OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (cuarta parte)

Las vacaciones, sin la presencia diaria o semanal de unas páginas en las cuales posar los ojos, como que les falta algo. Hoy hablaremos de Carson McCullers.

Lectura
Lectura en vacaciones | Mystic Art Design / Pixabay

Nacida el 19 de febrero de 1917 y muerta el 29 de septiembre de 1967, Lula Carson Smith, más conocida como Carson McCullers, fue autora de: “El corazón es un cazador solitario” (1940) “Reflejos en un ojo dorado” (1941); “Frankie y la boda” ( 1946), llevada al teatro según una versión de la propia autora en 1950; “La balada del café triste” (1951) y “Reloj sin manecillas” (1961); de un ensayo: “El sueño que florece: notas sobre la escritura” (1963); de cuentos, obras de teatro y poemas ilustrados para niños.

Ganadora de la beca Guggenheim en 1942 y premiada por la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras en 1946; considerada por la revista Quick uno de las mejores escritoras de posguerra del país; en 1948 la revista Mademoiselle la nombra una de las diez mujeres más importantes de Estados Unidos; en 1952 es nombrada miembro del National Institute of Arts and Letters; en 1963 recibe el Premio Henry Bellaman por su aporte a la literatura y en 1965 el Premio de las Jóvenes Generaciones concedido por el periódico alemán Die Welt. 

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“El corazón es un cazador solitario” (Seix Barral, Buenos Aires, 2008), es la novela que la hizo famosa a los 23 años de edad.

Tiene como protagonistas a una adolescente a la que la música le hace olvidar la pobreza en que vive junto a su numerosa familia; un forastero alcohólico con ideas comunistas, un médico negro comprometido con su profesión, “envuelto en su dignidad y en su silencio” que quiere concientizar a la gente de su raza, y el dueño de una taberna que siente atracción por los raros y los deformes, a quienes invita a tomar un wisky por cuenta de la casa.

Mick Nelly, Jake Blount, Benedict Mady Copeland y Biff Brannon, cuatro personajes con dificultades para relacionarse con los demás, y un sordomudo, John Singer, al que le gusta el ajedrez.

Singer se convierte en el interlocutor soñado porque es el único ser humano con el cual los cuatro pueden comunicarse, aunque en realidad para Singer es muy importante un antiguo compañero de casa, el grandote Spiro Antonapoulos, sordomudo como él, que acabará sus días en un hospital psiquiátrico.

El placer de leer, siempre

Cinco personajes, cada uno con una identidad definida, cuyas vidas se encuentran en una pequeña ciudad del sur de los Estados Unidos, donde, en medio de los males de la época, prosperan las hilanderías y la pobreza y el hambre de sus trabajadores, tanto blancos como negros.

La temática de esta novela puede ser la amistad, el amor no correspondido, el encuentro de personas solas en una ciudad tan poco familiar, la crítica a una sociedad en la que la sordomudez de uno de los personajes, parece ser todo un símbolo.

Además de las reflexiones sobre el racismo, la marginalidad, el estudio,  los valores religiosos, políticos y sociales, esta novela, cuyo título me parece realmente bello por cierto, vale por sus personajes y por ser algo que excede a los hechos: un aliento de vida.

"En la ciudad había dos mudos, y siempre estaban juntos. Cada mañana a primera hora salían de la casa en que vivían y, cogidos del brazo, bajaban por la calle en dirección al trabajo. Los dos amigos eran muy diferentes. El que siempre encabezaba la marcha era un griego obeso y soñador. En verano llevaba un polo amarillo o verde, chapuceramente embutido en los pantalones por delante y suelto por detrás… El otro mudo era alto, y en sus ojos brillaba una expresión vivaz, inteligente. Vestía siempre de forma inmaculada y sobria.

 

Carson McCullers 20210219

 

Cada mañana los dos amigos caminaban silenciosamente juntos hasta alcanzar la calle principal de la ciudad. Entonces cuando llegaban ante una determinada tienda de frutas y bombones se detenían un momento en la acera. El griego, Spiros Antonapoulos, trabajaba para su primo, el propietario de la frutería. Su trabajo consistía en hacer bombones y dulces, desembalar las frutas y mantener limpia la tienda. El mudo delgado, John Singer, casi siempre ponía su mano en el brazo de su amigo y le miraba durante un segundo antes de separarse de él. Luego, después de esta despedida, Singer cruzaba la calle y se dirigía, solo, a la joyería donde trabajaba como grabador de vajilla de plata.

(…)

Al atardecer, los dos mudos regresaban juntos lentamente al hogar. En casa Singer no dejaba de hablarle a Antonapoulos. Sus manos formaban rápidas secuencias de palabras. En su cara había ansiedad, y sus ojos, de un tono gris verdoso, centelleaban brillantemente. Con aquellas delgadas pero fuertes manos le contaba a Antonapoulos todo lo ocurrido durante el día.

(…)

Los dos mudos no tenían más amigos y, excepto cuando se hallaban en su trabajo, siempre estaban juntos y solos. Todos los días eran iguales para ellos, porque estaban tan solos que nada les estorbaba. Una vez por semana acudían a la biblioteca para que Singer retirara una novela de misterio, y el viernes por la noche iban al cine. El día de paga iban siempre a un fotógrafo de diez centavos situado encima del Almacén del Ejército y la Marina para que Antonapoulos pudiera fotografiarse. Estos eran los únicos lugares a los que acudían con regularidad. Había muchos sectores de la ciudad que jamás habían visto. (…) La ciudad era bastante grande. En la calle principal había varias manzanas de tiendas de dos o tres pisos y oficinas comerciales. Pero los mayores edificios de la ciudad eran las fábricas que daban empleo a un alto porcentaje de la población. Eran hilanderías muy grandes y florecientes, aunque la mayor parte de los obreros de la ciudad eran muy pobres. Con frecuencia podía observarse en las caras de la gente que caminaba por la calle una desesperada expresión de hambre y de soledad.

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Pero los dos mudos no sufrían la soledad. En casa se sentían contentos de comer y beber, y Singer no dejaba de hablar ansiosamente con las manos a su amigo sobre todo lo que le pasaba por la mente. De modo que los años pasaron de esta tranquila manera hasta que Singer llegó a la edad de treinta y dos años, después de vivir con Antonapoulos en la ciudad.

 

Entonces, un día el griego cayó enfermo….”