Uno de los mayores retos que enfrenta la ciencia económica es explicar los fracasos de la economía argentina. ¿Cómo es posible que un país dotado generosamente de recursos naturales, de una población con altos niveles de alfabetización y educación, que ha dado al mundo cinco Premios Nobel y hasta un Papa, no logre despegar económicamente? Pasaron casi 60 años desde ese diciembre de 1965 en el que la inefable Mafalda se preguntaba “¿Por dónde hay que empezar a empujar a este país para llevarlo adelante?”. Y nos seguimos haciendo la misma pregunta.
La Argentina ha sido un laboratorio fértil en experimentos económicos. Desafortunadamente, la mayoría de ellos con resultado negativo. Particularmente, las recientes experiencias del Plan de Convertibilidad y del populismo inflacionario plantean la necesidad de contar con un programa económico alternativo, que haga posible un desarrollo sustentable con equidad distributiva, que articule a las fuerzas del progreso y que posibilite una inserción ventajosa en el proceso de globalización.
En la Argentina, la discusión acerca del rol del Estado en la economía ha estado centrada en su tamaño. “Achicar el Estado es agrandar la Nación”, fue uno de los lemas centrales del Proceso. Con la metodología del espejo invertido, se entendió, más tarde, que debía hacerse exactamente lo contrario para agrandar la Nación.
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De este modo, pasamos de un Estado que hizo abandono de muchas de sus funciones esenciales a otro elefantiásico, pero igualmente desertor en materia de pobreza, indigencia, vivienda o infraestructura.
El problema del Estado argentino no es de cantidad. Es de calidad. Se requiere un estado inteligente. Debe ser como el “auto inteligente”, que procesa la información sobre lo que sucede a su alrededor y conduce o estaciona con mínima intervención de su conductor.
Un Estado inteligente no es el que cuotifica las divisas que compra cada ciudadano, mientras la balanza de pagos indica que salen anualmente miles de millones de dólares del país. Ni el que dicta resoluciones detalladas sobre el precio de productos que, luego, no se encuentran en las góndolas. Ni el que anuncia planes de crédito para la compra de acondicionadores de aire en medio de una crisis energética.
Un Estado inteligente es el que utiliza los últimos adelantos informáticos y de las telecomunicaciones, y cuenta con personal capacitado designado por concurso, en base al mérito y no a las conexiones políticas.
En síntesis, se trata de lo opuesto al Estado “bobo”. Esto es: tanto al que no interviene y deja hacer a los grupos de poder particulares, como al que interviene en todo pero que, entretenido con el árbol, no puede ver el bosque.
En la Argentina, el sector agrícola-ganadero cumple con la doble función de proveer de alimentos a la población y generar buena parte de las divisas necesarias para pagar las importaciones. En 2021, las exportaciones de productos agropecuarios más sus manufacturas representaron un 68% del total. Esta cifra marca la extrema dependencia de nuestro comercio exterior respecto de las exportaciones de origen agropecuario.
La diversificación de la matriz exportadora argentina sigue siendo una asignatura pendiente. El perfil productivo de la Argentina del siglo XXI debe pensarse a partir de sus ventajas comparativas: básicamente sus recursos naturales y humanos.
Vaca Muerta, Venezuela y Noruega
Vaca Muerta es el nombre de la gran esperanza para revertir el saldo negativo de la balanza comercial energética e iniciar un despegue económico significativo. Claro está que, para ello, se debe avanzar en definir una estrategia respecto de la explotación del yacimiento. Hay dos alternativas extremas, o bien seguir el camino de Venezuela o el de Noruega.
Venezuela es riquísima en petróleo y, sin embargo, víctima de una crisis energética crónica desde 2009, por falta de inversión en el sector eléctrico. Noruega logró acumular un fondo soberano de casi 1,2 billones de dólares, cuyas rentas están destinadas a financiar en el largo plazo su generoso Estado del bienestar.
Las reservas de litio –“el oro blanco del siglo XXI”- se estiman en 19,3 millones de toneladas, lo cual equivale al 22% del total mundial. Argentina produce casi 40.000 toneladas, y ocupa el cuarto lugar en la producción global, detrás de Australia, Chile y China. En las condiciones actuales, se estima que el litio podría llegar a aportar a la Argentina hasta 3.500 millones de dólares anuales en exportaciones.
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La Argentina debe avanzar en una estrategia tendiente al desarrollo de productos diferenciados de alto valor agregado. El país cuenta con algunos elementos diferenciadores que le posibilitarían desarrollar una “marca país”. La demanda del mercado internacional se ha concentrado en los alimentos considerados naturales, orgánicos y frescos con garantías de inocuidad. Ello brinda una oportunidad que sería necio desperdiciar.
El complejo turístico es otro sector cuyo fomento puede convertirlo en un rubro de gran desarrollo como lo ha sido, por ejemplo, en España, donde constituye el principal generador de divisas. Una mejora de la infraestructura hotelera y la calidad en la atención al pasajero pueden posicionar a la Argentina como un gran destino internacional. La avidez por el turismo, luego de la pandemia, da a este sector una enorme potencialidad.
Dentro del patrón de especialización productiva de nuestro país, no puede estar ausente una clara estrategia nacional en el ámbito de la alta tecnología y, en general, en todo lo relacionado con la llamada economía del conocimiento. Cuenta, para ello, con un gran capital humano, de características socioeconómicas y culturales similares a la de los países más desarrollados. Éste es un activo con el que no muchos países cuentan.
Más aún, existe un número importante de recursos humanos oriundos de la Argentina y de muy alto nivel desempeñándose en el exterior, cuyo concurso debería procurarse mediante el desarrollo de mecanismos que incentiven su participación en los proyectos de investigación y desarrollo que llevan adelante sus colegas en nuestro país.
La producción de software y el desarrollo de la biotecnología pueden ser claros ejemplos del aprovechamiento de las ventajas comparativas que ofrece la Argentina.
La escasez de dólares ha llevado a implementar un régimen de tipos de cambio múltiples, según la operación de que se trate. Es promovido por quienes argumentan que, en la economía argentina, coexisten dos sectores: el agropecuario, que trabaja a costos internacionales, y el industrial, que tiene un nivel de costos considerablemente superior al internacional.
Por lo tanto, para que el sector industrial sea competitivo, se requiere que cuente con un tipo de cambio superior al del sector agropecuario. Ello se logra mediante la aplicación de retenciones agropecuarias, mientras las exportaciones industriales perciben el tipo de cambio pleno. En algunos casos, incluso, se otorgan reembolsos a determinadas exportaciones industriales, para que puedan ser competitivas.
Del mismo modo, se requiere un tipo de cambio “alto” para las importaciones, de modo tal de proteger a la industria nacional de la competencia externa.
Sin embargo, es llamativo que aún haya quienes sigan utilizando el argumento de la “industria infantil”, para sostener la necesidad de seguir protegiendo a actividades con 90 años de antigüedad en el país.
El principal problema que presenta el esquema de tipos de cambio múltiples es que requiere un sistema altamente complejo de control de las operaciones, para evitar distintos tipos de maniobras y desalentar el fraude y el contrabando.
Con vistas a una normalización del mercado cambiario, debería optarse por dos tipos de cambio: uno comercial, para las operaciones de importación y exportación de bienes, y otro financiero, para el resto de las operaciones, incluyendo en este submercado los servicios.
Ello permitiría canalizar los ingresos del turismo receptivo, así como las exportaciones de servicios que en la actualidad se canalizan por fuera del canal oficial. Eventualmente, se podría habilitar la liquidación al tipo de cambio financiero de algunas ventas al exterior de bienes que no tengan impacto significativo sobre la canasta de consumo, como por ejemplo producciones regionales de escaso consumo interno. De esta manera, se estimularían exportaciones no tradicionales, sin generar un impacto inflacionario.
Paulatinamente, se iría produciendo una convergencia entre ambos tipos de cambio, para arribar a un tipo de cambio único.
Estado inteligente, diversificación productiva y simplificación del régimen cambiario son los andariveles dentro de los cuales debería encauzarse la política económica de largo plazo, si se quiere lograr un sendero de crecimiento económico sostenido con equidad social y sin exclusiones.
*Víctor Beker es director del Centro de Estudios de la Nueva Economía (CENE) de la Universidad de Belgrano.