OPINIóN
La compañera de Rosas

La glamorosa muerte de Encarnación Ezcurra

Para algunos federales fue una santa, para otros; “la mulata Toribia” pero lo cierto es que el hombre fuerte de la Confederación lloró desconsoladamente frente al cuerpo sin vida de su compañera.

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Encarnación Ezcurra | Cedoc Perfil

Encarnación Ezcurra fue la aliada más leal de su marido, la forjadora de su carrera política, y la mano que dirigió al movimiento de los restauradores para la consagración de Don Juan Manuel de Rosas, mientras él hacía su política en la primera campaña del desierto.

A Ezcurra no le temblaba el pulso al dar directivas violentas a sus subordinados que con el tiempo serían conocidos como los mazorqueros. Como decía María Sáenz Quesada, “Encarnación prefería admitir en su círculo a hombres de dudosa reputación siempre que sirvieran a los intereses de Rosas”. A su marido le escribía cómo ordenaba a sus seguidores de confianza balear las casas de aquellos que osaban insubordinarse. Olazábal, Iriarte, Ugarteche y Viamonte fueron algunas de sus víctimas.

Encarnación y Juan Manuel construyeron una unión más allá de la pareja, un pacto de poder que llegó a su fin en 1838, cuando ella murió. Los médicos que la atendieron no pudieron ponerse de acuerdo sobre la causa de defunción. Los rumores malintencionados afirmaban que Don Juan Manuel había impedido que se confesara para no develar secretos de los que podría haberse arrepentido. Lo cierto es que el hombre fuerte de la Confederación lloró desconsoladamente frente al cuerpo sin vida de su compañera. “A nadie amó tanto”, escribió su sobrino, Lucio V. Mansilla.

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Encarnación y Juan Manuel construyeron una unión más allá de la pareja, un pacto de poder que llegó a su fin en 1838, cuando ella murió.

Sus exequias fueron espectaculares. Más de 25 mil personas, en ese entonces habitaban unas 60 mil la Ciudad de Buenos Aires, acompañaron la procesión que dejó el ataúd de doña Encarnación en la cripta de la Iglesia de San Francisco.

Monseñor Medrano y el obispo Escalada precedieron el cortejo seguido por el clero y las autoridades del Gobierno y el ejército. Los miembros del cuerpo diplomático izaron la bandera de sus delegaciones a media asta. El luto oficial duró 2 años, y más de 180 misas se rezaron en su recuerdo. Jamás se había visto algo asi en la Ciudad.

En 1912 la parroquia de Balvanera (hoy conocida como de San Expedito) fue consagrada a la memoria de esta heroína de la Federación. Fue entonces cuando algunos leales partidarios federales comenzaron a referirse a ella como santa, aunque para sus enemigos seguía siendo “la mulata Toribia”. Su cadáver fue trasladado, en el mayor de los secretos, a la bóveda Terrero pocos días antes de la batalla de Caseros.

Algunos leales partidarios federales comenzaron a referirse a ella como santa, aunque para sus enemigos seguía siendo “la mulata Toribia”

Años más tarde, en 1925, la familia Ortiz de Rosas decidió trasladar a su pariente politico a la bóveda familiar. Pensaban que su cuerpo había vuelto al polvo primigenio. La sorpresa de los presentes fue grande cuando, al abrirse el féretro, se constató que estaba incorrupto, y vestía el hábito de la hermandad de Santo Domingo con el que había sido amortajada, siguiendo las costumbres de la época que solían vestir a sus muertos con hábitos de monjes con fama de santos para facilitar su ingreso al Reino del Señor.

Todo estaba incólume en el ataúd de doña Encarnación, hasta las flores que Don Juan Manuel había entregado a su amada esposa. El obispo Marcos Ezcurra, presente en la exhumación, dijo: “parece dormida”.

En la bóveda de los Ortiz de Rosas están enterrados su hijo y su nieto, pero no así su hija Manuelita, dolida por la ingratitud de los argentinos a su padre. Encarnación esperó más de 70 años el retorno de su amado esposo, y hoy se pueden ver sus féretros enfrentados en la bóveda familiar en el Cementerio de la Recoleta. Uno está cubierto por una bandera argentina, mientras que el otro luce una estrella federal, símbolo del partido que ambos defendieron.