En la noche de este lunes, Jair Bolsonaro obtuvo la que es hasta ahora su mayor victoria política desde que es gobierno. La elección de sus aliados, Rodrigo Pacheco y Arthur Lira como presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, respectivamente. De esa manera obtuvo el control sobre la agenda del legislativo, centralmente qué proyectos pasan a sesión y cuándo. Además, es prerrogativa exclusiva del presidente de Diputados aceptar los pedidos de juicio político. En estos dos años, más de sesenta pedidos fueron presentados contra Bolsonaro y uno contra el vicepresidente, Hamilton Mourão, todos cajoneados o directamente archivados por el que fue hasta el lunes el presidente de Diputados, Rodrigo Maia.
Durante los dos primeros años de Bolsonaro, la Cámara de Diputados y en mucho menor medida el Senado, funcionaron como bloqueos de la agenda conservadora bolsonarista. Mientras que siempre hubo mayor sintonía con la agenda económica promovida por el ministro de Economía, Paulo Guedes, la conocida como “agenda de costumbres” quedó de lado, con algunas excepciones. Lo que se espera ahora es que sin Rodrigo Maia en la presidencia, el gobierno impulse una “agenda bolsonarista”: más liberalización de la tenencia -y posiblemente porte- de armas y explotación económica de tierras indígenas, son algunos de los proyectos en carpeta que el gobierno dejó trascender.
La elección de los presidentes de Diputados y del Senado termina por coronar un ciclo comenzado por el gobierno de Jair Bolsonaro en abril de 2020 con la salida de Sergio Moro del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública. La salida del ex juez, que condenó a Lula da Silva, apuró y facilitó las tratativas que ya estaban en curso para aproximar al gobierno a un conjunto de partidos y conformar, de mínima, un escudo legislativo contra un posible proceso de juicio político y, de máxima, una coalición de gobierno que aceite la tumultuosa relación Ejecutivo/Legislativo. Lo apuró en la medida en que aquello fue un terremoto político; lo posibilitó porque en el Congreso Moro tiene más enemigos que amigos, en especial el llamado Centrão, un grupo de partidos que, aunque conservadores, usualmente oficialistas y que son los nuevo aliados del gobierno.
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Si durante todo 2019 Jair Bolsonaro renegó del presidencialismo de coalición, llave de la gobernabilidad en el multipartidario sistema político brasileño, en enero de 2020 a partir del ala militar se comenzó a trabajar en la aproximación con los partidos políticos en el Congreso. En enero de ese año, el general Eduardo Ramos lo expresó en una entrevista al diario O Globo, al informar que luego del primer año habían comprendido que para mejorar la relación con el Congreso debían dialogar inevitablemente con los líderes partidarios. El general se refería a lo que en Argentina llamamos jefes de bloque. Esos actores son claves para la negociación en ambas cámaras, pero sobre todo en la más compleja de Diputados. Las bancadas temáticas, como la renombrada evangélica o la ruralista, señaladas anteriormente por Bolsonaro y compañía como su nueva fórmula para gobernar, no tienen capacidad de organizar nada semejante a una coalición. Lo dicen los libros y 2019 así lo demostró.
También durante 2019 y la primera mitad de 2020 fueron casi permanentes las manifestaciones callejeras del bolsonarismo, en la mayoría de los casos para ejercer presión sobre el Congreso y la Corte Suprema. El Centrão fue uno de los blancos predilectos, por supuestamente “no dejar gobernar”. Hoy la calle perdió centralidad para el bolsonarismo, al punto de que no hubo respuesta a las recientes caravanas pidiendo el impeachment de Bolsonaro, mientras que en 2019 el lavajatismo (por Lava Jato, la operación anticorrupción en la que se encuadró el juzgamiento a Lula da Silva), los círculos militares de las tres fuerzas, movimientos de derecha como el MBL y el Vem Pra Rua (centrales en las manifestaciones contra Dilma) y el bolsonarismo más radical salían juntos a la calle.
Como decíamos en abril de 2020, con la salida de Moro, Bolsonaro cambió el juego. La estrategia de corte populista, entendida como la movilización política permanente en una lógica de pueblo versus establishment, se agotó y fue dando lugar a los acuerdos “por arriba”, a nivel partidario. La consigna bolsonarista de “contra todo lo que está ahí”, transversal a todas las clases sociales en 2018, simplemente dejó de existir. El caso del expresidente y hoy senador por Alagoas, Fernando Collor de Mello, resulta paradigmático para ilustrar la trayectoria del gobierno. En octubre de 2019, Collor decía que de seguir así, Bolsonaro no iba a terminar su mandato. Hacia fines de 2020, sin embargo, era el congresista que más recursos había recibido del gobierno federal bajo la modalidad de “enmiendas presupuestarias”, dispositivo central de la negociación Ejecutivo/Congreso. Las enmiendas el diputado o senador en cuestión las destinan a sus reductos electorales, de preferencia donde hay intendentes del mismo color político y por lo general suelen tener mayor visibilidad en municipios pequeños. En enero de 2021 en un acto junto al presidente en Alagoas, Collor afirmó que Bolsonaro es un presidente fuerte y cuenta con apoyo del Congreso y de la sociedad. Lo cierto es que Collor tenía razón en 2019 y tiene razón en 2021. El discurso antipolítico, la lucha contra la corrupción, el mantra del gobierno de técnicos, todos tópicos bolsonaristas que obtuvieron su certificado de defunción con la elección de Arthur Lira y Rodrigo Pacheco.
La política de muerte de Bolsonaro
Esas enmiendas presupuestarias mencionadas están en el centro de la estrategia de cooptación que viene desarrollando Jair Bolsonaro. Incluso podría cuestionarse si realmente existe una coalición de gobierno, ya que hay poca participación de partidos políticos en el gabinete. Enmiendas y el control sobre organismos descentralizados con significativo presupuesto son el centro de la estrategia. No obstante, se espera que en las próximas semanas Bolsonaro realice modificaciones en su gabinete, incluyendo ministros “políticos” y recreando ministerios. Bolsonaro todavía precisa consolidar su coalición.
Esto lleva a uno de los ejes que será centrales en lo que viene. Como se adelantó en la columna titulada La primavera del patriarca, de octubre pasado, la elección del presidente de la Cámara es central para resolver la tensión al interior del gobierno entre el lineamiento económico de corte liberal y con acento en la contención del gasto público, y una línea que pretende flexibilizar el “techo de gastos” impuesto en 2017. Gasto social y obras públicas son los principales ejes de esa visión que se acerca un poco más al desarrollismo, incluso con tintes nacionalistas, propio del período militar y que impregna la (poca) formación económica de Bolsonaro. Esa tensión, evidente desde que Bolsonaro era favorito a quedarse con la presidencia es una de las variables más importantes de los dos años que quedan de gobierno en Brasil. El cumplimiento de los fuertes compromisos asumidos claramente atenta contra el techo de gastos y la disciplina fiscal, como señaló una columna de María Cristina Fernández en el diario Valor Económico. El no cumplimiento de dichos acuerdos atentará, en cambio, contra la gobernabilidad. Sobre el desempeño de la economía hay que decir que uno de los mandatos con que asumió Bolsonaro fue la recuperación económica, algo que estuvo muy lejos de constatarse en 2019 (+1,1% del PBI). Si Bolsonaro inició 2020 con insatisfacción con su ministro de Economía, lo cierto es que de manera general ambos ganaron tiempo con la pandemia y el traslado de responsabilidades a un factor externo. De aquí en adelante ya no hay excusas.
El protagonismo del Centrão en esta nueva etapa también puede tener impacto en el despliegue militar en el gobierno. Actualmente, la mitad de los ministros son de origen militar, y la cantidad de militares activos que han pasado a desempeñar tareas en la administración pública se duplicó entre 2016 y 2020, según un informe del Tribunal de Cuentas de la Unión. La supervisión militar sobre ministros civiles es notoria en el caso del Ministerio de Educación, cuyo ministro está literalmente cercado, ministerio este que está entre los posibles destinos de los aliados partidarios. La militarización del gobierno, que en rigor se inicia con Temer pero que tiene un salto enorme con Bolsonaro, podría generar tensiones con los nuevos aliados o bien “la retirada” parcial de aquellos.
La tormenta que acecha a Jair Bolsonaro
Esta contundente victoria de Bolsonaro al colocar a los presidentes de ambas cámaras no puede comprenderse sino se toma en consideración la apretada situación fiscal de gobernadores e intendentes en medio de la crisis económica y sanitaria como consecuencia de la pandemia. En especial, Arthur Lira se presentó como un gran negociador de recursos y nexo entre el gobierno federal y municipios incluso de signo opuesto. Desde allí Bolsonaro construyó el triunfo de este lunes, que en principio representa una importante acumulación de poder para el presidente. De todas formas, habrá que esperar para ver cómo se da concretamente la nueva relación entre ambos poderes, e incluso así nada garantiza que las cosas no cambien más adelante. No obstante, si bien los aliados de Bolsonaro no le ofrecerán lealtad, existen coincidencias de intereses, por ejemplo en el desmantelamiento de las operaciones anticorrupción y algunos dispositivos legales que facilitaron el trabajo de estas. Ese puede ser el principal activo para la sustentabilidad de la alianza.
El mismo lunes se hicieron públicas nuevas conversaciones del entonces juez Sergio Moro y los fiscales de la operación Lava Jato. Si bien ahora Moro niega la autenticidad de los mensajes, esa no fue su estrategia inicial y sí, tanto ahora como antes, negar su validez probatoria en tanto los mismos fueron obtenidos de manera ilegal por un hacker, luego filtrados a la prensa y obtenidos por la Justicia. Con validez probatoria o no, los mensajes muestran la obscena parcialidad de Moro y en todo caso se sitúan en el mismo plano que gran parte de la operación Lava Jato: desde el punto de vista del derecho puede ser endeble, pero no puede desdeñarse su fuerza desde el punto de vista de la comunicación. Aunque aún es muy popular, Moro ya no es más el héroe nacional que supo ser.
La estrepitosa derrota de Rodrigo Maia al intentar colocar un sucesor en la presidencia de la Cámara (su candidato era el presidente nacional del histórico MDB, Baleia Rossi, que obtuvo 145 votos contra los 302 de Lira) es una derrota que salpica también a otros sectores y nombres que ya despuntan para la elección presidencial de 2022. El gobernador de San Pablo, João Doria (PSDB de Fernando Henrique, José Serra, etc), Ciro Gomes (PDT), exgobernador de Ceará y ministro de Lula, o el presentador de televisión, Luciano Huck (que aún deberá desafiliarse de la cadena Globo para afiliarse a algún partido político), todos nombres de la centro-derecha y centro-izquierda, con pretensiones de ser una alternativa a la polarización entre el PT y Bolsonaro. Esa heterogeneidad de la ancha y variopinta avenida del medio brasileña tenía otro punto en común. Rodrigo Maia encabezaba, al menos hasta acá, la pretensión de un armado ideológicamente amplio pero con fuerza para romper con los dos “extremos”. Una entre las varias opciones sobre la mesa, pero tal vez la más conveniente si la pretensión es romper la polarización, a menos que se considere factible la descomposición del bolsonarismo o el no protagonismo electoral del PT. Hoy Maia, cuyo capital no son los votos sino la rosca, tiene que resurgir de las cenizas.
Advierten que una "mega pandemia" está a punto de estallar en Brasil
La centralidad del Partido de los Trabajadores en la política brasileña sigue siendo incuestionable, incluso cuando la alta fragmentación partidaria licúa su protagonismo como oposición. Con un pronunciado declive desde hace varios años y del que no dio señales de recuperarse en las elecciones municipales de 2020, el problema del PT es que junto con su marcada centralidad el antipetismo se colocó como protagonista de la política brasileña, al menos entre 2015 y 2018 como incuestionable ganador. Las municipales mostraron que ese antipetismo, de raíces diversas, continúa fuerte. La encrucijada en la que se encuentra el PT, con un Lula condenado e imposibilitado de presentarse y carente de una estrategia, merecen columna aparte. Los malos años de Dilma, política de ajuste mediante, no hicieron con que el número 13, el código electoral del PT, deje de estar grabado a fuego entre los electores del Nordeste, pero sin dudas lo está menos que el recuerdo de los años felices con Lula. Lula da Silva está en soledad en el altar de los héroes populares.
Jair Bolsonaro cuenta con una aprobación de algo más del 30%, pero sobre todo con un núcleo fuertemente fidelizado de cerca del 20% de los brasileños en edad de votar. Esa fracción de la sociedad brasileña, y dentro de la cual podría diferenciarse otro segmento más, de fuerte contenido ideológico, le garantiza un piso cómodo a partir del cual se posiciona como favorito para 2022, sobre todo en la medida que el antipetismo continúe siendo mayoritario. Los caminos hasta la elección presidencial de octubre del año que viene pueden ser muy variados y la satisfacción o no con la economía será fundamental. Durante su primer año y medio, Bolsonaro trazó una trayectoria de creciente radicalización y pérdida de apoyos y de poder. Esa trayectoria fue interrumpida abruptamente en junio de 2020 con la detención de un antiguo colaborador de la familia, Fabrício Queiroz, en el marco de una investigación por corrupción que no es más que la punta del iceberg de un notable vínculo entre la familia Bolsonaro y las milicias de Río de Janeiro. Ahora Bolsonaro inicia la segunda mitad de su mandato con una acumulación de poder de la que hasta aquí nunca había gozado. Ya no puede hablarse de un presidente débil o impotente. Quedan dos años de gobierno en donde se responderá definitivamente la pregunta de qué es capaz de hacer Jair Bolsonaro con la bestia más fabulosa, codiciada y traicionera que habita entre los seres humanos: el poder.