WASHINGTON, DC – El sentido común sostiene que Estados Unidos atravesó en las últimas décadas un proceso masivo de desindustrialización, con un sector manufacturero que supuestamente se marchitó al perder terreno frente a China. Este relato alimentó debates sobre política industrial, nacionalismo económico y la relocalización de la producción. Pero ¿y si fuera solo parcialmente cierto? ¿Y si, en lugar de desaparecer, la industria estadounidense simplemente hubiera cambiado de domicilio?
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Un análisis más detallado de los datos sugiere que lo que Estados Unidos perdió en manufactura doméstica quizá lo haya ganado en presencia productiva global. En vez de colapsar, la industria estadounidense se internacionalizó.
Es cierto que la manufactura como porcentaje del PBI de EE.UU. cayó: en 1970 representaba alrededor del 24% de la economía; para 2023 era menos del 11%. El empleo industrial también se redujo drásticamente –casi siete millones de puestos desde su pico en los años setenta–.
Estas cifras respaldan la idea de que Estados Unidos “abandonó” su industria. Pero hay dos puntos adicionales a destacar. Primero, a medida que evolucionó la tecnología, el empleo manufacturero por unidad de producción cayó en muchos países. Por ejemplo, el éxito sostenido de Alemania en la industria también estuvo acompañado por una reducción del empleo.
Segundo, el valor agregado manufacturero real (ajustado por inflación) en EE.UU. creció durante las últimas cuatro décadas, incluso mientras caía el empleo fabril. La composición del sector se caracterizó por un peso creciente de bienes de mayor valor, como tecnologías avanzadas y productos aeroespaciales, fabricados con menos trabajadores y mayor automatización.
Durante este período, China se convirtió en una potencia manufacturera. En 2023 fue el mayor productor industrial del mundo, con un valor agregado estimado en 4,6 billones de dólares, casi el doble de los 2,8 billones de EE.UU. Pero concluir que esto señala la decadencia del liderazgo industrial estadounidense pasa por alto un hecho crucial: los datos disponibles –como el valor agregado industrial– se calculan en base al territorio nacional, lo que significa que solo miden lo producido físicamente dentro de las fronteras de un país. Es similar a la diferencia entre PBI y PNB, pero aplicada a la manufactura.
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El problema de este método es que omite una característica central de la economía del siglo XXI: la internacionalización de las cadenas de producción. Grandes empresas estadounidenses mantienen redes productivas extensas en el exterior, ya sea mediante subsidiarias, joint ventures o contratos con proveedores locales. Esa producción suele ser diseñada, supervisada y controlada por ingenieros, diseñadores y ejecutivos en EE.UU., aunque se realice físicamente en otras partes del mundo.
En otras palabras, la industria estadounidense no desapareció, se relocalizó. Fábricas norteamericanas en Europa, Asia, América Latina y otros lugares abastecen mercados locales y globales, integrándose en cadenas globales de valor.
Datos de la Oficina de Análisis Económico de EE.UU. (BEA) indican que, hacia 2024, el stock de inversión directa estadounidense en manufactura en el exterior rondaba los 1,1 billones de dólares, mientras que en el caso de China la cifra se estimaba en 200 mil millones. Estas operaciones industriales en el extranjero no figuran en las cuentas nacionales. Si solo se mide lo producido dentro de EE.UU., se subestima la verdadera magnitud de la manufactura controlada por el país. De hecho, las estadísticas de la BEA sugieren que, si se incluye la producción en el extranjero bajo control de empresas estadounidenses, el “valor manufacturero global” de EE.UU. podría alcanzar los 3,9 billones de dólares, mucho más cerca del total de China. La relevancia de la manufactura estadounidense en el exterior está respaldada por diversas fuentes y ayuda a explicar por qué los mercados bursátiles de EE.UU. sufrieron menos que sus trabajadores locales.
Además, no todas las exportaciones chinas son completamente “Hechas en China”. Según la OCDE, parte del valor de esas exportaciones corresponde a insumos importados de terceros países, lo que podría implicar que menos del 65% del valor de las exportaciones manufactureras chinas se genere dentro de China. En el caso de EE.UU., esa proporción ronda el 80%, lo que indica que captura más valor agregado en las etapas bajo su control.
Parte de la confusión sobre la “desindustrialización” estadounidense también surge de cómo se mide el PBI sectorial. Una porción significativa del valor agregado en la producción industrial –especialmente en actividades de alto valor– se clasifica como “servicios”. Logística, investigación y desarrollo, ingeniería, software, patentes, marcas, distribución, diseño y gestión de cadenas de suministro (entre otras) están plenamente integradas en la manufactura, pero se contabilizan en otra categoría económica.
Así, cuando una empresa como Boeing coordina producción con proveedores globales, gran parte del valor agregado en EE.UU. no se registra como manufactura, aunque esté íntimamente vinculado a ella. Si se suman las capacidades manufactureras con las funciones de servicios directamente ligadas al sector, la huella industrial de EE.UU. parece superar a la de China.
La pregunta real, entonces, no es solo cuánto se produce y dónde (la obsesión del expresidente Donald Trump). Se trata de quién controla y captura valor de las cadenas de suministro industrial. Desde esa perspectiva, EE.UU. sigue siendo altamente industrializado, aunque mediante un modelo empresarial sofisticado y globalizado.
Esta realidad tiene implicancias importantes para los debates sobre reindustrialización, comercio, aranceles y política industrial. El tema no es solo “traer de vuelta las fábricas”, sino entender quién controla, dónde se genera valor y cómo se pueden organizar las redes productivas de manera más resiliente, eficiente y sustentable.
Por más conveniente que sea políticamente el relato de la desindustrialización, la realidad es más compleja y menos sombría de lo que muchos suponen. EE.UU. podrá haber perdido fábricas, pero no perdió capacidad industrial: esa capacidad se volvió transnacional.
En un tiempo de realineamiento geopolítico, tensiones comerciales y transición energética, comprender este matiz es esencial. El futuro de la manufactura no se juega solo en los pisos de fábrica, cada vez más poblados de robots. Más importante es dónde, cómo y con quién producir, y quién captura las ganancias e influencia resultantes.
Los intentos de relocalizar partes intensivas en mano de obra de la cadena de suministro mediante políticas de reshoring y aranceles tuvieron impactos menores en la manufactura estadounidense. Un eventual renacimiento del sector llegaría a costa de las actividades de mayor valor, porque las empresas tendrían que reasignar recursos laborales limitados. Los hogares de bajos ingresos que hoy se benefician de bienes importados baratos enfrentarán precios más altos, con o sin cadenas de suministro locales. Intentar recrear el sector manufacturero del pasado no solo fracasará: también empobrecerá a los estadounidenses.
*Jorge Arbache es Profesor de Economía en la Universidad de Brasilia, fue viceministro y economista jefe en el Ministerio de Planificación de Brasil, vicepresidente para el sector privado en el Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe, miembro del directorio del BNDES y economista senior en el Banco Mundial.
*Otaviano Canuto es exvicepresidente y director ejecutivo del Banco Mundial, director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional, vicepresidente del Banco Interamericano de Desarrollo y viceministro de Finanzas de Brasil, es investigador senior no residente en la Brookings Institution e investigador senior en el Policy Center for the New South.
Project Syndicate