Cuando se habla de investigación y desarrollo, aparece una ausencia costosa: la innovación. I+D sin innovación queda a mitad de camino. En el mundo académico suele acordarse una definición sencilla y exigente: innovar es lograr el encuentro en el mercado entre una solución novedosa y una necesidad, a un valor adecuado. Si ese encuentro no sucede, el circuito se interrumpe: se produce conocimiento que no llega a las personas ni a las empresas, y el proceso vuelve a empezar con nuevos fondos públicos. Así se repite un patrón que frena el avance y mantiene la dependencia de presupuestos siempre insuficientes.
De allí la importancia de hablar de I+D+I. No se trata de un simple juego de siglas, sino de una verdadera guía de gestión. En Argentina todavía falta completar ese circuito, y esa carencia explica parte del rezago. Cuando el resultado científico se transforma en patente, la patente en producto y el producto en exportación, se genera un círculo virtuoso que retroalimenta la inversión entre el Estado y las empresas. Ese círculo ya funciona en los países que lograron adelantarse, y es necesario construirlo con decisión, dejando atrás las falsas dicotomías entre conocimiento y mercado.
¿Qué implica, en la práctica, ese cambio?
En primer lugar, administrar portafolios donde convivan investigación básica, aplicada y desarrollo. En un país que invierte alrededor del 0,6% del PIB, distribuir con criterio resulta tan importante como aumentar la inversión. En segundo lugar, orientar parte del esfuerzo hacia problemas concretos de la industria para asegurar la llegada al mercado. Y en tercer lugar, agilizar los canales de transferencia para que el conocimiento no quede limitado a papers o prototipos, sino que pueda encontrarse con la necesidad que le da verdadero sentido.
No se trata de una idea abstracta. Existen ejemplos concretos: un diseño nuclear argentino de baja potencia –capaz de escalar– que, por su concepción, habría resistido un evento extremo sin salir de servicio. Fue reconocido por su nivel de innovación y, sin embargo, se demoró innecesariamente. También en Saladillo, un fabricante local de helicópteros cuenta con patentes propias y cientos de unidades volando en Europa. Estos casos demuestran que sobran talento y capacidad tecnológica; lo que falta es consolidar de manera sistemática el paso del laboratorio al desarrollo y del desarrollo al mercado.
Completar el circuito exige un cambio cultural
Implica organizar la ciencia para que encuentre sus canales de transferencia y, al mismo tiempo, preparar a las empresas para adoptar, invertir y escalar. Implica también comprender que la innovación no es un privilegio de países ricos, sino la vía por la cual el conocimiento se convierte en valor económico y social. Cuando eso ocurre, el financiamiento deja de ser un pozo sin fondo y se transforma en inversión con retorno: patentes que se aplican, productos que compiten y exportaciones que sostienen el esfuerzo siguiente.
El panorama invita al optimismo. Nuevas generaciones de científicos y empresarios están cambiando el chip y acercándose entre sí. Si ese acercamiento logra convertirse en vínculos estables orientados a resultados –patentes, productos, exportaciones–, se habrá dado el salto pendiente. El futuro no depende solo de cuánto se investiga, sino de cuánto de ese conocimiento llega, con valor, a la vida real. Ese es el camino argentino posible: del conocimiento al mercado, del laboratorio al desarrollo y del desarrollo a la exportación. No existen atajos: es cuestión de completar el circuito que aún falta. Tan simple como eso.
*Decano de la Facultad de Ciencias Empresariales sede Pilar de la Universidad Austral.