge tras mirar a través de las circunstancias actuales. Así, la flor no solo cuida la presencia, sino también la distancia.
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Con el derecho debería suceder algo similar. Las medidas jurídicas adoptadas por las autoridades, especialmente en contextos que escapan a los de normalidad y sosiego, deben estar orientadas a regular el presente con vistas en el porvenir. Esto implica que las decisiones no tendrían que tener solamente una visión unidireccional basada en los acontecimientos vigentes, sino también considerar a los tiempos posteriores. De alguna manera las disposiciones deben lograr contemplar las consecuencias y las externalidades paralelas que puedan llegar a ocasionar. Desde luego esto no significa ingresar en la polémica situación de medio a fin, para justificar la previsión, como tampoco considerar a las decisiones con sesgos dilemáticos, sino más bien consiste en representar la articulación de ambas variables. En efecto, que el futuro encuentre apoyo en los hombros del presente. Desde este punto de vista, la creación del derecho actuaría visualizando el desarrollo de la historia. Y con este norte la acción política tendría inmediatamente a la mano el cuidado de la cercanía y además la custodia de la lejanía.
Alguien podría preguntarse, sin embargo, si resultaría posible que el derecho, como estructura institucionalmente autoritativa, pueda mostrarse omnisciente y exhaustivo en el desarrollo de sus tareas y en la deducción de los resultados venideros. La respuesta, por supuesto, sería negativa. Claramente quien decide no podría aventurar cabalmente los escenarios siguientes por una razón muy sencilla: el futuro lleva consigo la variable de lo imprevisible. Y sería bastante raro dictaminar lo contrario o predecir con exactitud la próxima llegada de lo inesperado. Pero, aclarado esto, ¿podríamos afirmar con total seguridad que la apertura absoluta de lo que venga sea estrepitosamente imprevisible una vez que se presenta? En otros términos, ¿podríamos afirmar un futuro imposible cuando lo imprevisible aconteció? Y con todo, ¿no sería también imprevisible, en estas circunstancias, la decisión jurídica tomada por la autoridad?
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En realidad, la impredecibilidad del futuro, en el instante de la decisión, cede por completo cuando el caos, lo extraño o lo siniestro efectivamente ocurre. Esto quiere decir que, frente a un futuro que se hace presente, la imprevisibilidad de la decisión queda reducida prácticamente a cero y, por tanto, toda determinación jurídica debe necesariamente considerar —a partir de ese momento— los aspectos vigentes y ulteriores, sin escudarse en la subsecuente posibilidad de que algo pueda o no suceder. Desde el púlpito de la autoridad, la mirada debe tener la suficiente capacidad para meditar sobre las vicisitudes circunstanciales y contar con la destreza para proyectarse, con propósitos específicos, a través de ellas, todo esto sin deteriorar o destruir completamente los diversos aspectos que están en otro plano. Dicho de otro modo, la acción jurídica, una vez exhibido el caso fortuito, debería evitar perjudicar por otros frentes al mismo sujeto que casualmente pretende cuidar.
La autoridad, en este sentido, se parecería al verdadero coleccionista descripto por Walter Benjamin: "existe en la vida del coleccionista una tensión dialéctica entre los polos del orden y el desorden. Lo que más fascina al coleccionista es encerrar objetos aislados en el círculo mágico en que están fijos cuando la última emoción, la emoción de la adquisición, pasa por ellos. Todo lo recordado y lo pensado, todo lo consciente, se convierte en el pedestal, el marco, la base, la cerradura de esta pertenencia. El período, la región, su artesanía, el dueño anterior —para un coleccionista verdadero todos los antecedentes suman una enciclopedia mágica cuya quintaesencia es el destino de su objeto—. En este espacio circunscrito, entonces, se puede lucubrar cómo los grandes fisonomistas —y los coleccionistas son los fisonomistas del mundo de los objetos— se convierten en interpretes del destino. Sólo hay que ver cómo un coleccionista maneja los objetos en su caja de cristal. Al sostenerlos en sus manos, parece ver a través de ellos hacia su pasado remoto, como inspirado" (Libro de los Pasajes, "El coleccionista", pág. 225, ed. Akal, Madrid, 2004).
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Para Benjamin los datos objetivos que el coleccionista vislumbra cuando logra tener entre sus manos al objeto buscado, esbozan, por derivación, el rumbo de ese objeto. Esto equivale a decir que el coleccionista mientras cuida amorosamente del objeto, se convierte, por añadidura, en interprete de su destino. De esta manera apenas lo tiene, parece inspirado por él, parece ver a través del objeto —como un mago— en su lejanía.
Por ende, tanto los coleccionistas como las flores del Irupé, se esfuerzan por cuidar esmeradamente del presente, pero también —y esto es lo importante— de lo que aún no existe. En el derecho, en cambio, dependerá exclusivamente del imperativo ético de cada autoridad jurídica cuidar solamente de la presencia, o también de lo que resta por existir.