La moneda no se elige. No se trata de si me gusta color verde o marrón. Ni si prefiero la efigie de Washington a la de San Martín. La moneda es el resultado del funcionamiento de una economía, es su reflejo. El dólar es “respetado” no porque en Estados Unidos haya “seguridad jurídica”, sino porque antes de fundirse la economía yanqui se va a fundir el mundo. De modo que, lo que genera “confianza”, no son las instituciones norteamericanas, sino la economía norteamericana. Y genera “confianza” porque es la más grande del mundo y tiene la mayor productividad del mundo. Lo mismo puede decirse del yuan, del yen o del euro.
Lo que hace a una moneda “confiable” es su respaldo en la productividad del trabajo de la economía de cuyo sistema de intercambios es expresión. De modo que una economía que no tiene esa productividad, no puede “elegir” una moneda que es expresión de esa productividad. Esa es la razón por la cual entran en crisis, con el euro, todas las economías europeas, menos Francia y Alemania.
Cuánto más alejada está la productividad del trabajo de un país, de la que corresponde al par Francia-Alemania, más sufre: si Italia y España tienen problemas, Grecia y Portugal tienen catástrofes. Con una diferencia: Grecia y Portugal tienen detrás una estructura productiva, el tándem Alemania-Francia, que a regañadientes o no, viene en su rescate.
El peor de los mundos. La dolarización coloca a la Argentina en el peor de los mundos. Dolarizar significa alinear la productividad local con la productividad norteamericana. Esto, que parece una novedad, se hace cada tanto (la Convertibilidad es una variante de la dolarización, como en su momento fue el Austral), simplemente porque tarde o temprano, el país debe reconocer el valor real, en términos de productividad internacional, de su trabajo. Como el retraso en relación a la productividad mundial no se estabiliza ni mejora, sino todo lo contrario, tarde o temprano hay que abandonar la “dolarización” y hacerle trampa al mercado mundial. Primero, sosteniendo la paridad de forma artificial, ya sea abasteciendo al mercado de dólares baratos (es decir, reconociendo al peso un valor que no tiene, porque la productividad de la economía no lo sostiene) o recortando ese abastecimiento a ciertos sectores, a medida que las divisas se acaban. Una trampa dentro de la trampa consiste en aumentar el stock de divisas para sostener la paridad mediante deuda o privatizaciones. Tarde o temprano, las trampas se acaban y el país debe reconocer la realidad. Mientras tanto, los efectos de una paridad falsa, es decir, de un poder de compra no respaldado en la economía real, terminan acumulando una explosión doble: por un lado, de las finanzas públicas; por el otro, el de una economía forzada a funcionar en competencia con una productividad superior. Las finanzas públicas acumulan un déficit galopante y las arcas vacías de reservas. La economía, una oleada de quiebras y una desocupación virulenta.
Todos sabemos que esto termina siempre en una rebelión social, una megadevaluación y una explosión inflacionaria. Simplemente porque sostener la paridad, o lo que es lo mismo, dejar circular al dólar como moneda oficial, significa alinear todos los costos internos, en particular, el costo del Estado. Un Estado que no tiene dólares para pagar los sueldos es un Estado que debe ajustarse. Lo mismo con todas las empresas que no puedan sostener la competencia abierta que acompaña la dolarización: en los dos casos, conseguir dólares significa ajustar costos. El resultado lo vimos durante los noventa: quien podía cobrar en dólares, ya sea porque podía exportar, o porque tenía sus salarios dolarizados, vivía en Bélgica. Los que no, en la India. El asunto va a resultar particularmente grave porque nadie va a sacar un dólar de su bolsillo para pagar nada, mucho menos para pagar impuestos, de modo que la economía se va a estrangular por falta de dólares.
Rentabilidad. Quienes creen que “hay un pbi” en dólares en manos de los argentinos y que esa masa va a abastecer al mercado, debieran preguntarse por qué eso no sucede ahora mismo. Y la respuesta es sencilla: en la Argentina no hay ningún negocio rentable. El que tiene capacidad de ahorro no puede ponerlo en el banco (y largarlo a la circulación) ni invertirlo en nada local, porque incluso el sector agrario, el único rentable per se, está siempre en la picota por la amenaza de la falta de rentabilidad del resto de la economía. Que una ley diga que el dólar es la moneda argentina, no significa que los argentinos van a sacar sus ahorros del colchón y los van a poner en circulación. Salvo, tal vez, que los cuatro millones de empleados estatales vayan al cajero y saquen dólares. Para eso, el Estado debiera disponer de unos 15.000 millones de dólares al año solo para pagar sueldos (a un promedio miserable de 300 dólares por salario). Un monto parecido sería necesario para pagar los subsidios tarifarios y similares (unos 11.000 millones de dólares en 2021) y ni hablar para los gastos corrientes del Estado. Se podría decir que, para bajar esa carga, la dolarización exigiría una disciplina fiscal y un realineamiento de todos los costos de la economía, lo cual es cierto (aunque solo temporalmente). Pero es que de eso se trata: la “dolarización” es simplemente una forma más drástica de instalar un plan de ajuste general.
Disparate. La “dolarización” es un disparate. La sociedad argentina la rechaza, en particular, la clase que la dirige, la burguesía, que no se banca ni siquiera esa dolarización trucha que fue la Convertibilidad. Toda la perorata Milei, igual que el gradualismo de Macri, termina encallando en esa clase a la que él pertenece y a la solo puede ofrecerle un anticomunismo inútil, porque no hay ningún comunismo en marcha en la Argentina. Lo que ese anticomunismo en realidad esconde es un anti-obrerismo acérrimo. Cuando Milei habla de “la casta”, se olvida de los Eurnekián, para quien trabajó, y de los Macri (que ahora no pertenecen a ella). La “casta” termina siendo el peronismo y, detrás, los sindicatos, los empleados estatales, los docentes, los desocupados. La dolarización es un grito de guerra, como en su momento fue la Convertibilidad, contra la clase obrera. Su principal obstáculo, sin embargo, es la propia burguesía que opera en la Argentina, incluyendo en ella a la extranjera. Es ella la que le pone límites, aunque la añora. La añora por su capacidad para regimentar a la clase obrera; le pone límites porque, tarde o temprano, se lleva puesto al capital mismo.
Aun así, suponiendo que pudiera instalarse una nueva etapa de jibarización de la economía argentina y de la sociedad que ella, mal que bien sostiene, todavía hay que ver si funciona. Es decir, qué le pasa a la economía real luego de la magia monetaria. Porque los problemas de la Argentina, de cualquier país capitalista, la inflación, el endeudamiento, etc., no son problemas monetarios. Los problemas monetarios no son más que la forma en que se hacen visibles los problemas de la economía real. Su lugar en el proceso económico es subordinado. ¿Subordinado a qué? A la productividad del trabajo. La Argentina opera en un mundo donde un puñado de empresas dominan ramas enteras de producción. Con empresas fuera de rango, tanto en tamaño como tecnología, la receta liberal simplemente tira el bebé con el agua sucia: sobra gente, hay que echarla; la gente gana demasiado, hay que empobrecerla. ¿Y luego? Esperar. ¿A qué? A la “iniciativa privada”. O como le llamaba Macri, “la lluvia de inversiones”. Puede que los argentinos sean imbéciles y tengan en sus manos oportunidades gigantescas y no se den cuenta. Pero lo mismo no vale para el gran capital internacional, que va donde hay ganancias sin esperar que haya “seguridad jurídica”, ni “dolarización” ni ninguna otra fantasmagoría liberal. El capital va donde hay oportunidades reales de inversión rentable. Por ejemplo, donde hay centenares de millones de seres humanos que se ofrecen como la mano de obra más barata del mundo. Creer que van a venir a la Argentina porque una ley diga que ahora tenemos dólares, es, por decirlo suavemente, una ingenuidad.
Economía real. Sorprende la absoluta incapacidad del mundo “libertario” para pensar la economía real. La Argentina necesita una concentración productiva gigantesca, la selección de un pequeño número de ramas de alta complejidad a las que apostar y una planificación muy extendida, en espacio y tiempo, de la economía. Solo así se hace posible relanzar la productividad del trabajo y ubicarse donde los salarios son más altos y, por lo tanto, asegurar bienestar a la sociedad. Eso no se puede hacer sin el apoyo de la masa de la población, sin un proyecto nacional que incluya a esa masa en lugar de expulsarla. Y no se puede hacer sin un plan, sin metas claras a largo plazo. Es sorprendente que alguien crea que algo así puede realizarse espontáneamente.
Una ingenuidad asombrosa, pero no por eso menos asesina. Porque lo que se requiere para establecer una dolarización de la economía es liquidar a la población sobrante, es decir, aquella que opera en las ramas de la economía que no pueden seguir el paso. Lo que es, en Argentina, casi todo. Al día de hoy, a este país le sobran veinte millones de habitantes. Por estos días, hablar de genocidio genera un debate sin mucho sentido, no porque lo realizado por el Proceso militar no sea un crimen de alcances universales, sino porque la crisis a la que se enfrenta la economía hoy tiene hoy dimensiones genocidas. El problema no es de la “memoria”, sino del presente. La dolarización, en vez de ir en sentido contrario, va a su encuentro.
*Director de Ceics y Profesor de Economía UBA/UNLP.