Hubo un tiempo en el que me resistía a tener un celular. No por rechazo a la tecnología, sino porque prefería comunicarme por medio de correos electrónicos, del teléfono de línea o de encuentros cara a cara. Y porque aún conservaba la nostalgia de un gesto hoy casi incomprensible: escribir cartas. Me refiero a esa ansiedad por saber si llegarían a destino y a la espera, de semanas, de una respuesta que trajera consigo esa forma de suspenso que nos generan las respuestas aguardadas con anhelo.
De los tiempos anteriores al celular, evoco las largas llamadas telefónicas a un amigo o a una novia, siempre acompañadas de un ritual doméstico hoy extinguido: el pedido insistente de quienes convivían conmigo para que cortara, de una vez por todas, la comunicación y dejara libre el único teléfono de la casa.
Tuve sucesivos celulares. Y en algún momento advertí algo evidente que hasta entonces había pasado inadvertido: dejaban de funcionar, básicamente, como teléfonos. De esto fui tomando conciencia cuando la mayoría de la gente se negaba a dialogar. La conversación fue reemplazada por mensajes cada vez más breves, por emoticones que resumen esquemáticamente supuestos estados de ánimo y por audios con la tentadora posibilidad de ser escuchados de manera acelerada.
Yo mismo comencé a enviar mensajes de voz convencido —con una ingenuidad que hoy reconozco— de que los míos, por creerlos muy interesantes, merecían ser escuchados completos y a la velocidad correspondiente; hoy sospecho que nadie les dedicaba más atención que la que yo dedicaba a los ajenos.
* Escritor, físico y filósofo
La droga digital destruye la subjetividad
Aun así, la función original de servir como teléfono no desapareció del todo. Todavía recibo llamadas y escucho voces humanas —cálidas, incluso amables— que me ofrecen tarjetas de crédito o encuestas que me permiten opinar. O, lo que es más simpático: me llaman, especialmente a mí, ofreciéndome la posibilidad de cambiar de compañía telefónica y así obtener extraordinarios beneficios que yo jamás hubiera imaginado recibir, quizás por absolutamente innecesarios…
Con el tiempo empecé a pensar mis celulares como verdaderas prótesis que me ayudan a un mejor aprovechamiento de mis cinco sentidos. Me sugieren vinos cuyos sabores debo imaginar antes de probarlos; sus cámaras se vuelven mis ojos; sus pequeños parlantes, mis oídos. Me conecto con todo el mundo exterior a través del tacto, acariciando teclas que aparecen en la sorprendente pantalla con una naturalidad casi milagrosa.
Los modelos más recientes saben cuántos kilómetros voy a caminar, a qué hora llegaré, cuál es la temperatura exterior y la de mi propio cuerpo, mi presión arterial y hasta mis latidos en diferentes circunstancias, como para medir mi grado de ansiedad.
Uso mapas digitales para orientarme en la ciudad, pero también para resolver urgencias más básicas como encontrar un baño cercano, ¡incluso en países donde no hablo el idioma local!
A esto se suman las redes sociales: ese flujo incesante de imágenes, opiniones indignadas o entusiastas, breves y categóricas, que el celular administra por mí con una eficiencia incontrolada.
Gracias a mis sucesivos celulares aspiro, como muchos, a no mirar más televisión, a no perder tiempo en librerías buscando libros, a no tener que ir al cine y encima hacer una larga cola para entrar, a no comprar discos ni DVDs con envoltorios de plástico —tan reticentes a la hora de quitarlos—, algo que siempre me resultó sumamente traumático.
Claro que al celular de turno hay que cuidarlo. Cargarlo todos los días y llevarlo en el bolsillo, en la mano o en el asiento del auto, ya que es absolutamente necesario para él acompañarme a todos lados. Cada pocos minutos enciendo su pantalla con una caricia, casi como un gesto tranquilizador, para que sepa que no lo abandoné. Acepto su música insistente, escucho mensajes tediosos, miro fotos, videos y publicidades. Sin mis ojos, mis oídos y mis manos, mi celular sería un objeto inútil. Depende completamente de mí.
Fue entonces cuando cambié de opinión y llegué a una conclusión un tanto incómoda: la prótesis no es él. La prótesis soy yo. Soy una terminal más en una red de millones, necesaria para que exista un mundo que solemos llamar de manera despectiva: “virtual”, como si no fuera real. Ese universo necesita cuerpos, atención, tiempo. Necesita humanos. Puede manifestarse gracias a mi humilde contribución y mis cuidados. Soy una de las millones de terminales que le permiten a ese universo existir.
Eso sí, a veces logro —no sin esfuerzo— desenchufarme de manera irresponsable. Miro el mundo con mis propios ojos, escucho voces reales y música en vivo, huelo con mi olfato, toco mi propia piel o la de otro, pruebo un vino y decido por mí mismo si me gusta o no.
Pero también soy realista… Me estoy acostumbrando a la idea de que muy pronto los celulares prescindirán definitivamente de esa función tan obsoleta que alguna vez tuvieron: ser un teléfono. Antes, a cada persona se le asignaba un número telefónico. Hoy, en cambio, se le asigna un humano a cada celular.
* Escritor, físico y filósofo.