OPINIóN
Percepción

Autoexplotados, pero libres

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Afortunados. Trabajan largas horas frente a una pantalla. | Shutterstock

Pasan la mayor parte del día trabajando sin identificarse con lo que hacen. No son obreros ni empleados en sentido clásico, pero tampoco son libres y dueños de su tiempo como pretenden ser. Como advierte el filósofo Byung-Chul Han, se autoexplotan bajo la fantasía de la autonomía: creen que manejar su tiempo los emancipa, cuando en realidad se esclavizan. “Soy mi propio jefe” repiten, mientras el algoritmo les marca el ritmo y se desvanece la tradicional jornada laboral.

Trabajan largas horas en pijama frente a una pantalla los afortunados, en tanto otros pasan sus días sobre un auto alquilado o pedaleando con una mochila a la espalda. No tienen jefe, pero tampoco derechos. No hay estabilidad, ni futuro, ni pausa. La libertad se convirtió en rendimiento: siempre hay que estar disponibles, productivos, conectados. Y al final del día, el cansancio no deja espacio para preguntarse “¿para qué?”. Y en ese aire, saturado de pantallas y estímulos, esta generación flota, sin anclas ni horizonte.

El resultado es un vacío existencial cubierto de actividad frenética con la fantasía que un golpe de suerte en apuestas virtuales los transforme en millonarios o famosos. Sin proyecto familiar ni hijos, viven en un presente eterno sin anhelo de trascendencia, todo “de peaje y provisional” diría la canción. No es solo por el costo de vida que con suerte alcanza apenas para sí mismos: también hay miedo. Miedo al compromiso, a la responsabilidad de cuidar a otro cuando ni siquiera pueden cuidarse a sí mismos. ¿Cómo formar una familia si la casa es alquilada, el trabajo precario y el futuro una fantasía?

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En el fondo late algo más hondo: la sospecha de que el mundo puede colapsar. Crisis ecológica, guerras actuales y latentes, inteligencia artificial que amenaza con liquidar empleos y que ya piensa mejor que nosotros. Proyectar un mañana resulta un lujo improbable. Se trata de una generación que vivirá más años, pero que llegará a la vejez con menos: sin ahorros, sin jubilación, sin hijos que los acompañen. En su lugar, tal vez convivan con tecnologías que los escuchen, los cuiden, que simulen compañía con una eficiencia emocional que los humanos ya no logran sostener. La utopía de la conexión se volvió una soledad de alta definición.

Tampoco creen en la educación, que perdió su promesa de ascenso social. Las instituciones no contienen, de la escuela al Estado, se perciben vacías, burocráticas, impotentes cuando no opresivas. Solo queda el sálvese quien pueda disfrazado de meritocracia desconociéndose que “la línea de largada” es cada vez más desigual.

Todo lo sólido se desvanece en necesidad de aceptación medido en cantidad de likes que simulan ser comunidad. Lo que queda es una generación agotada, narcisista y emocionalmente fragmentada. Gente que “puede trabajar desde cualquier lugar del mundo”, pero que ya no sabe dónde está.

El resultado es un vacío existencial cubierto de actividad frenética. Se produce, se entrega, se cumple, se “emprende”, sin sentido ni raíces. No hay pertenencia ni comunidad, apenas personas agotadas sumidas en un individualismo hiperconectado. Tal vez el gran desafío no sea económico ni tecnológico, sino espiritual y dejar de confundir libertad con disponibilidad.

*Sociólogo. Psicólogo Social.