Estamos frente a una nueva versión del Presidente. El Alberto del 2020 se imaginaba como un líder superador de lo anterior, tanto en lo económico como en lo político. En el plano económico, el Presidente en ese momento rompió el molde de la norma de los gobiernos peronistas. Se propuso renegociar la deuda, pero a futuro planteó una estrategia productiva basada en recursos naturales y sectores exportadores; en lugar del énfasis tradicional de su partido en la industrialización y el mercado interno exclusivamente. La figura de Martín Guzmán simbolizó ese objetivo. En lo institucional, a su vez, desplegó una agenda reformista que parecía tener poco que ver con lo que había sido el gobierno de su vicepresidenta.
El 2021 encuentra al Presidente en una situación distinta. El proyecto que tenía en su cabeza (ese Presidente moderado y reformista) es hoy cosa del pasado. La escasez de alternativas racionales al insólito y costoso “cuarentena o muerte” le jugó en contra. Las escuelas cerradas, la brutal caída en la actividad económica y el consiguiente aumento de la pobreza (en dosis mucho mayores que la de nuestros vecinos) fue erosionando su capital político. Sus coqueteos con el kirchnerismo económico (como la fallida expropiación de Vicentin o el impuesto a las grandes fortunas) y la influencia creciente de Cristina tampoco ayudaron en nada. Así, perdió el favor de las capas medias urbanas que Fernández imaginaba que serían su base de apoyo.
A su vez, la estrategia del equilibrio permanente le granjeó críticas de los sectores más identificados con Cristina. Desde el campo propio le fueron señalando la escasa vocación por ir a fondo. La propia vicepresidenta y electora presidencial le dedicó misivas demoledoras a su administración y a varios miembros de su gabinete. Al final, parecía que Alberto se quedaba sin el pan y sin la torta.
En este contexto, los últimos movimientos de Alberto (que incluyen el relevamiento de la ministra de Justicia) parecen sugerir que ante la pérdida del centro político piensa recostarse en lo que le queda: los sectores más duros de su coalición. El pesado clima político de los últimos meses empuja también en esta dirección. La repugnante intervención opositora en la marcha del sábado 27 simboliza la estrategia de la misma de endurecer el discurso, tal vez con miras a las elecciones de medio término. En este contexto era difícil para Alberto mostrarse conciliador.
Así, el Presidente se corre del centro hacia un extremo. Una muestra cabal de esto es la cuestión de la deuda. En 2020 criticó esa política, en 2021 propuso en su discurso de inauguración de sesiones una investigación y querella penal. En particular, el discurso mencionado fue abundante en señales adicionales de ese corrimiento. Los mimos al kirchnerismo incluyeron propuestas audaces de reforma judicial y una posición dura ante la cuestión de las tarifas de los servicios públicos. Las acusaciones y chicanas a la oposición también ocurrieron en mayores dosis (potenciadas a su vez por algunas desubicadas actitudes en el recinto).
El Presidente versión 2021 deja entrever que Fernández ya no piensa representar algo distinto al período 2007-2015. La polarización con la oposición (también responsable) imposibilitará alcanzar los consensos necesarios para que nuestro país pueda salir de la decadencia. Alberto se enfrascará en propuestas estériles de reforma, como la que propuso de la Justicia, que implicarán un gasto de energía, pero con pocas probabilidades de éxito (si Cristina no pudo hacerlo en su momento, ¿qué hace pensar que Alberto podrá?).
En este sentido, será una versión tardía y débil de lo anterior, con menos eso capital político. Más de lo mismo, pero con un país más pobre y cansado. Alberto amagó con ser algo distinto, pero eso es cosa del pasado. Alberto Fernández, el Presidente que no fue.
*Profesor UNSaM-UTDT.
Producción: Silvina Márquez