OPINIóN
George Floyd II

I can’t breath: las víctimas inocentes de la historia

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Homenaje. El lugar donde cayó hoy es un santuario popular. | AFP

Una imagen tomada en septiembre de 2006 por la misión espacial Cassini-Huygens a Saturno muestra un puntito en medio de sus anillos. Como diría Carl Sagan, sobre ese punto azul pálido “todos los que amas, todos los que conoces, todos los que has oído hablar, todos los seres humanos que alguna vez fueron vivieron sus vidas”.

En estos días un acontecimiento sobre este punto azul pálido me ha conmovido profundamente: la trágica muerte de George Floyd en las calles de Minneapolis. He pasado muchos días de mi vida en EE.UU., desde cuando llegué por primera vez para estudiar inglés en la Universidad de Georgetown en Washington hasta mi último viaje para dar una conferencia sobre Astrobiología en la Universidad de Santa Clara en Silicon Valley en enero de este año. Tengo muy presente una conversación con un colega afroamericano en uno de los congresos de la American Astronomical Society que ocurrió hace muchos años en Washington. Me decía: “Yo como Job, maldigo el día de mi nacimiento”. Su abuelo había sido esclavo.

Los últimos 9 minutos de la vida de George Floyd han llevado a preguntarme con dolor la misma pregunta que Benedicto XVI se hizo visitando el campo de concentración de Auschwitz: “¿Por qué Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo este exceso de destrucción, este triunfo del mal?”

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Podremos vivir en paz cuando la juticia sea servida. La reconciliación es obra de la Justicia.

En las últimas palabras de George Floyd –“no puedo respirar”– resuena el grito silencioso de millones de personas que, oprimidas por una violencia sistémica, piden respirar. Me imagino las poblaciones de las zonas más pobres del planeta que no tienen un ambiente sano donde vivir, los refugiados, los migrantes, las personas esclavizadas y lastimadas por el narcotráfico y la corrupción, las mujeres y los niños violentados por la trata de personas, los menores abusados por sacerdotes católicos, las mujeres obligadas a abortar porque no pueden ver un horizonte de esperanza para sus hijos, los niños por nacer… La lista es incompleta y demasiada numerosa para estas líneas. “Say his name” –digan su nombre– repiten los manifestantes por las calles de New York, Washington, Atlanta, Chicago, los Ángeles... También nosotros digamos el nombre de tantas víctimas inocentes de la historia. Como ha dicho el papa Francisco: “No podemos tolerar o hacer la vista gorda ante el racismo y la exclusión de ninguna forma y todavía pretender defender lo sagrado de toda vida humana”.

El santuario popular para hacer memoria de George Floyd es hoy el espacio que la humanidad tiene para pedir Justicia. “No Justice. No Peace” dicen los carteles. Los jesuitas reunidos en su última Congregación General en 2016 escribían que la reconciliación es siempre obra de la Justicia; una Justicia discernida y formulada por las comunidades y contextos locales. El Covid-19 es un catalizador que ha acelerado procesos ya existentes. Discernir la Justicia en un contexto local es una tarea urgente que nos debería convocar a todos los habitantes –creyentes y no creyentes– de este punto azul pálido que flota en el espacio. Podremos vivir reconciliados y en paz cuando la Justicia sea servida. Solo así habremos encontrado la sustentabilidad que tanto buscamos en tiempos del Antropoceno.

Concluyo con las palabras del Papa alemán que me han ayudado a encontrar algo de sentido y luz en estas horas de oscuridad. “El Dios en el que creemos es un Dios de la razón, pero de una razón que ciertamente no es una matemática neutral del universo, sino que es una sola cosa con el amor, con el bien. Nosotros oramos a Dios y gritamos a los hombres, para que esta razón, la razón del amor y del reconocimiento de la fuerza de la reconciliación y de la paz, prevalezca sobre las actuales amenazas”.

 

*Jesuita, doctor en Astronomía, investigador Conicet-Universidad Católica de Córdoba, ex director del Observatorio Vaticano.