En la muy castigada Argentina, se está viviendo una paradoja temporal. El país se acerca velozmente a próximos eventos electorales que hacen más precipitada la acción política y donde las discusiones, desvelos y proclamas de los partidos son fundamentalmente autoreferentes y distantes de las preocupaciones de la gente.
También se aproxima una fecha, no tan institucionalmente comentada pero de indudable nivel de preocupación y angustia para muchos atribulados contribuyentes, como es el vencimiento del impuesto a los Bienes Personales.
Este gravamen, que se consideró temporario, que se aplica desde 1992, reemplazó a un más razonable tributo al patrimonio neto y donde el destino de su recaudación era el pago a jubilados en un 90%, mientras que en la actualidad se deriva a rentas generales ( esto es la bolsa sin fondo de la macrocefalia estatal).
En sus inicios, incluía a personas que poseyeran un patrimonio considerable, es decir un conjunto de bienes y derechos que no fuera común u ordinario. Se buscaba gravar con un impuesto a quienes demostraran un alto nivel de riqueza material.
Ya no ocurre eso, debido a que en nuestro país, prácticamente cualquier persona que sea propietaria de un automotor o un pequeño inmueble puede ser considerado contribuyente.
Resulta indiscutible que los habitantes de cualquier país deben solventar con sus contribuciones la indudable carga que los diferentes estamentos públicos despliegan en cumplimiento de su tarea política, de educación, defensa y seguridad, y de protección de los sectores más desguarnecidos, sobre la base de impuestos direccionados a la población que esté en condiciones de abonarlos, con razonabilidad y equidad en la distribución de la carga recaudatoria.
En este sentido, la prohibición local de considerar las deudas (tenerlas en cuenta implicaría gravar adecuadamente el real patrimonio) lo convierte en un impuesto confiscatorio.
Por otra parte, la carga impositiva de la mayoría de los países, se centra en la capacidad contributiva, expresada fundamentalmente en el nivel de ingresos de cada habitante, y no en su patrimonio.
Gran cantidad de contribuyentes podrian demostrar que sus rentas actuales son nulas o no resultan suficientes para afrontar el pago de Bienes Personales, no obstante lo cual deben continuar oblando este gravamen, con un proceso de descapitalización paulatino y creciente.
Impuestos que recaen sobre el patrimonio rigen en pocos países, pero de hacerlo, sus alícuotas son menores a las de la Argentina, los montos mínimos para comenzar a tributar son muy superiores y además contemplan la deducción de los pasivos.
En el caso del Uruguay se aplica el llamado impuesto al Patrimonio, que a diferencia de lo que sucede en la Argentina, se considera como patrimonio no sólo lo que el contribuyente tiene sino también lo que debe.
En el caso de las personas físicas, los activos que tengan los uruguayos en el exterior de su país están exentos del impuesto. Otra diferencia con la Argentina, donde también deben incluirse bienes y dinero depositado en el exterior.
Las tasas por escalas progresivas que allí se aplican y los montos mínimos no imponibles son mucho menos gravosos que en la Argentina.
En síntesis, con este injusto impuesto, en nuestro país se ahuyentan inversiones, se desmotiva al ahorro, e incentiva la fuga de capitales hacia los denominados “paraísos fiscales”.
Retornando al principio de estas líneas: ante la cercanía de actos electorales, y también del vencimiento de la obligación de hacerse cargo de un tributo que supone una arbitraria exacción, especialmente a la ya muy castigada clase media, inerme frente al avance del Estado fagocitador, no se ha escuchado aún ni en el nivel político ni en el legislativo, expresión alguna que haya denunciado y asumido esta temática.
Nada se puede esperar del oficialismo K, que ha llevado esta injusticia a un nivel superlativo.
Pero, ¿y la oposición? Simplemente silencio.
*Economista. Presidente honorario de la Fundación Grameen Argentina.