Con rutinaria habitualidad un día cualquiera nos fuimos a dormir. Despertamos y el mundo era otro. Se parecía más a ciudad Gótica, amenazada por un nuevo villano invisible y silencioso, que al que habíamos dejado horas antes. Para nuestra desgracia, no estaban Batman ni ninguno de los superhéroes que desde niños apaciguaban nuestros miedos creyendo que acudirían en nuestra defensa y salvarían el mundo de los ruines que pretendían dominarlo para satisfacer sus maléficos planes. Junto con el mundo conocido desapareció también la fantasía de una salvación mágica. Como diría Nietzsche todo se volvió humano, demasiado humano. Tan humano que estremeció la faz de la tierra. ¿Y ahora quién podrá defendernos? Gritamos evocando a un chapulín indefenso y desorientado.
La llegada del COVID-19 es un acontecimiento. No un evento, más o menos importante. Un acontecimiento en sentido estricto. Un derrumbamiento en la secuencia del devenir del mundo, tan radical, cuyos escombros dejan a la vista una no consideración esencial. En este caso la fragilidad o desnudez de la condición humana. Lo minúsculo y microscópico aterroriza poblaciones enteras, detiene por completo sus movimientos y economías y pone en jaque el voluminoso conjunto de conocimientos científicos acuñados desde los primeros tiempos de la civilización.
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A lo largo de la historia de la humanidad se han producido sendos acontecimientos. No necesitamos exigirle demasiado a la memoria, en ese aspecto, la historia contemporánea es un muestrario excepcional de quiebres y rupturas. No obstante, este acontecimiento tiene algunos rasgos particulares que lo hacen especial.
Su carácter planetario, virtual y sincrónico. Por primera vez en la historia fue posible observar el despliegue de una pandemia en tiempo real y a un tacto de distancia. Como si estuviésemos jugando al “Clash Royale”, miramos desde un mullido sillón como este insensible bichito derriba fronteras y avanza indiscriminadamente sobre el globo terráqueo hasta tocar nuestra puerta. Pero no hay cerrojos ni dispositivos ni defensas que logren protegernos. Lo virtual se trasformó en real a un golpe de puerta.
“El infierno son los otros” decía el célebre filósofo existencialista Jean-Paul Sartre en su obra de teatro “A puerta cerrada”. Expresión que buscaba significar cómo la mirada pesquisante del otro revela la dramática distancia existente entre lo que se es y lo que se desea ser. Contrariamente, la expresión hoy adquiere un significado literal. El otro se volvió un potencial de contagio, riesgo. Amenaza real. No psicológica como sugería Sartre. El otro, “cualquiera”, es un posible portador del villano. Es el enemigo del cual debemos protegernos, al cual miramos de reojo en el almacén esperando que respete las distancias indicadas por los protocolos de sanidad. Las manos que construyen lazos de amistad y confianza se empuñan celosas ante un posible portador inocente. Será un desafío colectivo evitar que el potencial miedo que hoy produce el otro afecte la genética de la sociabilidad y la colaboración sobre la que se construye la verdadera humanidad.
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La casa común -como llama al mundo la carta encíclica de Francisco- de repente se ha vuelvo la casa de otro. No nos hospeda al modo acostumbrado. Se trasformó en un campo de batalla. Fue ocupada por un ejército de huéspedes extraños al cual no es posible percibir pero al que, sin lugar a dudas, le abrimos la puerta. Y ahora la casa exuda los despojos de la falta de cuidado y maltrato. Como reflexiona el psicólogo Morelli en un mensaje circulado por WhatsApp: “El universo tiene su manera de devolver el equilibro a las cosas según sus propias leyes, cuando estas se ven alteradas”.
Los acontecimientos interrumpen la historia, la rompen. Dejan a la vista lo no advertido. Pero son a la vez la oportunidad para pensarnos. Como individuos, como comunidades, como humanidad. De nuestras manos y esfuerzos dependerá que lo real no siempre se trasforme en virtual, reestablecer los lazos de vinculación y cercanía y, por último, de dejar en condiciones adecuadas la casa que deberán habitar nuestros herederos. Nada más y nada menos que nuestros hijos y nietos.
(*) Licenciado y Profesor en Filosofía. Cursó estudios de posgrado en Ciencia Política, Sociología y Educación. Docente Universitario en el área de Historia de la filosofía y Filosofía Contemporánea. Directivo Académico Universitario y Asesor técnico en diferentes Intuiciones Educativas.