Las anteriores PASO, las de 2019, desataron una crisis de nervios del entonces presidente Mauricio Macri y una corrida cambiaria de la que se culpó a los votantes y a la oposición. Estas PASO provocaron un terremoto en el Poder Ejecutivo (y no cantemos victoria sobre la economía, porque el dólar siempre aprovecha la volteada).
Debería quedar claro que el verdadero problema de la Argentina no es aquel oficialismo ni éste: es la inestabilidad de cualquiera de ellos, señal de que lo agotado es el modelo de representación política en su conjunto. Hace rato que la Argentina necesita bajar un cambio y barajar de nuevo. Ninguna organización humana soporta este nivel de estrés permanente. Ganar o perder son circunstancias sin ningún otro significado que una falsa paz de ocasión, circunstancial, de coyuntura. El fondo es una sociedad que no da más. Que ya no daba más antes de la pandemia y ahora ni te cuento.
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Parece obvio que la paciencia de Cristina Kirchner (o el final de ella) termina siendo el desencadenante de este tembladeral político, apenas 48 horas después de una expresión popular donde el frente que ella formó y el Presidente que ella ungió ni siquiera perdieron unas elecciones de veras. Si esa unidad sacrosanta que valoraron como fórmula secreta del triunfo de 2019 no soporta una encuesta, poco seria debía ser esa unidad.
Claro que nadie se esperaba este año y medio de terror que, en el mundo, acabó con liderazgos mucho más sólidos que el de Alberto Fernández. Sin embargo, sorprende el nivel de endeblez y deslealtad que, sin mediar una sola palabra de CFK en público para fijar una posición entendible, sólo delata la determinación irresponsable de vaciar de contenido un Gobierno tras el supuesto reclamo de que se vayan dos personas. La dirigente más dinámica y potente de las últimas décadas que prometía “volver mejores” demuestra, de este modo, que la única investidura presidencial que le preocupó alguna vez era la suya.
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Parece ratificarse que la matriz del pensamiento K es la soberbia, la autorreferencialidad, el convencimiento de que la culpa siempre es del otro. En tal sentido, poco se diferencian de sus opuestos, salvo por ocupar la otra cara de la misma moneda. Sería hora de que el kirchnerismo, el anti kirchnerismo, el no kirchnerismo y el no-me-importa-nada-el-kirchnerismo levantaran banderas blancas con un fin noble, por una vez en la vida: desangustiar a la población y darle un rumbo.
Si CFK cree que la foto de hoy será más provechosa que la de Fabiola Yáñez festejando su cumple durante la cuarentena estricta, se equivoca. Pinta una señal más de la distancia (y la impotencia) de los políticos ante la gravísima situación por la que atraviesan millones de personas. Y darle la razón a los fenómenos que se afianzan denunciando la existencia de una “casta dirigente” cínica, egoísta y voraz.