OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (décima entrega)

La compañía de un libro es enriquecedora, a nivel intelectual y emocional. Hoy hablaremos de Elizabeth Taylor.

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Lectura | Free Photos / Pixabay

Hoy me ocuparé de la novela de una gran escritora, considerada por el prestigioso periódico The Guardian una de las 100 mejores en lengua inglesa, a pesar de que nunca ganó un premio.

Me refiero a Elizabeth Taylor, nacida el 3 de julio de 1912 en Reading, Berkshire; y fallecida el 19 de noviembre de 1975 en Penn, Buckinghamshire.

Literatura: el éxito sorpresa de Elizabeth Taylor

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En una entrevista declaró que el argumento de sus libros le surgían mientras planchaba la ropa de ella, de su esposo y de sus hijos, que había estado ligada al partido comunista y, más tarde, al laborismo.

Autora, entre otras, de las siguientes novelas: “En casa de Mrs Lippincote” (1945); “La señorita Dashwood” (1946); “Una vista del puerto” (1947); “Corona de rosas” (1949); “El juego del amor” (1951); “Ángel” (1957) -que en el 2007 François Ozon la llevó al cine; “En el verano (1961); “Un grupo de boda” (1968);  “Prohibido morir aquí” (1971). De cuatro volúmenes de cuentos, un libro para jóvenes, y artículos en periódicos y revistas como Vogue o The New Yorker.

 

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El personaje principal de esta novela es la señora Laura Palfrey, una viuda de clase media alta, cuyos primeros años de casada transcurrieron en Birmania, donde su difunto marido trabajaba como administrador.

Quien una lluviosa tarde de domingo se traslada al Hotel Claremont en la ciudad de Londres, para pasar allí el resto de sus días junto a un pequeño grupo de personas de su edad, poco atendidas por sus familiares directos.

En su nueva vida, los días de la señora Palfrey se ordenarán en torno a las rutinas del pronóstico meteorológico, las comidas, los avisos fúnebres y los programas de televisión, las caminatas para entrenar sus piernas y disfrutar la ciudad, los crucigramas, el aprenderse de memoria unos pocos versos para enfrentar el olvido en nombres y fechas…

Nueva vida que no le impedirá seguir enfrentando los continuos asaltos de la melancolía, su vida familiar y los amigos, los deseos de vivir en su casa a pesar de sus obligaciones familiares y sociales, el carecer de alguien con quien compartir penas o alegrías.

El placer de leer, siempre


Hasta que en la novela surge un joven llamado Ludo, al que la señora Laura conoce de pura casualidad, con problemas de dinero y pretensiones de convertirse en escritor, a quien ella asiste y de quien se ocupa, con quien hace un pacto basado en la amistad para paliar la soledad y la tristeza de sus vidas.

Una novela que recomiendo por su sensibilidad en lo que hace al mundo de la vejez, donde circulan manías, achaques, dolores,  añoranzas de tiempos idos, la valoración de vínculos que no son los de la sangre, la no resignación a la pérdida de la libertad, el sentirse demasiado viejos para esperar algo del futuro.

A continuación, transcribo un pasaje de “Prohibido morir aquí”, escrita en 1971, hace exactamente 50 años, traducida al castellano por Ernesto Montequín, publicada en octubre de 2018 por la editorial La Bestia Equilátera, a la cual felicito, y llevada al cine en el 2005 con Joan Plowright como la protagonista.

“Era la última hora de la tarde, un momento del día que la deprimía (…). La señora Palfrey caminaba con lentitud, imaginando aquella época lejana que podía reconstruir en su mente con mayor nitidez que la vida actual en esas celdas aisladas dentro de edificios que parecían colmenas, porque aquella época lejana era parte de su juventud y por lo tanto era la más nítida de todas para ella.

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Algunas de las ventanas de los sótanos estaban protegidas por barras verticales de hierro, de modo que vivir dentro de ellas, pensó, debía ser como estar en la cárcel. Uno podía ver los pies de los transeúntes y las ruedas de los automóviles que pasaban, pero no el cielo: solo la pared estucada del patio, las hojas secas que traía el viento, un helecho que brotaba de una grieta en el yeso o en el musgo que cubría los ladrillos, algunos tachos de basura o una hilera de macetas llenas de tierra vieja en las que ya nada crecía.

Sin embargo, escaleras arriba había vida y, de vez en cuando, alguna señal de calidez hogareña. Ascendían olores a comida: un hombre se alzó de una silla de mimbre desvencijada y se estiró bostezando, las pantallas azules y blancas de los televisores parpadeaban en medio de la oscuridad; alguien ponía platos sobre el mantel que cubría una mesa.

(…)

De pronto, recordó que Arthur y ella regresaban de sus caminatas cuando empezaba a anochecer, y él solía colocar trocitos de carbón en el hogar para encender lo que llamaba “un buen fuego para hacer tostadas”. Era como si estuviera viendo las manos de su marido manipulando las pinzas: eran manos fuertes, severas, cubiertas de vello. “Si en aquel entonces hubiese sabido lo feliz que era –se dijo- lo habría arruinado todo”. En cambio, lo había tomado como algo natural. Fue mucho mejor así. No se arrepentía.

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Luego de una vida matrimonial dura, a menudo incómoda, en ocasiones peligrosa, aquella existencia de jubilados en Rottingdean había sido, lisa y llanamente, la felicidad misma. Estaban cada vez más unidos y, en el último tiempo, el matrimonio perfecto que habían creado fue como una obra de arte.  “La gente siente lástima por las casadas que pierden antes de tiempo a sus maridos por culpa de un accidente o de una guerra”, pensó la señora Palfrey. “Y está bien que sientan lástima por ellas. Pero lo otro es peor”.

Caminaba hacia Cromwell Road, mientras la oscuridad se hacía más densa con la niebla que empezaba a descender sobre la ciudad. “Cuando llegue a casa…”, se dijo a sí misma, y enseguida se contuvo. Siguió caminando con rabia. Había recordado, de golpe, que ahora su casa era el Claremont.”