OPINIóN
9 de Julio

¿Hasta cuándo esperamos para declarar la Independencia?

El inicio de triunfos históricos pero a la vez el inicio de una sangría interna cuando se trató de definir qué tipo de Estado se iba a construir.

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9 de julio | Shutterstock redes sociales

Esa era la pregunta angustiante que le planteaba José de San Martín al representante de Cuyo, Tomás Godoy Cruz en 1816, mientras preparaba el Ejército de los Andes para cruzar a Chile y completar el plan continental de emancipación sudamericana. El contexto internacional era complejo: Europa se había liberado de Napoleón y en España el rey Fernando VII nuevamente en el trono se disponía a recuperar los territorios americanos que estaban en manos de los revolucionarios. El ejército realista había comenzado a avanzar por toda la región del antiguo Virreinato de Nueva Granada, derrotando a una parte de los movimientos independentistas americanos encabezados por Simón Bolívar.

Por ello las Provincias Unidas debían asumir una postura radical independentista convocando a un Congreso General Constituyente en San Miguel de Tucumán para romper los lazos coloniales con la metrópoli (y limando las asperezas del frente interno entre Buenos Aires y las provincias, cuyas relaciones estaban deterioradas). Era tan perentoria esa acción emancipadora como evidente a los ojos del Libertador, quien afirmaba con cierta ironía: "¿Hasta cuándo esperamos para declarar la Independencia? ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos?". Y concluía: "Veamos claro, mi amigo, si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo este la Soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir a Fernandito".

Las Provincias Unidas debían asumir una postura radical independentista convocando a un Congreso General Constituyente en San Miguel de Tucumán para romper los lazos coloniales con la metrópoli

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Las sesiones del Congreso se iniciaron el 24 de marzo de 1816 con la presencia de 33 diputados de los 34 elegidos (cada provincia eligió un diputado cada 15.000 habitantes). El clima de las discusiones era complejo: las desconfianzas del interior hacia los porteños, la fragilidad militar luego de las derrotas en el Alto Perú y la restauración de las monarquías europeas que se coaligaron para recuperar sus dominios coloniales incidieron en el ánimo de muchos delegados. Finalmente, el 9 de julio de 1816 los representantes firmaron la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica y la afirmación de la voluntad de “investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” De este modo, se completaba el proceso político iniciado con la Revolución de Mayo de 1810 y que no había podido plasmarse en la Asamblea del Año XIII. Para evitar cualquier suspicacia de que la ruptura con España podría reencauzar algún acercamiento con otra potencia europea (especialmente Portugal que había invadido la Banda Oriental y quizás también Gran Bretaña con su hábil diplomacia) se incorporó el 19 de julio el agregado y “de toda otra dominación extranjera”. Si bien la proclama se publicó en español, también se la dio a conocer en quechua y aymará con el fin de incorporar al proceso de libertad a los pueblos originarios.

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 Al fervor inicial que acompañó la independencia política se le sumaron las resonantes victorias sanmartinianas luego del cruce de los Andes en los meses iniciales de 1817. Sin embargo – como si pesara sobre los argentinos una suerte de maldición institucional recurrente – comenzó a abrirse la sangría interna cuando se trató de definir qué tipo de Estado se iba a construir. Una monarquía parlamentaria, copiando el modelo de estabilidad política inglesa parecía ser la mejor opción (según las propuestas de Belgrano). La salida republicana era un salto al vacío con mala prensa, si se recuerda que la Francia revolucionaria de la libertad, la igualdad y la fraternidad terminaron engendrando primero, al monstruo del terror y de la guillotina y luego a los delirios megalómanos napoleónicos. En ninguna parte del mundo era deseable algo parecido a una democracia, una forma de gobierno que sólo funcionaba en las antiguas colonias británicas de Estados Unidos (y que generaban la desconfianza de pensadores de la talla de Tocqueville).

Dicen que la historia es maestra de vida. Por lo tanto, ignorarla, tergiversarla o reducirla a relatos ideológicos sólo engendra infantilismos colectivos que impiden crecer como sociedad

Cuando se optó finalmente por la solución republicana, el Congreso de Tucumán (que funcionó como tal hasta 1820) se trasladó a Buenos Aires, ya que allí estaba emplazada la residencia del ejecutivo en la figura del Director Supremo. La naciente democracia se vería teñida de sangre por la guerra civil entre unitarios y federales, que destruyó las bases institucionales de convivencia y de diálogo por más de treinta años.

Dicen que la historia es maestra de vida. Por lo tanto, ignorarla, tergiversarla o reducirla a relatos ideológicos sólo engendra infantilismos colectivos que impiden crecer como sociedad. La educación ciudadana es el imperativo categórico que debe pesar sobre nuestras acciones cotidianas de respeto al Estado de Derecho si es que queremos, por un lado, homenajear a los padres fundadores de la patria y por otro, dejarles un horizonte más luminoso a las futuras generaciones.

*Director del Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Católica Argentina (UCA).