Luego de haber realizado investigación cuantitativa y una serie de grupos focales con personas de diferentes segmentos sociodemográficos, económicos, educativos y políticos, en los que se ha planteado qué es más fuerte en un individuo, si el castigo punitivo por transgredir reglas básicas o la “condena” social por hacerlo, surge un denominador común: lo que piense el otro (la sociedad) de uno, importa. Mucho.
Quizás es difícil de definir cuán cierto es lo que se manifiesta, pero para los entrevistados parece ser más pesada la carga de, por ejemplo, evadir las restricciones sanitarias, contagiar a alguien y que esto se difunda entre sus círculos cercanos que la sanción gubernamental por hacerlo. La gente, además, ve la necesidad de tomar medidas y en su mayoría se siente más responsable de las consecuencias de sus actos de lo que responsabiliza al Estado, en una proporción de 2 a 1.
Ahora bien, invirtamos la carga de la pregunta. ¿Qué motiva más a un individuo a cumplir? Dicho con muchas palabras distintas, surge un sinónimo para todas: incentivos.
Estos indicadores no son nuevos para el mundo. Desde hace un tiempo ya los sistemas de premios y castigos acompañados de la fragilidad que los individuos tienen sobre su imagen frente a la sociedad son una realidad.
El Sistema de Crédito Social chino, el más promocionado Scoring capitalista, los sistemas de admisión a espectáculos o eventos deportivos en base a antecedentes, las listas negras de incumplimiento financiero y demás similares generan datos que se vuelcan a la vida cotidiana para formatear nuestros hábitos y costumbres.
¿Qué sucedería si los gobiernos pudieran generar y difundir más sistemas para alentar a los ciudadanos a cumplir las normas en base a beneficios que infundir temor a transgredirlas? ¿Qué pasaría si, en paralelo, se generara un consenso político transversal que reconozca mediante estímulos tangibles determinadas conductas cívicas instrumentando el control con un registro único y voluntario de personas adultas?
De esta forma las naciones podrían establecer descuentos en el transporte público por separar la basura en origen y, a la vez -y volviendo al reconocimiento social-, hacer pública la lista de quienes lo hacen como modelos de convivencia comunal. Con un cruce de datos municipal se podría determinar fácilmente quiénes poseen multas de tránsito y quiénes no, estableciendo la gratuidad de renovación del registro de conducir para quienes posean una “ficha limpia”. O empresas privadas de servicios podrían ser invitadas a sumarse para aportar beneficios a quienes cumplan con determinadas normas de comportamiento social positivo. Por ejemplo, aquellos usuarios de compañías de aeronavegación que regularmente llegan con tres horas de anticipación a tomar un vuelo internacional podrían ser premiadas con el salteo de una fila para abordar o mejores asientos eventualmente. Otro de los aspectos interesantes del registro es que la sociedad pueda tener registros públicos de fácil acceso en los que poder cotejar la “confianza” sobre una persona. En palabras sencillas: además de castigar al que incumple, buscar modos de premiar al que cumple.
Vigilar y castigar en la posverdad
Estas iniciativas - que han tenido eco en Australia con programas de sustentabilidad como Envirobank y también se han replicado en China, Turquía, Colombia, Brasil e Indonesia, por citar solo algunos ejemplos de variada geografía, historia y regímenes políticos- requieren un cambio de paradigma, que es que el uso de datos compartidos por las personas no es necesariamente una intrusión negativa en su privacidad. Con los malos antecedentes conocidos, será necesario que tanto Estados como privados trabajen en conjunto para reconstruir la confianza de la sociedad en la manera en que sus problemas diarios son resueltos. Algunos ya lo están haciendo. Un futuro exitoso podrá ser de quienes lo consigan.
* Damián Valentín. Consultor y analista político.