OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (séptima entrega)

La compañía de un libro es enriquecedora, a nivel intelectual y emocional. Hoy hablaremos de Rosa Montero.

Lectura
Lectura | Gerd Altmann / Pixabay

Rosa Montero nació el 3 de enero de 1951 en Madrid. Es autora de las siguientes novelas: “Crónica del desamor” (1979); “La función Delta” (1981); “Te trataré como a una reina” (1983); “Amado amo” (1988); “Temblor” (1990); “El nido de los sueños” (1991); “Bella y oscura” (1993); “La hija del caníbal “ (1997) llevada al cine en el 2003 por el director mexicano Antonio Serrano Argüelles; “El corazón del Tártaro” (2001); “La loca de la casa” (2003); “Historia del Rey Transparente” (2005); “Instrucciones para salvar el mundo” (2008); “Lágrimas en la lluvia” (2011); “La ridícula idea de no volver a verte” (2013); “El peso del corazón” (2015); “La carne” (2016); “Los tiempos del odio” (2018); “La buena suerte” (2020). Un libro de relatos, “Amantes y enemigos (1998) y dos ensayos biográficos: “Historias de mujeres y algo más”(2018) y “Pasiones (2000), y cuentos para niños.

En 1981 fue Premio Nacional de Periodismo (categoría de reportajes y artículos literarios); en 2010 Doctora Honoris causa por la Universidad de Puerto Rico por la defensa de la cultura y la propiedad intelectual; y en 2017 Premio Nacional de las Letras Españolas, entre otros. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas

 

Rosa Montero 20210409

 

Soledad es la protagonista de esta novela que hoy les presento con sumo agrado. Está por cumplir 60 años. Es licenciada en Historia del Arte, y será la encargada de la organización de una importante exposición para la Biblioteca Nacional que se titulará “Arte y locura”.

Evento en el que deberá ocuparse de las vidas malditas de varios escritores, entre ellos, Marga Roësser, pintora y escultora que se pegó un tiro a los veinticuatro años porque estaba enamorada sin esperanzas de Juan Ramón Jiménez; William Burroughs, quien también por amor, se cortó una falange del meñique izquierdo; Pedro Luis de Gálvez, fusilado en la cárcel; Guy Maupassant y su intento de degollarse con un cortaplumas; de las escritoras asesinas chilenas María Luisa Bombal y María Carolina Geel, porque no las amaban.

Pero si bien, Soledad logró ganarse una sólida reputación como especialista en lo marginal, su vida personal dista mucho de ser envidiada: es abandonada por su padre, tiene una hermana internada en un psiquiátrico, acaba de terminar una relación con su primer amor, quien la abandona por su mujer joven y, para colmo, embarazada.

El placer de leer, siempre

Muy dolorida y con muchas ganas de vengarse, contrata a un gigoló para que su ex amante la vea en público con su supuesto novio y le de celos. El gigoló tiene casi treinta y dos años, es ruso, y la novela gira alrededor de ellos.

Es una novela sobre el miedo a la soledad y la locura, los estragos del tiempo y los trucos para atemperarlo, los prejuicios sociales, la maldita muerte, aunque también sobre la necesidad del amor, del sexo, y de la esperanza.

Lleva por título “La carne” debido a que, según la autora, “es la que nos enferma, nos envejece y nos mata, la que nos hace rozar la gloria sexualmente y sentirnos eternos”, ha merecido comentarios elogiosos de diversas personalidades del ambiente literario, como el escritor Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura en el 2010.

Editada por Alfaguara, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Quinta edición, en el mes de enero del 2017, a través de 234 páginas el lector asiste a una Soledad que, de golpe, siente que podría escribir una novela que la consolara en un momento en que el amor parecía ser un sentimiento del pasado para ella. ¿Acaso no lo había hecho Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuando a los 60 años publicó su primera y única novela, “El gatopardo”?

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“El cielo era una hoguera llameante. También podría cambiar de nombre, pensó; podría acortar Soledad y convertirlo en Sol. Un Sol viejo a punto de hundirse entre las sombras como el que había ahora mismo en el cielo, pero aun así encendido y hermoso. El aire se enfriaba y empezó a notar algo de cansancio.

Y, de pronto, la noche.

Pero todavía no, por favor, todavía no.

Alguien le dio un golpecito en el hombro.

-Se te ha caído esto.

Otro corredor, emparejado con ella, le tendía la llave de su casa.

-Vaya, ¿cómo es posible? –dijo Soledad, cogiendo el llavero y palpando la cremallera de la espalda en donde siempre lo llevaba: estaba abierta y había debido de irse saliendo con el trote–. Muchas gracias, menos mal- añadió.

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La sonrisa del hombre iluminó la tarde. Alto, fibroso, de mejillas duras, nariz aguileña y ojos azules. Tan atractivo que a Soledad le pareció que una repentina fuerza de gravedad la desplomaba hacia él.

De nada- dijo el hombre, y con dos zancadas la sobrepasó.

Puede que el lector opine que Soledad debería resignarse, que tendría que madurar e intentar aceptar su edad, como lo hacemos casi todos; y debo reconocer que, en un primer momento, ella misma pensó que esa actitud sería la más sensata. Pero luego se quedó mirando los anchos hombros del corredor, las nalgas musculosas tensándose rítmicamente ante sus ojos. Ah, ese resplandor de la carne. Lo menos debía de tener cuarenta y siete o cuarenta y ocho años, se dijo Soledad; eso era mejor que treinta y dos. Sintió que algo se removía dentro de ella, algo niño y fiero. Era el obcecado empuje de la vida, la loca y patética esperanza levantando de nuevo la cabeza. El cansancio se le había esfumado por completo. Apretó un poco el paso para no perderlo.”