OPINIóN
Ayudar a los demás

Asistencia perfecta

El poder de las relaciones y de acompañar al otro.

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hospitales covid | AP

Solemos usar la expresión asistencia perfecta para referirnos al alumno o alumna que nunca ha faltado a clases, a pesar de las penosas enfermedades y de las rigurosas inclemencias del tiempo. Es un comportamiento encomiable, por completo digno de elogio y merecimientos. Pero hay en la vida otra forma de asistencia perfecta, la que recogen las dos acepciones del verbo asistir: presenciar y auxiliar.

Presenciamos a los demás, los pre-sentimos incluso, cuando somos capaces de auxiliarlos. Cuando su procura y cuidado no nos son indiferentes. Cuando somos deferentes para con ellos. La deferencia es una actitud existencial devaluada, como casi todo lo que nos rodea, por cierto, pero sin ella la vida humana se vuelve inhóspita y hasta hostil.

La hospitalidad, por el contrario, es el estado de permanente apertura al otro y a lo otro. Afirma Jacques Derrida que hay dos formas de hospitalidad. La hospitalidad de invitación, en la que el anfitrión es el dueño completo de la escena, y la hospitalidad de visitación, en la que las reglas, si puede llamárselas así, son impuestas por la necesidad del huésped. Es la hospitalidad de la acogida irrestricta, especialmente a los menesterosos y desvalidos.

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 A ellos se los asiste, se es un testigo presencial de su existencia, y se los auxilia en tanto que necesitados de nuestro cuidado. Presenciarlos es como darles entidad, es el reconocimiento de su identidad, tantas veces frágil y quebradiza, un reconocimiento del quién que son, irreductibles a objeto o idea.

El hacerse cargo del otro por medio del cuidado, el descubrimiento luminoso de que yo es nosotros

Auxiliarlos es acudir a su procura, aunque lo único que necesiten sea conversación, lo que supone una estima de su singularidad al concederles el estatuto de interlocutores. Concederle el estatuto de interlocutor a alguien que se presenta como menesteroso o desvalido es arrebatar su identidad del anonimato y el olvido, de la muchedumbre de rostros inciertos. Es reconocer que, como diría Lévinas, posee un rostro concreto que nos interpela y nos encamina hacia la solicitud, hacia la disposición de ser solícitos.

Descubrimos, así, que su subjetividad y la nuestra no son tan distintas sino que más bien están co-implicadas, son co-extensivas. Esta co-implicación desvelada ahora es el fundamento de la ética. El ethos humano es un ethos del re-conocimiento del otro, de un volver a conocerlo desde una nueva mirada, una mirada que lo ampare a la vez que lo introduzca en un mundo en común.

Esta introducción en un mundo en común es, propiamente, el hacerse cargo del otro por medio del cuidado, el descubrimiento luminoso de que yo es nosotros. Este descubrimiento es luminoso porque, valga la expresión, ilumina nuestra existencia, hasta entonces cerrada sobre sí misma, obturada su apertura a la alteridad, a lo radicalmente distinto pero radicalmente igual al mismo tiempo.

Esta alteridad, cuyo desvelamiento presenciamos y al cual auxiliamos, desvela también, y en ese mismo proceso, nuestra identidad más profunda, compuesta así de una relación Yo-Tú como la planteada por Martin Buber. Si esta dimensión relacional no es suprimida estaremos dando a la vida cumplida asistencia perfecta (aunque hayamos faltado a clase…).

*Profesor de Ética de la comunicación, Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.