OPINIóN
La pospandemia

Ante la enfermedad y la muerte, todos filosofamos

Meses de encierro nos obligaron -y aún lo hacen- a reflexionar sobre la vida y sobre la muerte, sobre nosotros y los otros. ¿Esa “nueva normalidad” no verá más locos o más cuerdos?

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Peridos. Una plaga, un diluvio universal, nos agravia, nos altera y nos ataca. Algo horrible que proviene de un murciélago nos desafía, y lo que era ya no es, y lo que viene no es lo que era. | Shutterstock

¡Es todo tan extraño! El misterio es arrasador y es una luz, una puerta hacia la esperanza. Pero la angustia de siempre… No saber adónde vamos ni de dónde venimos. Somos ridículos. Nos creemos grandes cuando triunfamos, pero somos una molécula en el universo. A la vez, cada uno de nosotros es una infinitud interior. Y todo es tan raro. El mar está conectado con la luna, y suben y descienden las mareas. La Tierra gira, todo gira, y nosotros de aquí para allá haciendo trámites, naciendo y desfalleciendo, despidiendo a los que parten, masacrándonos mutuamente tantas veces, amándonos, amándote, matándonos. Nos separamos, nos unimos, sufrimos, brindamos, tememos, y además ahora la peste… 

Una plaga, un diluvio universal, nos agravia, nos altera y nos ataca. Algo horrible que proviene de un murciélago nos desafía, y lo que era ya no es, y lo que viene no es lo que era, y estamos así, solos en el universo, desamparados, enfrentados a nuestras propias mentes. ¿Qué Dios detrás de Dios mueve las piezas, Borges? ¿Y si somos el perverso entretenimiento de un genio maligno, René, sentado allí solo frente al fuego? Contesten. 

La filosofía tiene la palabra. Pero la filosofía es una escalera que nos deja en ninguna parte una vez que ascendimos. Wittgenstein, ¿por qué nos legaste tu genial escepticismo? De lo que no se puede hablar es mejor callarse. Hegel, padre, contesta. ¿Por qué me has abandonado? Estamos a la deriva. Náufragos del mundo. Es necesario navegar. La tempestad nos obliga a pensar. 

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Frente al paisaje de la enfermedad y de la muerte, todos filosofamos. Ante el sinsentido y la perplejidad, brota inevitable la pregunta. El apocalipsis aconteció muchas veces y obliga a una acción reflexiva, una toma de decisiones para sobrevivir haciendo propio lo pensado por aquellos que alguna vez se lanzaron a la búsqueda de un faro, de una luz. 

Una marea viral lo atravesó todo. Fue una nada capaz de liquidarnos que nos puso a pensar, a resolver científicamente, políticamente, existencialmente. Pero la red viral, la política viral, la sociedad viral no mataron a la filosofía ni apagaron nuestras ganas de pensar, todo lo contrario: las refundaron. Retroviral, la filosofía ha resucitado de sus cenizas portando el farol de Diógenes, encendido necesariamente porque así lo requiere la oscuridad. 

El farol ilumina, “aunque solo la sombra me alumbra”, como sintió Miguel Hernández. Esa luz es la brújula, el rayo que por un instante enciende el horizonte, la estrella que guía a los navegantes perdidos, que no se pierden si saben leer el mensaje de las estrellas. 

La profundidad repele la vanidad de los doctos y atrae la sencillez de la docta ignorancia. Lo extraordinario de la profundidad es que resulta insondable por ser puro abismo.  

Y quien se abisma se eleva. Los hundidos pueden ser los salvados si alguna esperanza los sostiene. 

La filosofía es un atreverse a los acantilados, pero también a los abismos, para ascender, sí, aunque no sin el riesgo constante de ese “paf, se acabó” que nos enseñó Julio Cortázar. 

Esperar que el calvario concluya y que la ascendente senda hacia la altura estética y ética sea visible es instalar la filosofía en el corazón. No se filosofa salvo a partir de las lágrimas. No se trata de un juego mental, sino integral. Se filosofa con el cuerpo y con el alma. Vivir es filosofar. 

Como Cosimo, el barón rampante de Italo Calvino, hay que abandonar la tierra, vivir en lo alto, ascender por las deidades arbóreas y desde esa distancia filosofar, buscar en las palabras el mensaje secreto que encubre la nueva vida cotidiana. Esa misiva lanzada como una botella al mar. Buscarla es filosofar. 

Estamos desanidados. Acurrucados en las cavidades, huecos en los que viven ciertas criaturas, entre el alboroto del mundo que sigue andando, pero fuera del mundo. Dentro y fuera. Nada es normal, ni cuando era normal éramos normales. La posnormalidad será una nueva normalidad anormal. 

Nos conocemos a nosotros mismos ante los límites y los peligros y nos reconocemos. Y reconocemos que estamos hechos para la muerte. El genio alado de la melancolía que dibujó Alberto Durero nos embarga y envuelve hasta atarnos y delirarnos, como quien agoniza abrazado en un chaleco de fuerza. Pero a la vez, y por un abracadabra que trasciende la razón, nos desatamos de pronto y comenzamos a volar, como en un globo aerostático que se eleva, pero que puede caer en cualquier momento, a merced del viento y del azar. 

Escribir es un vuelo, alto y bajo, como un sendero que asciende y que desciende de la montaña. Es herir la corteza de los árboles para dejar una huella, unos signos que recuerden que estamos. La filosofía es un intento de tallar la madera. Quizás alguien desentrañe el mensaje.

Distantes, unidos. La cuarentena nos encerró y nos liberó. Ni encerrados en el exterior ni abroquelados hacia adentro. Lo normal sería el equilibrio. Pero ahora todo se volvió… ¿Cómo? ¿Qué es todo esto? ¿Qué es esta pesadilla? ¿Qué pasa? Estamos perdidos en la noche. Pero no. ¿Sí? No. Nos queda la ciencia. Y todos los ángeles que ayudan, que son muchos. 

Sabemos poco de la vida. Todo lo que ignoramos nos invade en algún momento y así estamos. Errando y acertando. En Buenos Aires, en La Matanza, en La Quiaca, en Ushuaia, en Bérgamo, en Nueva Delhi o en Amsterdam. Hay un grávido murmullo universal. 

Nunca estuvimos tan distantes. Ni tan unidos. Hay miedo. Y hay coraje. Pesadumbre y energía. Aislamiento y reencuentro. No es un reencuentro físico. Es, digamos, metafísico. Sin embargo, cayeron todas las torres de marfil. La pandemia burló los academicismos. Deschavó la retórica hueca. Todos confrontamos con esa realidad abrumadora de lo microscópico. El poder de lo ínfimo atacando los cuerpos y las mentes. Dislocando un poco el alma. Enloqueciendo también. Un tiempo arriesgado y extenso. Un inmenso vacío y abrazos intangibles, intensos. Lágrimas.

Suplicamos, sin altares o con ellos, que alcanzaran las camas y los respiradores. Había que hacer, que investigar y que actuar. Nos comunicamos por pantallas. Nos dijimos hasta luego encogidos en el alma, con las manos en las ventanillas, como las que pegaban en los vidrios de los trenes los familiares de los que partían a la batalla.

Los ángeles existen Hay un interrogante respecto de la pandemia y sus circunstancias: la incertidumbre y el miedo son fundados. El temor viene del aire, y el aire está envenenado; salimos y vivimos una distopía del enmascaramiento, necesario, por otra parte, y hay una pregunta muy fuerte respecto de qué camino tomarán las sociedades: si el del liderazgo opresor o, en un sentido más amplio, el del liderazgo liberador. 

Hubo una locura en la anormalidad de la pandemia, una Stultifera Navis de todo el mundo. El planeta fue una nave de los locos lanzada al espacio. Pero la locura tenía islas de abrazos de la vida. 

Noche avanzada. Yo, en mi casa. Me llama una de mis hijas con un agudo dolor de muelas. Ella está cerca, pero no conmigo, en su aislamiento obligatorio. No soporta más. Parto rumbo a la farmacia. Autos lejanos en la calle. Distancia prudencial. Le prescribieron por teléfono un antibiótico, pero no tengo la receta. Desde la ventanilla de la farmacia y con amabilidad me dicen que no se puede, que sin receta no. Acepto. Tienen razón. Hay una pareja en la fila espaciosa para comprar. Espontáneos, se me acercan. La mujer me dice: 

—Soy enfermera. Yo sé lo que es el dolor de muelas. Vivo a dos cuadras. Le doy el antibiótico. 

—Venga. Su hija no va a poder dormir, insiste el hombre. 

Los sigo. Me dan unos blisters. Los ángeles existen. Se los llevo a mi hija a su casa. Se los paso por una reja, ese retroviral de la inseguridad y del contagio que no siempre funciona. 

La cuarentena exhibió miserias, desubicaciones y egoísmos, pero también solidaridades. Antes de eso estábamos todos, en algún sentido, encerrados en el exterior, transitando por las calles y las rutas en automóviles y subtes, metidos en aviones por trabajo, por negocios, por la carrera turística para el álbum de Instagram, atravesando escollos apretujados como autómatas, o en las cafeterías, subordinados al rigor robótico de la gran urbe y al ritmo también vibrante de tantos pueblos interiores. De un día para el otro, acechados por esta invisibilidad viral que atacó al planeta, volvimos a casa. Se transfiguró la sexualidad, la rutina de los romances extramuros; concluyeron los asados y las tardes en los parques, las cervezas en los bares atestados y la emoción de una sala de cine llena, con su instante mágico antes de empezar la película. Las vidrieras no tenían quién las mirara. No hubo tribunas atiborradas ni la fuerza ilimitada de las gargantas masivas en los estadios. 

Un anciano muy anciano que vendía globos los domingos en las plazas ya no inflaba nada. ¿Dónde estaba? ¿De qué viviría? ¿Qué comería? Y tantos, tantísimos como él. 

Se suspendieron los piquetes, pero no había transeúntes aliviados ni negociaciones resueltas. Hasta los motochorros encontraban menos clientela. 

No más vuelta al perro en los pueblos. Ni sillas en las veredas de las ciudades tranquilas. No más bicicletas de paseantes ermitaños. Los que vivían solos en los cerros o en los campos desiertos siguieron casi igual, pero hasta en los páramos se enterarían tarde o temprano de lo que ocurría. Todo empezó a parecerse. 

Sin velorios. Los muertos se iban sin pompa por la circunstancia. Y los que nos quedamos, encerrados según el catastro de nuestros presentes, sin visitas, acopiando instrucciones para la asepsia por obligación gubernamental, volvimos a mirar por las ventanas. Descubrimos la fortaleza de las puertas exteriores que resguardaban, la vida que nos rodeaba en los balcones y nuestra locura en los rincones. Era una reconciliación con la interioridad en diversos sentidos. También con nuestras obsesiones enmascaradas afuera. 

Pero había casas precarias, atestadas y con hambre. No quedaba lugar para la neurosis pudiente. Hubo millones que no se desayunaron con la desesperación. Que la llevaron a cuestas en la espalda y en las manos. Que no vivieron siquiera la agrimensura de la dimensión dentro-fuera. El hogar era adentro y era afuera. Todo era su casa. Nada lo era. Y ellos eran los que estaban peor. 

¿La posnormalidad nos exonerará de la locura? ¿Acaso no estábamos locos cuando predominaba la normalidad?

*Filósofo y periodista. Fragmento de su último libro La posmodernidad.