Desde 1979 se conmemora cada 30 de noviembre el Día Nacional del Teatro. La elección de ese día responde a que, en esa fecha de 1783, se inauguró el Teatro de la Ranchería, en la intersección de las actuales calles Alsina y Perú, el primer espacio donde se representaron piezas dramáticas en la Buenos Aires colonial.
Esa casa de comedias de techo de paja se incendió en 1792. Lo redujo a cenizas. Por cierto, las llamas han sido a lo largo de la historia de los teatros porteños una constante como si actuara allí un castigo divino por la promoción de los placeres mundanos
En 1804 llegó el Teatro Argentino, propiedad del sexto virrey del Río de la Plata, don José Olaguer Felliú, con decorados pobres e iluminado con velas sebo. Aparecía un personaje fundamental: el apuntador. En esa precariedad, el espectador muchas veces oía dos veces la pieza; primero de la boca del apuntador y después del actor protagónico.
Para subir y bajar el telón, se colocaban dos hombres más o menos forzudos de cada lado. Eran como “señores-polea” haciendo fuerza y hasta tirándose en el piso para manipular las cuerdas. ¿Acaso creían que había alguien apretando un botón? No todo pasado fue mejor y no todo era soplar y hacer botella en esos tiempos
Además, había inconvenientes dentro del público. Las damas que se sentaban en las filas de adelante siempre fueron un problema para quienes se sentaran detrás (por las peinetas primero y por los sombreros después).
De hecho, se intentó prohibir el uso del sombrero en 1907. Para las mujeres esto sí que era una tragedia. El gasto en peluquería se duplicaba, por eso ellas le hicieron un boicot a los teatros hasta que se revirtiera la medida.
El tironeo no era de pelos sino entre las mujeres indignadas, los empresarios teatrales que querían seguir cortando tickets, y las sombrerías que no querían perder facturación.
También hubo encuentros pícaros en las cazuelas. El teatro era un buen lugar para lo prohibido.
Mas acá en el tiempo, la high society tenía un Tabarís con reservados donde los clientes podían acceder a espectáculos privados con prostitutas de lujo.
Pero esta historia de damas de compañía con vestidos de satén empieza muchos antes, cuando en el lugar funcionaba el Royal Pigall –un reducto para hombres y mujeres solas que desapareció a comienzos de la década de 1920.
El Tabaris tiene leyendas tan ricas como su comida. De hecho, el lema del local era: “solo hay dos casas donde se come bien, la suya y la nuestra”. Eso sí, una copa costaba el equivalente a casi medio sueldo de un empleado.
Así y todo, la inflación lo obligó a cerrar sus puertas en 1963, historia de nuestro país mas repetida que un disco rayado.
En 1936 llega el Opera. Su torre telescópica y los círculos concéntricos de vidrio en los laterales no pasaban desapercibidos. Todo un nuevo lenguaje arquitectónico cargado de signos futuristas. Allí actuaron figuras de la talla de Édith Piaf y se montaron grandes musicales de Broadway
Ese año se ensanchaba Corrientes y se levantaba el Obelisco.
En el Maipo, cuna de la Revista porteña, se lucían artistas como Tita Merello, Zulma Faiad, Nélida Roca y José Marrone.
Pero hay otros dos personajes que adquirieron mucha fama (post mortem). Son Cáceres y Radrizzani. El primero era un maquinista que se ahorcó al saber que padecía una terrible enfermedad y el segundo era un actor que murió durante el incendio del Maipo ocurrido en setiembre de 1943.
Ambos se consagraron como célebres fantasmas de “la catedral de la Revista” después de varias “apariciones”.
En 1973, las llamas también se devoraron gran parte del Teatro Avenida. Se los dije. El fuego siempre quiso ser protagonista y subirse a los escenarios.
Se perdieron muchas salas; muchas realmente. Pero el teatro, como género, siempre se puso de pie. Y hoy aplaudimos que tenga su día para recordar que tanto el drama como la comedia son el espejo de la mismísima vida.